A la mañana siguiente, al despertarme en mi habitación del Hotel Zenit de Sevilla, recordé el día aquel en París en el que abrí los ojos convencido de que tenía única y exclusivamente la memoria del doctor Pasavento. En esta ocasión, mi despertar fue distinto, aunque tan sólo ligeramente distinto. Abrí los ojos sin saber quién era y me entró un pánico que me pareció que estaba muy relacionado con el acto mismo de despertarse. No sabía quién era ni dónde estaba, pero en todo caso algo ya sí sabía: era alguien que, un día, en París, se había despertado convencido de que tenía única y exclusivamente la memoria del doctor Pasavento.
Despertar de esta forma me recordó que ya en muchas otras ocasiones había pensado que nuestra identidad es un misterio. Morimos cada día y nacemos cada día. Estamos continuamente naciendo y muriendo. Por eso el problema del tiempo nos toca más que los otros problemas metafísicos. Porque los otros problemas son abstractos. El del tiempo es nuestro problema. ¿Quién soy yo? ¿Quién es cada uno de nosotros?
Me acordé de unas palabras de Kafka, escritas (y luego tachadas) al comienzo de su novela El proceso, unas palabras en las que él decía: «Hace falta viveza para cogerlo todo, al abrir los ojos, por así decir en el mismo punto en que uno lo ha dejado la noche anterior.» Y también recordé que algo más adelante, Josef K. se decía a sí mismo: «El despertar es el momento más peligroso. Si uno consigue superarlo sin ser arrastrado de su posición, puede estar tranquilo para el resto de la jornada.»
¿Quién era yo? Alguien que recordaba palabras de Kafka, me dije. Y de pronto, como si le hubieran dado una considerable cuerda a mi memoria, comencé a recuperar una gran cantidad de recuerdos, aunque vi que seguía sin saber quién era yo exactamente. Para no perder más tiempo con esto, resolví que era el doctor Pynchon, el mismo que residía en Lokunowo y estaba de vacaciones en Sevilla. Yo era el doctor Pynchon, registrado, eso sí, con nombre falso en el Hotel Zenit. Y de pronto, dejándome arrastrar por mi repentina memoria torrencial, me acordé del otro Pynchon, del escritor de Nueva York. Y a la vez me acordé también de la ciudad de Nueva York y de un poeta del Bronx, al que yo había conocido en otros días y que se jactaba de ser amigo del escritor oculto que respondía por el nombre de Thomas Pynchon. Era un recuerdo estrechamente ligado al pasado, a los días en que trabajaba yo en el hospital psiquiátrico de Manhattan. John Weldon Smith era el nombre del poeta. La última vez que le había visto, estaba él muy excitado en el patio central del hospital hablando mal de su alcoholizada mujer, a la que un juez le había dado la tutela de la hija de nueve años que tenían en común. Recordaba a Weldon Smith hablando de todo esto con su amigo el doctor Ryan, y luego quedándose solo, sentado en un banco del patio, un banco cercano a la ventana de mi despacho. Yo le admiraba no sólo por sus poemas, sino por su capacidad para llevar a cabo actividades muy diversas, porque, además de poeta, era crítico de cine en Time, guionista de televisión, pintor aficionado, y en aquel momento trabajaba en un proyecto científico-cinematográfico para mi hospital psiquiátrico: filmaba una película sobre la interrelación entre gestualidad y oralidad en los esquizofrénicos, con la colaboración del psiquiatra alemán Karl-Heinz Ruesch y del doctor Ryan. Le estuve espiando aquel día un buen rato desde la ventana de mi despacho y le habría sacado de su ensueño y dirigido la palabra de no haber sido porque él me intimidaba bastante. Así que sólo le espié ese día, el último en que le vi, porque, una semana después, el 14 de julio de 1975, la policía encontró abandonado el coche de John Weldon Smith, lo encontró con las llaves puestas y las puertas abiertas en el puente de Brooklyn. De sus pertenencias sólo encontraron, en el asiento trasero, una bata blanca de mi hospital psiquiátrico. Nunca se supo si se había suicidado (había hablado toda la vida de hacerlo, aunque lo enfocaba siempre de forma muy poética), o bien había desaparecido, algo que había dicho que se proponía hacer algún día, se lo había dicho a sus amigos, muchos de ellos poetas, músicos, novelistas (alardeaba de ser amigo de Barth, pero sobre todo presumía de saber dónde vivía oculto el escritor Pynchon), pintores o cineastas muy conocidos del Bronx o de Greenwich Village. El hecho es que a los dos días rescataron de las aguas, cerca del puente de Brooklyn, el cuerpo de un suicida, pero éste no era el de Weldon Smith, sino el de un viajante de comercio, que también había abandonado su coche en el puente de Brooklyn.
De mi admirado poeta no volvió a saberse nunca nada. Sus padres dijeron que en modo alguno se habría matado sin haberle dejado escrito algo a su hija de nueve años. Y comenzó a considerarse más probable el hecho de que hubiera desaparecido o que anduviera vagando por el mundo víctima de la amnesia. Meses después, la hermana de su alcoholizada mujer, durante un crucero a Hawai y Australia, creyó ver a Weldon Smith en la cubierta de un barco que se alejaba del puerto de Sydney. Era, por lo menos, alguien muy parecido al poeta desaparecido en el puente de Brooklyn. Es más, le dijo adiós con la mano. También fue visto, un año después, en el puerto de Honolulu. En esta ocasión quienes le vieron, dos médicos de mi hospital, dijeron estar seguros de que era él, aunque le habían visto sólo unos segundos, cuando ya se ajelaba en la cubierta de un velero con bandera australiana.
Estuve recordando todo esto en mi habitación del Zenit hasta que di por solventada la reconstrucción de mi identidad. Y entonces salí de la lúgubre (daba a un patio interior) habitación. Era una hermosa mañana de invierno. Todo resultaba magnífico. El sol lucía en las alturas. Las calles transmitían una alegría contagiosa con la algazara de las gentes. Caminando junto al río Guadalquivir, sentí todo el rato que marchaba sobre mi sombra. Me dije que seguramente, aunque no podía verme a mí mismo, tenía yo aquella mañana un aire a lo Emmanuel Bove. Paseé sin temor a ser reconocido (pelo rojo, sombrero de fieltro muy encasquetado, gafas oscuras) por un mercadillo en el que había varios tenderetes en los que vendían toda clase de libros.
Busqué alguna de las novelas que había escrito en mi vida anterior. Había tantos libros que la lógica me decía que seguro que en alguno de los tenderetes acabaría encontrando —con un disgusto que fingiría— algún libro mío ofrecido a un irrisorio precio de tercera o cuarta mano. Pero lo malo llegó cuando, hacia la media hora de búsqueda y tras un rastreo exhaustivo, me di cuenta de que, por mucho que escudriñara, no encontraría nunca ninguno de mis libros allí. Para no acongojarme ensayé un aforismo: Nada envanece tanto a uno como sentirse completamente olvidado. Lo apunté en el recibo del Hotel Zenit, por si más tarde quería reflexionar y escribir sobre esto en un papelillo aparte. Y, en fin, no pude evitar poco después ser asaltado por cierto pesimismo cuando vi con toda claridad que no habían sido necesarios muchos meses para que en mi país me convirtiera en alguien completamente olvidado.
Tanto en el extranjero como en un manicomio yo podía vivir así, como un ser olvidado. Es más, era como deseaba vivir. Quería ser fiel a una máxima de Walser: «Lo más hermoso y triunfador es ser un auténtico pobre diablo.» No podía estar más de acuerdo con esa idea, pero no podía soportar sentirme arrinconado en mi propia tierra.
Decidí que aquél era mi último día en España. Me despediría para siempre de ese país volviendo a visitar la catedral de Sevilla. Y lo que en ese templo me ocurriera, pensara o recordara, se convertiría en el único recuerdo que conservaría de ese ridículo país de patituertos fantasmas católicos.
En el camino hacia la potente catedral me entretuve observando banales felicidades callejeras. La gente paseaba y, bajo los árboles pelados, una banda municipal daba un concierto. Cerca de allí, un grupo de niños con trajes muy oscuros reían y jugaban. Una brisa ligera traía y llevaba aromas, despertando en mí absurdas nostalgias. «Densa como una lágrima cayó la palabra España», pensé, recordando así un verso que había escrito de joven. ¿O era Cernuda quién lo escribió y, además, lo había escrito mejor? ¿Me acordaba yo todavía de algún verso de Weldon Smith? Vi enseguida que sólo de uno, lo cual de todos modos ya era suficiente: «La acumulación triunfal en la mañana festiva…» Parecía que el poeta del Bronx se dispusiera a hablar de la Sevilla que estaba yo viendo aquel día.
Y vi también una niña bellísima con un globo azul y rojo y un traje adornado con faralaes, y verla me trajo lentamente la dolorosa memoria de mi hija Nora, y muy poco después, también con lentitud, el recuerdo de la hija de Weldon Smith, a la que había visto varias veces cuando acompañaba a su padre al hospital y ella se dedicaba en el patio central a mandarles sonrisas a los pobres enfermos. Recordé el hospital, recordé a Nora, recordé a la hija de Weldon Smith y a Weldon Smith mismo, todo lo recordé de golpe cuando, poco después, entré en la catedral, me senté en un banco y asistí a misa. A diferencia de mi anterior visita, esta vez el templo estaba muy lleno. Me pareció de pronto que un feligrés que tenía al lado me preguntaba de dónde venía mi pasión por desaparecer. ¿Había regresado Dios a la tierra después de que lo dieran por muerto, o era una impresión equivocada como la que había tenido yo un día en lo alto de la torre de Montaigne? Miré bien al feligrés y no me pareció que me hubiera dicho algo, lo que, de entrada, significaba que no era Dios, sino un simple feligrés. Tiene que ser un alivio para este hombre no ser Dios, pensé.
—¿De dónde viene tu pasión por desaparecer? —oí que volvían a decirme.
Miré de nuevo al feligrés. Ahora estaba de rodillas, sumergido en sus oraciones, impenetrable, como si se hubiera dado cuenta de que estaba controlándole. Es holandés, pensé. Todavía ahora no sabría decir por qué pensé que era holandés, tal vez porque volví a recordar los cuadros de iglesias vacías del pintor holandés Saenredam. En todo caso, no había sido él quien me había hecho la pregunta. Tampoco Dios. ¿Era Ingravallo? ¿Era el fantasma de La Cartuja? ¿O tal vez el fantasma de la cuna del ensayo?
Estuve allí en la catedral un largo rato sin poder quitarme de la cabeza una escena que hacía tiempo que no recordaba y que me acompañó el resto del día y de forma ya obsesiva seguiría acompañándome incluso cuando el avión, esta vez sin escalas, me devolvió a Lokunowo ese mismo día por la noche. La escena recordada se erigió en el último recuerdo de ese país al que no pensaba en la vida ya volver, el último recuerdo que iba a quedarme de España y de sus patituertos y patibularios fantasmas monárquicos, independistas, liberales, republicanos, católicos todos.
Ese recuerdo sería ya para siempre el recuerdo del momento en la catedral de Sevilla en el que recordé una tarde de invierno, perdida ya en el tiempo, una tarde en Barcelona en la que mi mujer y yo hablábamos distraídamente de amigos que eran o no escritores, y nuestra hija Nora, con tres años, nos escuchaba algo más que atentamente, hasta que cerró los ojos, y luego nos miró de una manera extraña, y nos asustamos. Parecía que quería decirnos algo.
—¿Y qué soy yo? —nos preguntó de golpe.
No dijo quién soy yo, sino qué soy yo.
No sabíamos qué hacer, qué decirle, qué ser nosotros.
—Eres una niña —le dije finalmente.
Tenía los ojos cada vez más desorbitados. Y bebía un refresco.
—No, ¿qué soy yo? —dijo muy excitada, y estaba a punto de romper a llorar.
—Ya te lo explicaremos otro día —dijo su madre.
—No, ¿qué soy yo? —insistió.
Su gravedad petrificaba. Y el refresco, en aquellas circunstancias, parecía de una banalidad infinita.
También con el recuerdo de una hija se pueden quemar las naves. Al regresar a Lokunowo, fui muy consciente de que atrás quedaba para siempre la tierra natal. Atrás quedaban muchas nubes negras y quedaba Ítaca, ligada ahora tan sólo al recuerdo de una tarde de invierno y a la pregunta de una niña muerta. Delante quedaban los países extranjeros y los manicomios, la nieve sobre las tumbas verticales, el movimiento perpetuo y la constancia del viaje interior en uno mismo, la expedición hacia el fin de la noche y el deseo de viajar sin retorno.
REALIDAD
Con la misma puntualidad con la que ha llegado el invierno astronómico a Lokunowo, es decir, a las 14 horas y 42 minutos, ha entrado en todos los teletipos del mundo, hoy 21 de diciembre, la noticia de que el Ejército Islámico de Irak ha comunicado a la cadena Al Yazira que ha liberado a Christian Chesnot y George Malbrunot, los dos periodistas franceses secuestrados en agosto en Irak. Al Yazira ha entregado a los dos periodistas a la embajada de Francia en Bagdad.
Qué buena noticia para Humbol, he pensado inmediatamente. Yo ahí, en ese tipo de noticias, ya me pierdo, me desborda la realidad. Todo eso que pasa por ser la realidad he hecho muy bien en cedérselo a Humbol porque es endiabladamente complejo y engañoso y, además, me aparta, con innobles movimientos, de la verdad.
VERDAD
Contemplo el momento de la liberación de los dos periodistas franceses como si lo presenciara en un gran teatro en cuyo escenario hay un telón de fondo con un cielo pintado y reina la claridad de una mañana al aire libre. Pero la mañana es engañosa porque, casi inmediatamente después de la liberación de los periodistas, oscurece en plena escena, quiero decir que cambia el decorado. Con este tipo de ilusiones teatrales nada complejas, lo mejor que uno puede hacer es observarlo todo sin demasiada ansiedad, sabiendo que forma parte de las reglas del juego dramático. Ahora bien, siempre llega un momento en el que uno ya no puede más de tanto engaño y se cansa de la tramoya mediática y quiere conocer la verdad. Entonces, tratando de acercarse más a esa verdad, uno se dirige hacia el fondo del escenario y, como si fuera el mismísimo Kafka, «corta la lona, pasa entre los jirones de cielo pintado y por encima de unos escombros y huye a la callejuela real, húmeda, oscura y estrecha, por cuya proximidad al teatro sigue llamándose calle del Teatro, pero que es verdadera y posee toda la hondura de la verdad».
Estoy seguro de que, aunque se diera el caso de que fueran sólo verdades indefinidas, la búsqueda no carecerá de sentido. El viaje será largo, pero digamos que ya estoy fuera del teatro, en la callejuela real, húmeda, oscura y estrecha. Esa callejuela es el mejor atajo que conozco para llegar a la misteriosa calle única de mi vida. ¿Acaso es la verdad sobre mi vida lo que realmente quiero investigar? ¿O es la calle de la verdad la que me interesa? No sé, sigo andando por la callejuela húmeda y oscura. Y no olvido que para adentrarme en la verdad necesito desaparecer de verdad.