Decidí tomarme unas vacaciones de tres días. Me dije que cuando uno lleva ya un razonable tiempo afincado en una ciudad, lo normal es que de vez en cuando salga de vacaciones. Me fui a Sevilla en busca de esa normalidad. En la mañana del 15 de diciembre, a una semana del solsticio de invierno, salí de Lokunowo en avión de Iberia y, tras una escala en Tenerife que iba a ser breve y «por problemas técnicos» se prolongó quizás demasiado, aterricé en Madrid, donde pasé la noche en la plaza de Santa Ana, en el Hotel Miau, un hotel cuyo nombre parecía inventado y quién sabe si fue por eso por lo que me decidí a pedir habitación en él. Me costó dormirme y sólo lo logré por el método de imaginarme variadas situaciones en las cuales yo tomaba un taxi en el aeropuerto de Barajas y al dar la dirección y el nombre del hotel, más concretamente al decir Miau, los taxistas me tomaban por un bromista o por un loco.
A la mañana siguiente, tomé el AVE en Atocha y me planté en poco tiempo en Sevilla, donde traté de averiguar qué sentía uno al llegar con la máxima puntualidad, pero con un año exacto de retraso, a una cita en La Cartuja de Sevilla.
¿Y qué sentí? La lejanía de la ciudad, La Cartuja no está precisamente en el centro de Sevilla. Y un cielo cubierto con frío intenso y aguanieve. Y, por encima de todo, nadie alrededor, ni una sola persona a la vista. Yo completamente solo, abrigado con dos bufandas, en la puerta del Monasterio. ¿Se llega tarde a una cita cuando se llega a las ocho en punto, a la hora convenida, aunque exactamente un año después? Sí, se llega tarde, se llega muy tarde. Y, además, aparece un fantasma. Al principio, viéndole en la lejanía acercarse lentamente, me pareció que era el fantasma de mí mismo en fuga sin fin. Cuando lo tuve ya más cerca me pareció que caminaba como siempre había pensado que caminaría el doctor Ingravallo si caminara. Y en ese momento me acordé de cuando, siendo un escritor principiante, no sabía yo cómo hacer verosímil la aparición repentina de un fantasma en mi escritura y le había pedido consejo a Bernardo Atxaga, que me había dicho que era muy sencillo, bastaba con hacerlo aparecer.
Cuando en la puerta de La Cartuja el fantasma se situó ya muy cerca de mí, pude ver que carecía de rostro. Me habló, arrastró mucho la voz para decirme: «Para desaparecer tiene que haberte visto antes alguien.» Y, aunque con algunas dudas, me pareció que su voz era la misma que tenía el doctor Ingravallo aquel día en que su voz sonó como la de un amigo mío muerto. Siguió arrastrando la voz para hablarme brevemente del poeta Nicanor Parra y de la falta de un rostro con el que podamos identificar a Hamlet.
Le pregunté al fantasma dónde vivía. «Domicilio indeterminado», dijo con sequedad, y luego se rió con una risa que me pareció que me era muy familiar, lo era pero al mismo tiempo era extraña, como la que sólo puede producir alguien sin pulmones. Aumentó la fuerza del viento y sentí más frío. «Para poder ver el mundo, el poeta debe tornarse invisible», me dijo. Y en esta ocasión ya no tuve duda alguna, reconocí plenamente la voz del amigo. «Para poder ver el mundo, el poeta debe sumirse en el anonimato», añadió. Y poco después desapareció.