Una semana después, por la mañana, me encontré a Humbol en la calle, y no puedo decir que fuera un encuentro muy casual. Según él mismo me dijo, llevaba un par de horas dando vueltas por los alrededores de mi hotel. Había pensado que si se cruzaba conmigo me contaría el último rumor que circulaba por París. Un amigo de la rue Oudinot le había dicho que se sospechaba que dentro de la embajada siria de la rue Vaneau había camuflada otra embajada, la de Swazilandia. «¿Sabe de qué país le estoy hablando?», me preguntó. «Pues no, ni siquiera sé si realmente existe Swazilandia», le dije. Humbol sonrió. «Y menos aún si está riéndose usted de mí», añadí. «Está al lado de Sudáfrica, tiene un rey negro muy déspota que lo gasta todo en mujeres y coches lujosos. La capital se llama Mbabane, o algo parecido. El país tiene una deuda externa impresionante. Y no publican libros.» Esto último me hizo reír.
«Es difícil creer que la embajada de un país de pandereta esté dentro de la embajada de Siria, muy difícil», le dije sintiendo que se habían invertido los papeles, pues ahora era yo el que se sentía inesperadamente algo agobiado por su compañía y él quien me perseguía. ¿Por qué «el gran escritor» se dedicaba ahora a contarme una historia más bien inverosímil sobre la rue Vaneau? ¿Qué significaba aquel interés cada vez más grande por esa calle?
Volvió a la carga. «Mi amigo, el hombre de la rue Oudinot, se ha dado una vuelta por su rue Vaneau y ha tomado fotografías de algunos de los edificios de la calle. Se ha jugado literalmente el pellejo, porque hay lugares que parece algo arriesgado fotografiar y allí, además, como usted bien sabe, hay mucha policía. Ha fotografiado la embajada de Siria, por ejemplo. ¿Quiere saber qué más ha fotografiado? Pronto lo podremos ver, me ha dicho que me lo enviará muy pronto por correo.»
Esa historia de su amigo de la rue Oudinot tenía más trazas de ser cierta y le dije que sí, que de acuerdo, que me dijera qué había fotografiado su amigo. En el fondo, no dejaba de estar yo bastante sorprendido ante la noticia de aquel imprevisto reportaje fotográfico de mi calle.
El hombre de la rue Oudinot, al que le encantaba jugar a ser un detective privado, se había vestido de tal, con gabardina y sombrero de fieltro, como si fuera Alain Delon en aquella película de Melville titulada El samurai. Se había disfrazado de hermético asesino a sueldo y, armado con su pequeña máquina Olympus, se había paseado por toda la rue Vaneau. Había fotografiado, además de la embajada siria, la casa de Gide, la misteriosa mansión de las sombras inmóviles, la farmacia Dupeyroux, la entrada a las oficinas de la empresa Mortis, la fachada de la casa de Marx, el Hotel de Suède, la ventana de la casa de la planta baja en la que había vivido Bove y donde ya seguramente no vivía la señora Signoret porque en el centro mismo de esa ventana había una pegatina infantil y un nombre. Una niña tenía allí su cuarto de juegos.
«Pronto llegará la foto y podremos ver esa pegatina. Es una manzana», me dijo Humbol, con una ternura que juzgué exagerada. «Le agradezco su interés por la calle, pero creo que no debería haberse molestado tanto», le dije. «Pero es que no ha sido una molestia. Mi amigo de la rue Oudinot, por ejemplo, lo ha pasado muy bien, le gustan los riesgos y pasó un momento muy interesante cuando fotografió la ventana con la manzana, pues estaba casi seguro de que podían confundirlo con un pedófilo.»
De todo lo que el detective-fotógrafo había registrado llamaba la atención —y yo debía saberlo cuanto antes— la desaparición del vestíbulo del Hotel de Suède, que ahora estaba en obras. Permanecía en pie sólo la recepción, pero el hall había sido puesto patas arriba y unos obreros trabajaban en su renovación. Los obreros, con el consiguiente peligro para el detective de la rue Oudinot, habían sido también convenientemente fotografiados. No me conmocionó, pero me dejó tocado saber que habían desaparecido de aquel vestíbulo las vitrinas que exhibían libros y que yo tan estrechamente ligaba a mi infancia y al cine Chile de Barcelona donde anunciaban la programación de las semanas siguientes en vitrinas parecidas y también ya desaparecidas.
Poco a poco fui comprendiendo de dónde procedía todo ese repentino y curioso interés del doctor Humbol por mi rue Vaneau. Él mismo fue explicándomelo. Ya no escribía, no lo hacía desde hacía quince años y no pensaba regresar a la escritura, pero le divertía «ir investigando, con la impagable ayuda de su amigo, sobre la rue Vaneau». Había renunciado a escribir, pero no se reprimía demasiado a la hora de «escribir en la vida». En lugar de pulsar las teclas de una máquina eléctrica, soltaba en la calle o en su casa palabras, frases, párrafos enteros, y todo sin necesidad de tener que imprimirlo. Me había tomado como personaje de una novela que él escribía tan sólo en la vida y que giraba en torno a los misterios de la rue Vaneau, esos misterios a los que yo había tenido el detalle de acercarle. Gracias a lo que le había contado en mis dos visitas sobre esa calle, había perdido su apatía de los últimos tiempos y se le había ocurrido una historia de ficción en torno a mí y a la rue Vaneau, aunque era una historia sólo para escribirla en el viento o en el aire, porque en cuartillas no pensaba hacerlo jamás.
Aunque pueda parecer extraño, todo esto no pudo parecerme más oportuno y maravilloso. Su repentino y peculiar regreso a la escritura me iba de perlas, pues traía consigo una grandísima y repentina liberación. Y es que vi inmediatamente con toda claridad que la recuperación por parte de Humbol de la imaginación narrativa me liberaba a mí de la mía y permitía que pudiera yo volver a sentir la misma sensación salvadora de aquel día en que un viajero me arrebató un taxi en la estación de Santa Justa de Sevilla y repentinamente me dejó descargado de ciertas responsabilidades y obsesiones.
Puesto que Humbol se hacía cargo de ellas, ya no sería necesario que me viera obligado a imaginar mis historias, y menos aún a contármelas a mí mismo. Podía dedicarme con más tranquilidad que nunca a lo microscópico y lo ensayístico, en definitiva a mis prosas breves.
Era perfecto. Humbol había tenido la gentileza de robarme el mundo de la ficción. No podía yo sentirme más agradecido por su gesto. A partir de aquel momento, podría dedicarme a lo que realmente me interesaba, que era escribir muy de vez en cuando en mi cuaderno, pero sobre todo podría dedicarme a ciertas investigaciones sobre la verdad que, en forma de prosas breves, trasladaría esporádicamente, con mi letra cada vez más mínima, a mis papelillos.
Sentí un agradecimiento infinito hacia Humbol confiando, eso sí, en que su recién inaugurada tendencia pegajosa no la llevara demasiado lejos.
«¿Cómo imagina usted la rue Vaneau desde aquí?», me preguntó Humbol acercándose demasiado a mí.
Me aparté, casi con ganas ya de irme.
«Quite, quite», dije, pero creo que no me oyó. «Invente usted», estuve a punto de decirle. Pero vi su desolada expresión y me dio pena. Decidí contestarle. No tuve que pensar demasiado.
«Pues mire, la imagino como un paisaje urbano en silencio. Claroscuro e inmovilidad a la espera de una catástrofe.»
Se le animó el rostro. Me quedé con ganas de decirle que era perfecto que fuera él quien, a partir de entonces, cargara esencialmente con las ficciones sobre esa calle de París, esas ficciones nacidas de la realidad. Me habría gustado decirle que si él se ocupaba del factor imaginativo, yo podría dedicarme por fin a la verdad, a la búsqueda de la verdad, normalmente escondida detrás de la realidad y también de la gran mayoría de las ficciones.
Por la noche de aquel día, ya en la cama, me dormí diciéndome que me dedicaría a ese tipo de verdad indefinida a la que esperaba aproximarme a través de la intuición, pero sólo para ir más allá de ella, de la intuición. Más allá. Me acordé de aquello que decía Schönberg: «Quien quiera ir más allá deberá desaparecer.» Apagué la luz.