Fue el día 8 de este mes, diciembre. En la televisión del Li Astol dijeron que aquella mañana un ciudadano sirio había sido detenido en Irún, en el País Vasco, por su relación con los islamistas implicados en la matanza de Atocha. Yo había parado en el Li Astol a tomar un café y a prepararme psicológicamente para la nueva visita que tenía que hacerle a Humbol. En quince minutos me esperaba en su casa.
Al oír la noticia de Irún, me dije enseguida que difícilmente en los siguientes días iba a poder disociar los dos hechos, la noticia y mi nueva visita a la casa del doctor. Y así es ahora. No puedo disociarlos. La realidad me turba, se interfiere —sobre todo si la creo procedente o conectada con la rue Vaneau— en mi vida de pacífico ciudadano normal que vive una nueva vida aquí en Lokunowo, donde me hago fuerte en el anonimato, pero sin poder evitar que mi rostro se contraiga sospechosamente cuando oigo algo que relaciono con la rue Vaneau y que me da motivos para sospechar de la realidad y preguntarme cuál será la auténtica verdad de fondo, la que sin duda ha de encontrarse detrás de esa realidad tan cómplice de las apariencias y de las luces falsas.
Al escribir esto, me digo que es probable que esté bajo la influencia de aquello que, posiblemente con toda la razón del mundo, me dijo Humbol en mi primera visita a su casa: «Lo que más me gusta de su micrograma es que para usted lo que cuenta no es la realidad, sino la verdad.»
En fin. El doctor Humbol me abrió ese día, por segunda vez en pocos días, la puerta de su casa. Iba en bata y llevaba el pelo bastante revuelto. También él parecía estar revuelto. Al ver que le miraba de arriba abajo, me dijo: «La genialidad está en la gordura.» Pensé que estaba de buen humor, pero a continuación puso cara de pocos amigos. «Malas pulgas del gordo», dijo hablando ridículamente de sí mismo. Y, luego, la expresión de su cara se volvió rabiosa. Trataba seguramente de recordarme que se había pasado la semana entera resistiéndose a recibirme.
«Pase, pase, Pynchon», me dijo de muy mala gana. Pronto vi que en esta ocasión estaba solo. «¿A qué viene tanta insistencia en querer verme?» Pasé a explicarle que había ido allí buscando que fuera tan amable de tener la paciencia de escuchar la lectura de siete prosas experimentales, siete breves y nuevas Tentativas que acababa yo de escribir. Le pedí que fuera comprensivo conmigo, que entendiera que el cese de mis actividades como psiquiatra me había abierto nuevos horizontes vitales y había hecho que me interesara por los ejercicios literarios. Sólo iba a robarle unos minutos y su opinión iba a ser extraordinariamente valiosa para mí.
Entre otras cosas, creía yo con esto que así reforzaba ante todo Lokunowo mi identidad de psiquiatra, pues estaba casi seguro de que todo Lokunowo se enteraba de lo que pasaba en la casa de Humbol. «¿Siete tentativas? ¡Pero vaya pesadez!», dijo Humbol, invitándome a continuación, con cierto aire de fastidio, a sentarme en el amplio sofá de la sala de estar. Le mostré mis papeles, hice que viera que no contenían demasiadas palabras. «Uf, qué punta más fina tiene su lápiz. Y qué pequeña la letra, Dios mío», dijo. «Son sólo siete prosas breves, ya ve, Siete tentativas suicidas, así las llamo, son muy cortas, no le ocuparán mucho tiempo», dije.
«Ya sólo faltaba que fueran suicidas», comentó con notable sarcasmo. Y encendió un cigarrillo. Al igual que en mi anterior visita en la que había sacado un puro habano, tampoco en esta ocasión me invitó a fumar. «Venga, le escucho. Cuanto antes acabemos, mejor», dijo, y me pareció que era demasiado exagerado y algo teatral su enfado y que tal vez lo extremaba a propósito. Se me ocurrió pensar que con su cara de enojo tal vez trataba de disimular su modesto entusiasmo al ver que, a pesar de que llevaba quince años siendo un escritor en crisis, aún despertaba el interés de los principiantes en el arte de la escritura. ¿Y si al final resultaba que hasta le hacía ilusión que le pidieran consejos literarios cuando era un escritor que había iniciado su declive hacía años?
Le leí la tentativa que tenía a Singer como protagonista y, al levantar la cabeza para ver su reacción, vi que me estaba mirando estupefacto. Luego, se le escapó una misteriosa risa. «Siga, siga con la Segunda tentativa», me apremió. Al bajar la cabeza para leerle mi segundo papelillo, me di cuenta de que yo me estaba pareciendo cada vez más al profesor Morante, que en Nápoles me leía microensayos. ¿Cómo era posible que me hubiera ido convirtiendo en un espejo del profesor? Encontré enseguida justificaciones. La soledad, pensé. Y la necesidad de hablar de Bove y así sentirme cerca de la rue Vaneau.
Segunda tentativa suicida acabé saltándomela, sin que aparentemente él notara nada. Acabé no leyéndola, pues me pareció que de alguna forma el breve texto daba pistas y delataba demasiado que yo no era un principiante, sino un escritor que había ido a Lokunowo a esconderse y que, habiendo hecho tabla rasa de toda su obra anterior, se había puesto a escribir como si nunca lo hubiera hecho o estuviera recomenzando de nuevo, se había puesto a escribir lo que escribiría si escribiera, tal vez tratando de poner en marcha una literatura hecha de miniaturas, fuera del alcance ya de todo público (salvo de Humbol, al que había decidido convertir en mi último lector), una literatura privada, secreta y robustamente nueva, experimental, no profesional, una narrativa muy breve y muy próxima a lo ensayístico. Ahí era nada haber logrado que la escritura se me hubiera vuelto tan residual como profundamente liberadora.
Pasé a leerle Tercera tentativa suicida, en la que hablaba en abstracto de cómo desprenderse del agobio de la identidad de escritor y proponía un rechazo radical de la fama y del mundo de las vanidades literarias y sugería a los nuevos literatos que se dedicaran a no tener rostro, a carecer de imagen lo máximo posible, a concentrarse en lo estrictamente literario, a concentrarse en el trabajo de la escritura en sí. Y citaba a Descartes, que sitúa al sujeto en el centro de su filosofía y que en los últimos párrafos del Discurso del método dice que quiere que su obra sea leída y saber lo que piensan los lectores, pero no destacar, porque la fama es «contraria al sosiego, que tengo en más que todas las cosas», por lo cual «agradeceré que me dejen vivir con toda libertad».
Cuarta tentativa suicida era un tímido homenaje a Angelo Scorcelletti y en ella se decía que leer a este autor, fiel discípulo de Blanchot, era como dejarse abducir por un vértigo verbal que conducía a la desaparición, a la fascinación ante la nada y la muerte, a la negación de todo, que en el fondo era la única forma de afirmarse ante la negatividad del mundo actual y ante esa falsificación de la literatura que todo lo anega en estos tiempos oscuros en los que nos ha tocado vivir.
Quinta tentativa suicida era un verdadero tour de force (entre otras cosas porque estaba escrita en un reducidísimo espacio, en el reverso de la tarjeta personal del doctor Monteiro) y sin duda la pieza más ensayística de todas. Giraba en torno a la naturaleza solitaria de la creación artística y al hecho de que, a diferencia del grosero y tan dibujado Quijote, el misterioso Hamlet seguía sin poder ser identificado con rostro alguno, lo que le convertía en el verdadero hombre moderno de nuestro tiempo.
Sexta tentativa suicida era un homenaje a Walser y hablaba de mi método del lápiz (escribir con la conciencia del principiante y hacerlo con lápiz en papelillos y que la duración del texto se acoplara a la hoja que le servía de soporte) y de paso hablaba también de mi admiración por aquellos escritores ya reconocidos que en un momento determinado de su vida habían conseguido eclipsarse con gran perfección, embozados en sus propias palabras, satisfechos de su invisibilidad.
Finalmente Séptima tentativa suicida hablaba, ya sin tapujos, de escribir para desaparecer: «La historia de la desaparición del sujeto en Occidente no comienza con el nacimiento del sujeto ni termina con su muerte, sino que es la historia de cómo las tendencias del sujeto occidental a autoafirmarse como fundamento le conducen a una extraña voluntad de autoaniquilación, y de cómo esas tentativas suicidas son a su vez intentos de afirmación del yo.»
«¡Acabáramos! Las tentativas son todas intentos de afirmación de su yo», dijo Humbol con una risita y un aire de fastidio que me pareció impostado. No supe qué decirle. Aunque estaba yo orgulloso de mis Tentativas (y lo sigo estando ahora en el momento de escribir esto, porque creo que me abren un horizonte de microscópica escritura libre para los próximos años), me sentía ante el gordo Humbol como si yo fuera el profesor Morante de Nápoles, y eso propiciaba que abrigara cierto complejo de inferioridad.
Me miré en el antiguo espejo de pie que había al lado del sofá y me vi algo ridículo allí con mis papelillos y mi ilusión de novato. ¿Adónde quería llegar?
Inesperadamente, Humbol me ofreció un cigarrillo, que acepté, aunque no me puse a fumarlo, se quedó entre mis manos y no sabía qué hacer con él, vi que estaba yo mucho más nervioso de lo que creía. Terminé colocándome el cigarrillo en la oreja.
«Mire», me dijo entonces Humbol, «usted parece un buen catalogador de los males que aquejan a los escritores famosos, pero se le ha escapado uno. Y es un mal que tarde o temprano nos llega a los escritores con imagen pública, como es mi caso. Nos llega el día en que, a modo de castigo por haber alcanzado cierta fama, una serie de escritores principiantes nos buscan para que leamos o escuchemos sus deprimentes escritos y demos nuestra opinión sobre sus desastrosas obras.»
Decidí no darme por aludido porque intuí que, de hacerlo, estaba perdido. Humbol, que me miraba sonriente, sacó de pronto de una caja de ébano un papel de fumar y me lo ofreció, como indicándome que a pesar de que fuera tan minúsculo (o precisamente por eso) lo utilizara para una nueva tentativa suicida. «Con esa letra tan pequeña, pequeñísima que usted hace, ahí cabe todo, puede escribir una novela en un papel de fumar», me dijo. Simulé que no era consciente de la provocación y pasé a hablarle de lo provechosa que me había resultado la lectura de Mis amigos, de Bove. Supuse que por ahí nos acercaríamos a la rue Vaneau, y no me equivoqué. Es más, me pareció observar que Humbol se animaba repentinamente, como si la rue Vaneau le diera vida, como si se la hubiera dado ya desde el momento mismo en que por primera vez le había hablado de ella. Suponer que eso podía ser cierto me dio ánimos para continuar. Dimos un breve rodeo verbal y desembocamos en la calle de París que casi tan inadvertidamente se había ido situando, junto a Siria, en el centro de mi vida.
Comenzó entonces Humbol a contarme, con reprimido entusiasmo, que el escritor Emmanuel Bove había sido vecino en la rue Vaneau de un interesante pintor, Émile Artus Boeswillwald, que tuvo su taller en esa calle hasta el día de su muerte. Según Humbol, ese pintor era la persona más famosa de todas las que hasta la fecha habían muerto atropelladas por un coche en la rue Vaneau. Había sufrido ese accidente un 20 de marzo de 1935 al salir de su taller y siempre se había especulado con la posibilidad de que el bueno de Bove, si no se hubiera trasladado a vivir al boulevard Raspail, tal vez habría podido salvarle, pues en más de una ocasión le había ido a buscar al taller para ir a comer y no era difícil imaginar el manotazo providencial de última hora que habría podido darle el joven Bove dejándole lejos de las ruedas del criminal vehículo.
Dicho esto, Humbol sonrió. No sabía yo muy bien si había inventado la figura de ese pintor accidentado, pero pensé que averiguar aquello no era lo más urgente. «Le veo tan enredado con la rue Vaneau y con las coincidencias que registra en esa calle que no le recomiendo que se acerque por ella el próximo 20 de marzo, cuando se cumplan setenta años del atropello de Boeswillwald. Podría ser también el día de su muerte», dijo de pronto Humbol con evidente sorna, seguramente divirtiéndose a mi costa. ¿Me veía ya como a un pobre hombre melancólico que vivía atado a la necesidad de oír noticias relacionadas con una calle de París?
Como no quería abandonar la conversación sobre la rue Vaneau, le pregunté si se podía visitar el apartamento que había tenido Bove en el número 1 bis de esa calle. El doctor Humbol, que no estaba esperando precisamente esta pregunta, reaccionó con rapidez. «Yo lo he hecho», dijo, «ahora vive ahí una tal Signoret, una señora que niega a los lectores de Bove que éste hubiera vivido en la rue Vaneau, no sé por qué lo niega. Lo cierto es que ese pequeño apartamento o rez de chaussé está un tanto apolillado y cantarín.»
¿Cantarín? Aumentó mi sospecha de que el doctor Humbol podía estar jugando o inventando. «En realidad», me dijo, «no llegó Bove a estar ni un año en ese espacio hoy en día tremebundo. La señora Signoret lo ha atiborrado de pájaros que cantan y de papagayos que berrean en unos pocos metros cuadrados que deberían hoy conservarse como un santuario de la literatura, con placas recordatorias que dijeran que ahí jugaron en 1928 al ajedrez el gran Gide y el pequeño Bove y que éste siempre se dejaba ganar porque sentirse herido por una derrota, fuera ésta la que fuera, no le preocupaba nada.»
Unos minutos después, cuando reapareció el tema casi obsesivo de Émile Artus Boeswillwald, describió a éste como a un hombre que iba siempre cubierto con una gorra roja, que usaba gafas de montura metálica y bigote. Si no me equivocaba yo mucho, ¿no era así como los detectives que tratan de descubrir el aspecto actual de Pynchon dicen que se disfraza el escritor cuando va de compras por Nueva York? ¿De nuevo se reía Humbol de mí? ¿O estaba intentando contarme, con toda la seriedad del mundo, que Pynchon había muerto atropellado en 1935 en la rue Vaneau? Ahí, con todas esas cuestiones, creo que me volví medio loco. No sé. Pasé a pensar como si fuera yo tan o más paranoico que el mismísimo Pynchon, un paranoico importante. ¿No formaría parte Humbol de la organización, no sería uno de los integrantes de las fuerzas invisibles que, según el falso Pynchon de hoy (que haría años que habría usurpado la personalidad del pintor atropellado al salir de su taller), controlan nuestras vidas y urden tramas secretas y bélicas desde el subsuelo de algunas calles del mundo, la rue Vaneau entre ellas?
Parecía todo esto demasiado paranoico y demasiado sencillo a la vez. Por ejemplo, si uno se ponía a pensar en el 20 de marzo, es decir, en la fecha del atropello del pintor Boeswillwald, observaba que era la misma que la del comienzo de la segunda guerra de Irak en 2003. Resultaba tan preocupante ponerse a pensar que todo estaba muy relacionado que era preferible tranquilizarse y ver al gordo Humbol como lo que, dadas las circunstancias y las repentinas paranoias pynchonianas, yo prefería que fuera: un gordo sin misterio, que fumaba habanos y había escuchado con relativa paciencia mis Tentativas.
Le miré y, viéndole tan a gusto, volví a preguntarme si no sería que el tema de la rue Vaneau, por motivos que se me escapaban, estimulaba la imaginación de Humbol. Parecía divertirse inventando vecinos de esa calle. ¿O no los inventaba? Comenzó a decirme que Émile Artus Boeswillwald había sido el primer maestro de Camille Claudel, la bella escultora que fuera amante de Rodin y que, al igual que Robert Walser, vivió una gran parte de su vida encerrada injustamente en un manicomio. «La mujer más genial de su época», me dijo Humbol, y pasó a contarme que Boeswillwald había sido el primer maestro de aquella mujer eso sí, a diferencia de su discípula, fue un artista conservador, un pintor intimista que proponía algo que hoy desde luego no se lleva, una pintura llena de emoción y sensibilidad. Lo arrolló un coche a la altura del número 50 de la rue Vaneau, justo delante de donde hoy está el centro de relación cultural franco-indio, que, por cierto, él había frecuentado bastante cuando vivía en París. Allí trabajaba Rose, una amiga norteamericana de origen indio, una chica que había nacido en Lucknow, ciudad de nombre tan parecido al de mi querida Lokunowo. «Usted tal vez no lo sepa, pero fui yo el que decoró las habitaciones de su hotel, el Lubango. Sin ir más lejos, llené las paredes con fotografías de Lucknow hechas por Rose. En su habitación debe usted tener alguna. ¿Se ha fijado en eso?» Le dije que sí y que en su momento me había parecido francamente divertida y muy «gramatical» la ocurrencia del oscuro decorador de mi estancia.
Un círculo más que se cerraba, pensé. Y otro que se abría, porque ahora sabía que, por muy sorprendente que me pareciera, la fotografía de mi cuarto de hotel estaba directamente conectada con la rue Vaneau. «Qué pequeño es el mundo», dije, e inmediatamente vi que a Humbol le parecía que había dicho una tontería. De pronto, pasó a mostrarse algo ligeramente agresivo. «Su sosías Pynchon puede sentirse bien orgulloso de usted. Casi le supera en su obsesión por conectarlo todo», dijo. Comenzó a darme a entender que debía dejarle solo, pues tenía mucho trabajo. ¿Qué clase de trabajo? No quiso contestarme. ¿Decoraba algún otro hotel? Me lanzó una mirada terrible. Tratando de retrasar mi salida de la casa, probé a despistarlo cambiando la dirección de nuestra conversación. Volví a asumir plenamente el papel de escritor experimental y principiante.
«¿Cuántos premios ha ganado?», le pregunté.
«¿Quién? ¿Yo? Ninguno.»
«¿Qué piensa de ellos?»
«¿De los premios? Me gustaría ganar uno que tuviera una buena dotación económica. Pero como no escribo…»
«Usted le da mucha importancia a la invención en la literatura. ¿Cree que está muy ausente en los otros escritores de su generación?»
«¿Qué es esto ahora, una entrevista? Oiga, no lo sé, porque no leo a mis contemporáneos.»
«O sea, usted no está al día de lo que se publica.»
«No, para nada. Por eso, en el caso de que volviera a escribir, jamás le pediría a nadie que me leyera a mí. Yo no soy como usted, mister Pynchon.»
Se puso en pie de repente y me dijo que otro de los problemas de no ser un Salinger («que había sabido protegerse de los curiosos extraordinariamente bien») era que todo el mundo creía que podía entrevistarle. «Y yo no tengo nada especial que decir. Si me pongo a hablar tengo que decir las frases que dice cualquier hijo de vecino. No soy original, ni un ser extravagante, soy un hombre que se ha casado dos veces, que tiene tres hijos y ahora una amante, ya la vio usted el otro día. Me gusta el cine y el teatro, y ya no escribo. Llevo una vida de pequeñoburgués completamente asimilado por el sistema. Fui un pobre enfermero y mi temperamento es de pobre enfermero. Por eso vienen a que les cuide los desdichados escritores principiantes. Pero ellos no saben lo anodino que soy, aunque me parezca a Charles Laughton. Porque no crea que no sé que me parezco a Laughton. Sí, lo sé, me lo han dicho mil veces. Pero yo no tengo el ingenio de aquel merluzo. Carezco de todo interés, créame. Soy un pobre bobo al que le gusta Bove. ¿Lo ve? Soy un imbécil que no sabe hacer ni juegos de palabras. Desaparezca, Pynchon. Hágame el favor, desaparezca.»
Pasó a implorarme que me marchara. Que le despreciara si era necesario, pero que me fuera. «Pequeñoburgués completamente asimilado», repitió sonriente, como si le hubiera gustado haber dicho eso. Pero poco después, como si estuviera muy afectado, ocultó su rostro entre las manos y se quedó como alguien que está a punto de arrojarse al agua desde un puente. Me pregunté qué pasaría si en aquel momento, por ejemplo, entraba la negra Pamela en la casa y veía que yo había destrozado, dejado literalmente desesperado a su amante. Pero enseguida vi que nada de todo aquello era serio, se trataba simplemente de un intento de lograr que yo me fuera de allí lo más rápido posible. Como no me movía, dijo: «¿Lo ve? Éste es otro de los inconvenientes de las visitas de los principiantes. Uno acaba teniendo que echarlos por su propio bien, porque percibe que deberían estar estudiando o escribiendo en lugar de estar perdiendo el tiempo visitando a un viejo elefante que, encima, ya no escribe.»
Fue hacia la puerta. Un minuto más tarde, salía yo a la calle, y poco después oía el sonoro portazo. Me sentí de repente un poco aturdido y raro. Oí que detrás de mí se reabría la puerta y a continuación escuché —atronadora, terrible— la voz del doctor.
«Yo soy Nadie, ¿usted quién es?»
No me atreví a volverme, y ya no digamos a contestarle. Me fui de allí caminando de un modo extraño, posando el talón antes que la suela, como si fuera un negro. Seguía llevando en la oreja el cigarrillo no fumado.