Noviembre, día 19. Llegan noticias de la vida nueva del chófer sirio. Son muy parcas, pero no es cuestión de quejarse, pues aún podrían serlo más. Mohamed al Yundi, encontrado hace una semana en Faluya por las tropas norteamericanas, llegó ayer a Francia, acompañado de su mujer, sus dos hijos, de dieciocho y dieciséis años, y su hija, de quince. Al Yundi se limitó a decir que hacía ya más de un mes que los secuestradores le habían separado de los dos periodistas franceses y que sólo esperaba que todo acabara bien. No sé bien por qué, he retenido sobre todo el dato de que su hija tenía quince años. Como Nora, me he dicho. Y eso ha humanizado aún más la noticia del regreso del chófer a su casa.
He pasado la última semana leyendo a Bove. Después de la visita a Humbol, encontré Mis amigos en la librería Batangafo y encargué otros libros del autor. No tardaron mucho en llegarme varias novelas y una interesante biografía sobre Bove donde he podido confirmar que, en efecto, vivió en 1928 en la planta baja del 1 bis de la rue Vaneau.
Mi ejemplar de Mis amigos incluye una fotografía invernal en blanco y negro en la que se ve al Walser de la rue Vaneau con corbata, abrigo negro y elegante sombrero, posando junto a su hijita Nora en la que parece una terraza que da a un jardín. La foto es triste y, aunque no siempre, muchas veces, cuando la miro, creo ver un gran parecido entre Nora Bove y mi hija Nora Pasavento cuando ésta tenía los tres años que aparenta Nora Bove en la fotografía. Eso me conduce a una extraña desesperación. Nunca hasta ahora había sentido tanta desesperación al recordar a mi hija Nora, pero no quiero culpar de eso al pobre Bove.
A veces, cuando por la noche ando por el puerto de Lokunowo, camino como si fuera el hombre que sufría porque no tenía amigos, es decir, como si fuera Victor Baton, el antihéroe de Mis amigos. Camino como él y trato de inspirar compasión y, en cuanto veo que un paseante se aproxima, miro hacia las aguas profundas y luego oculto el rostro entre las manos. Normalmente, los paseantes me miran por unos instantes, pero luego siguen su paso, indiferentes.
Sin embargo, ayer se me acercó un pobre marino y me dijo: «Parece que quieres morir.»
«Mejor sería decir que quiero desaparecer», le contesté.
Caía la noche y había luna llena, y hasta se veía Sirio en el cielo estrellado de Lokunowo.
«Yo también quiero morir», dijo el marino.
«Mejor sería que probaras a desaparecer», le dije repentinamente enojado, pues me pareció que se había entrometido demasiado en mi vida. Había dejado de caerme bien aquel marino. Además, me hacía dialogar a base de fogonazos, como en los libros de Bove.
«Hay que morir», dijo.
«Hay que desaparecer», le corregí.
Y, lo más pronto que pude, me fui de allí.
Desaparecí.