24

Fue el día de octubre en el que dieron el Nobel de Literatura a Elfriede Jelinek. Por la tarde, en la tertulia me dediqué a leerles a los doctores ese tímido texto de escritor novato que había titulado Segunda tentativa de escribir lo que escribiría si escribiera. Todos, sin excepción, me escucharon como si la cosa no fuera demasiado con ellos. ¿Y qué esperaba yo? ¿Acaso no hacía ya días que había percibido que mis amigos psiquiatras actuaban con respecto a mí de la forma que en los últimos meses venía actuando todo el mundo, es decir, con una perfecta despreocupación por mi suerte? Pasé a verles como a unos seres despreciables, como a unos odiosos representantes de la monstruosa e indignante indiferencia que el género humano desplegaba hacia mí.

Me escucharon todos como si la cosa no fuera con ellos. Y, al terminar la lectura, el doctor Monteiro se limitó a decirme: «Mire, aquí nosotros no entendemos mucho de inquietudes literarias. No es nuestro campo (sic). ¿Por qué no visita al doctor Humbol y le muestra todos estos entrañables escarceos literarios? Él tiene un humor parecido al suyo y creo que, si se vieran, no les costaría nada entenderse.»

Lo sabía. Tarde o temprano iban a enviarme a ver al doctor Humbol, lo imaginaba, lo suponía, lo veía venir.

Nacido en 1937, Fernando Humbol no sólo es el decorador de mi cuarto de hotel, sino que, desde hace una infinidad de años, es el mejor escritor de esta ciudad (la verdad es que no hay muchos otros escritores más), aunque lleva sin publicar más de quince años. Hasta jubilarse, trabajó como enfermero (de ahí que muchos aquí le llamen doctor) en el Hospital de Santa Ana de la ciudad. Los orígenes de su prestigio literario tal vez proceden del elogioso prólogo que para su primera novela, La viuda Wycherly y el doctor Vavá, le escribiera su amigo (y en cierta forma colega en medicina) el otorrinolaringólogo y escritor portugués Miguel Torga. Ya en ese primer libro de Humbol, el humor y la imaginación campaban a sus anchas. De este escritor había yo leído ya algunas de sus extrañas novelas y, además, en la tertulia de vez en cuando lo citaban con meliflua admiración (aunque lamentando siempre su prolongado silencio de los últimos quince años), de modo que tenía la impresión de que tarde o temprano acabarían proponiéndome que le visitara. Y así acabó siendo. «¿Por qué no visita al doctor Humbol…?»

Y bien, ¿por qué no hacerlo? Recuerdo que por la noche, en casa, escribí en un papelillo: «Como no tengo nada mejor que hacer, he decidido que mañana iré a ver al doctor Humbol, un mito viviente de Lokunowo y decorador de este cuarto de hotel.»

Al día siguiente, con una carta de recomendación de los doctores Bodem y Monteiro y una cita previa que me había conseguido el doctor Bieto (familiar del escritor), me dirigí hacia el número 7 de la calle Brasia, junto a la plaza Lemos, que está a dos pasos del Barrio Alto, pero todavía en zona elegante o, mejor dicho, en la frontera misma entre las casas distinguidas y las del sector peligroso. En ese número 7 los Humbol, una familia muy conocida de Lokunowo, habían vivido desde principios del siglo XX. Es una soberbia mansión de cuatro plantas, de la que hoy en día sólo la planta baja sigue perteneciendo a ellos. En esa planta baja es donde vive el escritor, precisamente desde que se secara su creatividad, su famosa imaginación.

Recuerdo que, mientras me dirigía hacia la casa —Humbol me esperaba a las cinco en punto y había exigido que la visita tuviera sólo una hora de duración—, iba preguntándome qué podía decirle yo al escritor consagrado en cuanto estuviera ante él, y tan sólo se me ocurría esto: «Buenas tardes, soy el que trae estas cartas de recomendación de algunos psiquiatras amigos suyos.» No tardé en comprender que era ridículo presentarse de esa forma. Pero, entonces, ¿de qué otra manera podía hacerlo? ¿Debía ponerme a hablarle, por ejemplo, del doctor Kägi? ¿Y, por cierto, qué tenía yo que decirle del doctor Kägi? ¿Acaso inconscientemente deseaba que Humbol me acogiera en su casa por un tiempo? ¿Acaso confundía la casa del doctor Humbol con el manicomio de Herisau? ¿Debía preguntarle si era verdad, como se decía en Lokunowo, que llevaba quince años escribiendo una novela de más de diez mil folios? ¿O si era verdad que se había quedado sin ideas, víctima de la alta exigencia de sus primeras obras, tan minoritarias por otra parte?

Me asaltaron muchas preguntas (ninguna convincente) al tiempo que me decía que no tenía sentido visitarle, pero, aun así, seguí andando hacia su casa. Finalmente, decidí dejarme de tantos rodeos y de tan absurdas preguntas y temores y simplemente decirle a Humbol que yo había sido siempre un escritor principiante y ahora era un psiquiatra retirado que quería probar suerte en la literatura. Había ido a verle, le diría, para pedirle humildemente algún consejo sobre lo que había comenzado yo a escribir. Como llevaba en el bolsillo los dos papelillos con mis dos Tentativas, le preguntaría si podía leerle esos pequeños y breves, mínimos ensayos narrativos. Le pediría consejos, le diría: «¿Aprueba usted mi visión del mundo? Fui psiquiatra para ganarme la vida, pero en realidad siempre quise ser escritor para explicar que, aunque no entendamos nada, la literatura le da sentido a todo.»

Llamé a la puerta. Abrió el propio doctor Humbol. Era muy parecido a las fotos que había en las solapas de sus viejos libros. Recordaba al actor Charles Laughton, pero en más gordo, lo que ya es decir. Aspecto de hombre con la ironía siempre a flor de piel. «Me siento orgulloso de ser el único privilegiado que puede ver el verdadero rostro de mister Pynchon», me dijo de entrada. Estaba posiblemente ironizando, pero todavía no podía estar yo seguro de nada. «No es preciso que me haga ninguna reverencia», me atreví a decirle tratando de mostrarle que no me faltaba tampoco a mí cierto sentido del humor.

«Permítame que le diga que ser norteamericano le perjudica», me dijo entonces a bocajarro. Me desconcertó, no supe muy bien qué decirle. Acabé preguntándole por qué, por qué me perjudicaba ser norteamericano. «Porque si no lo fuera, si fuera, por ejemplo, ciudadano lokunowés, ya le habrían dado ayer el Nobel en lugar de dárselo a su traductora al alemán. Porque ¿ya lo sabe, no? Se lo han dado a esa austriaca que tiene un genio de erizo, su traductora.» Sonreí, algo confundido. «Otro año será», dije. Comenzó a dar vueltas alrededor de mí, a mirarme muy de cerca, casi a husmearme. «Quisiera plantearle sólo una cuestión, dígame simplemente si es Pynchon o Pinchon», dijo de pronto. Aunque capté perfectamente la diferencia entre su y del primer Pynchon y la i latina del segundo, no supe qué contestarle. De repente, se puso a darle instrucciones a una joven negra muy vistosa que en un primer momento, por su forma de ir vestida, me había parecido que era una camarera: «No quite el polvo de lo visible, Pamela. La casa está ya definida en su exterior. Intente limpiar el interior más interno. Busque esa trampilla que está en todas las casas de los escritores. Haga a conciencia su trabajo.»

Por supuesto que me parecieron extravagantes esas palabras, pero no puede decirse que me sorprendieran demasiado, pues recordaban mucho el estilo literario de Humbol. Por otra parte, pronto vi que todo tenía una (relativa) explicación. Pamela en realidad era su amante, y aquello era un juego entre ellos y simplemente lo que pasaba era que, buscando efectos eróticos, iba disfrazada de camarera. «Perdone la interrupción», me dijo Humbol, «pero es que esta mujer está celosa siempre de las forasteras que entran en casa y necesita que le dé instrucciones que la calmen.» Me puse en guardia. «Pero yo no soy una forastera», dije. «Es únicamente una manera de hablar. Se puede hablar de muchas maneras. Y usted, creador de héroes paranoicos y gran prestidigitador del lenguaje, lo sabe de memoria. ¿O no es usted Pynchon? Vamos, resolvamos ya de una vez por todas este asunto. ¿Es usted Pinchon o Pynchon?»

Confiando en que todo aquello fuera un simple juego literario y que pudiera retractarme de cualquiera de mis afirmaciones, le dije que yo era Pynchon con la y, no con la i latina con la que escribían mi apellido en Lokunowo. Había ido a esconderme a esa ciudad porque en Nueva York comenzaba a correr el peligro de ser descubierto. Y también le dije que no me había molestado nada que el Nobel hubiera ido a parar a Jelinek, mi excelente traductora al alemán, pues compartía con ella su pasión absoluta por la vida y obra de Robert Walser. «El invierno traerá más frío», me dijo entonces Humbol por toda respuesta. Y poco después, viendo en mí cierta desorientación, añadió: «No ponga esa cara de no comprender nada. La frase es suya. ¿No la recuerda? El invierno traerá más frío. La saqué de su novela Mason & Dixon. ¿O no es usted Pynchon?»

Para no perder los papeles, empecé a decirme a mí mismo que, después de haber sido tantos doctores en los últimos tiempos, plantearse la cuestión de si yo era o no el doctor Pynchon era a fin de cuentas algo tan fútil como, por ejemplo, pretender que un pastor intentara enseñar a sus ovejas los matices que servían para reconocer a los lobos. Y para reforzar la idea de lo insustancial de esa cuestión recordé para mí mismo que, como decía Pynchon, el doble pensamiento es una forma de disciplina mental que acaba resultándonos muy sintética y útil si somos capaces de creer dos verdades contradictorias al mismo tiempo.

¿Acaso yo mismo, por ejemplo, no llevaba desde el pasado 16 de diciembre queriendo desaparecer, pero al mismo tiempo sintiendo a veces nostalgia de mi mundo anterior y hasta de vez en cuando deseando más bien lo contrario, es decir, reaparecer? En psicología social todo esto se conocía desde hacía años con el nombre de disonancia cognitiva, aunque otros la llamaban compartimentación. Algunos, como Francis Scott Fitzgerald, habían llegado a decir que era el indicio más claro del genio. Walt Whitman («¿Me contradigo? Muy bien, me contradigo»), consideraba que actuar así era un estimulante síntoma de que uno es amplio y contiene multitudes. Para el aforista estadounidense Yogi Berra era llegar a una desviación en el camino y tomar las dos direcciones. Para el gato de Schrödinger era la paradoja cuántica de estar vivo y muerto al mismo tiempo.

Pensar en todo esto me acercó mucho al mundo de Pynchon y, es más, me dio una inesperada seguridad. Y, unos minutos después, saber quién era yo había quedado totalmente solucionado. Llegué con el doctor Humbol a un pacto que resolvía muchas cosas y sobre todo evitaba que, puesto que contábamos sólo con una hora de tiempo, siguiéramos perdiéndolo tontamente. No había que darle ya muchas más vueltas. Lo mejor era llegar a una solución cuanto antes.

Yo era Pynchon & Pinchon.

«Ahora», le dije, «quisiera que se tomara la molestia de leer un par de microgramas o microensayos, llámelos como quiera, que no son más que tentativas, por mi parte, de escribir. Y recuerde que yo mismo, Pynchon & Pinchon, he repetido hasta la saciedad que la escritura no es sino un largo y lento aprendizaje.»

Me disponía a leerle la primera de las Tentativas cuando reapareció Pamela muy escotada y en traje de calle y se despidió diciendo que iba a hacer unas compras y volvería en menos de una hora si no la violaba alguien antes y la hacía llegar tarde. Enrojecí. Me sentí de pronto un joven escritor principiante de verdad. Me di cuenta, por otra parte, de que se habían puesto de acuerdo en lograr que yo estuviera el tiempo justo allí. Pamela le hizo un guiño a Humbol que venía a decir: «Acaba pronto con este pesado.»

Minutos después, tras la lectura de mis dos microgramas, el doctor Humbol (que, escuchándome, había puesto un aire de fastidio todo el rato) dijo que apreciaba sobre todo Segunda tentativa, porque en el fondo trataba de ese proceso por el que pasamos todos y que consiste en ser acusados de algo que desconocemos, ser procesados por ese delito extraño, y finalmente ser ejecutados como perros sin haber sabido en ningún momento por qué nos matan. «Nosotros», me dijo, «no merecemos esta infelicidad que todos padecemos. Lo asombroso es que muy pocos se rebelan ante ella. Pero es evidente que vivimos por debajo de lo que nuestra dignidad exige.» Le dije que me alegraba mucho saber que le gustaba lo que había escrito. «¿Se acuerda de que, en la búsqueda de las causas de la tragedia que nos alcanza a todos, Kafka siempre acababa descubriendo que, detrás de tanta miseria y desgracia, se encontraba una gran organización?», preguntó él.

No, no me acordaba de eso. Pero preferí no entorpecer la conversación. Dije que sí, que me acordaba. Y entonces él me preguntó qué pensaba yo exactamente de esa gran organización. Preferí no decir nada, ser precavido. Imaginé que una tormenta crujía alrededor de la casa. «Lo que más me gusta de su micrograma así como de su posmoderna obra en general es que para usted lo que cuenta no es la realidad, sino la verdad», me dijo Humbol. Retuve perfectamente toda su frase, la diferenciación entre realidad y verdad. Me pareció que sobraba lo de «posmoderna obra» y se lo recriminé. «Bueno, ¿acaso no lee los grandes libros de teoría y crítica literaria de nuestro tiempo y lo que dicen de usted, doctor Pynchon & Pinchon?» Preferí seguir mudo un rato más y, tras cuatro frases impertinentes dedicadas a un crítico norteamericano, él acabó hablando de otra cosa, de mi «famoso tratamiento literario de la paranoia» y de mi no menos célebre y «nada equivocada sospecha-conciencia pynchoniana de que todo está conectado».

Fue entonces cuando, movido por un ataque incontrolable de nostalgia y seguramente también por desviar la incómoda conversación sobre el verdadero Pynchon (sobre el que me di cuenta de que sabía menos, muchísimas menos cosas que Humbol), le hablé de la rue Vaneau y de las extrañas conexiones que había yo captado en ella. «Ahí sí que uno nota que podría ser que estuviera todo muy conectado. La rue Vaneau me parece un microcosmos de la tensión del mundo entero», le dije. Y le hablé de la casa de Gide, de la embajada de Siria, del arabista Maxime Rodinson, de la misteriosa mansión de las sombras inmóviles, de la farmacia Dupeyroux, de la empresa Mortis que exterminaba ratas, del apartamento de Marx y del Hotel de Suède. Le hablé de las señales del mundo exterior, de las ondas invisibles que conectaban la embajada de Siria con los jardines de Matignon. Hasta le hablé del metro Vaneau con su bella entrada de arte decó y él me habló entonces de Rafik Hariri, el primer ministro libanés, que era muy amigo del presidente de la República Francesa. Hariri trataba de llevarse bien con la vecina Siria que aún mantenía tropas en el Líbano. Entre Damasco y París las relaciones habían mejorado en los últimos tiempos, aunque Francia mantenía muchas reservas con los sirios, y viceversa.

Cuando terminó de hablar, fue a buscar un puro habano que poco después, junto a la ventana principal de la casa, encendió con una gran delectación. Desde aquella ventana se veía al fondo un escurridizo fragmento del puerto de Lokunowo, por el que en aquel momento —por el ruido de la sirena— se intuía que estaba pasando un silencioso y hermoso buque blanco. Al lado mismo de esa ventana, había un cuadro que me recordó mucho el que Yvette Sánchez tenía colgado en su despacho de San Gallen, aquel cuadro en el que yo había creído ver una bella vista sobre una gran lejanía blanca, misteriosa, ensoñadora, toda envuelta en una nube de un blanco más extremado que la enigmática lejanía.

«¿Qué le pasa con mi cuadro?», preguntó de pronto el doctor Humbol. No pensé dos veces la respuesta. «Que creo haberlo visto en otro sitio.» «Imposible, siempre ha estado aquí, junto a esta ventana», dijo tajante. «Pero esa lejanía blanca…» «¿Qué lejanía blanca? Escuche, señor Pynchon & Pinchon, no debería usted interpretar todo lo que ve. Hágame caso, relájese, no lo deconstruya todo.»

Abrió la ventana y, con toda la gran humanidad de su gordura, arrojó el humo del habano hacia la ciudad, y ésta se convirtió por unos momentos para mí en una gran lejanía blanca, misteriosa, ensoñadora, toda envuelta en una nube de un color blanco más extremado que la enigmática lejanía.

«Es que yo he vivido en París», me dijo Humbol de pronto mientras me ofrecía una caja de galletas de la marca Funchal. «Coja, coja las que quiera.» Sabía que en su biografía aparecía una larga estancia en una ciudad extranjera después de jubilarse como enfermero y como escritor, pero no recordaba que la ciudad fuera París. «Pronto hará dos años que volví de París, donde viví precisamente dos años», siguió diciéndome, «viví en la rue Oudinot. De modo que conozco bastante bien la rue Vaneau, que, como usted seguramente sabe, es una calle vecina a Oudinot, donde, por cierto, vivió el padre de Victor Hugo. ¿Lo sabía? Yo sé mucho sobre ese barrio. Dos años son dos años, amigo.»

Desconocía yo todo, incluido lo del padre de Victor Hugo, pero es que, puestos a ignorar, hasta desconocía que la rue Oudinot colindara con la rue Vaneau. El doctor Humbol pasó a demostrarme que tenía amplias nociones tanto de una calle como de la otra. De la rue Oudinot parecía saberlo todo. En cuanto a la rue Vaneau no eran pocas las cosas que sabía. Sabía que también Julien Green había vivido en la calle, y conocía perfectamente el Hotel de Suède. No había oído hablar nunca de la empresa Mortis, pero conocía otras cosas. Por ejemplo, sabía que en el número 17 estaban las oficinas de la Maison IX. No había oído yo hablar en mi vida de esas oficinas y hasta por un momento llegué incluso a pensar en Lidia, pues creí que Humbol (posiblemente informado por Bodem, Monteiro y compañía) me había soltado una indirecta sobre la Maison Rouge, mi burdel de Lokunowo. Pero no era así, ni mucho menos. «La Maison IX», no tardó en explicarme Humbol, «es una casa afiliada a la Federación de astrólogos francófonos. La frecuenté bastante. Están especializados en astrología psicológica. Un lugar perfecto para situar la acción de una novela.»

Casi no podía ni creerlo. La larga sombra de la rue Vaneau reaparecía con todo su misterio en el interior de la mansión del doctor Humbol. No se me ocurrió nada mejor que decirle que en cierta ocasión le había oído decir al doctor Pasavento que las coincidencias no son casualidades.

«¿Y ese doctor quién es?», me preguntó sonriente. «Un colega del hospital de Manhattan en el que trabajé un buen número de años», respondí, y aproveché la ocasión para contarle mi vida en el Bronx y en Manhattan, en el Nueva York del siglo pasado. Le hablé de Robert de Niro y de mi novia la Bomba y de mis lugares favoritos en aquellos días, le hablé del Metropolitan Museum, el Oyster Bar de la Grand Central Station, la librería Gotham, el ferry a Staten Island y, sobre todo, del Fulton Fish Market y de los restaurantes italianos que le gustaban a Scorsese.

Más que Scorsese o De Niro, al doctor Humbol le llamó la atención el doctor Pasavento, su apellido. «Es un nombre metafísico, Dios mío. Pasa y pasa el viento y pasa el mundo, Pasavento, Pasamundo, Pasamonte, vagabundo, vaga el viento, voy al monte, don Genís de Pasamonte…», dijo en un tono descaradamente burlón. «¿Y ya se entretiene usted lo suficiente en la tertulia de los doctores dinosaurios?», preguntó de repente, cambiando de nuevo de conversación. Le conté la grotesca visita del jesuita que era amigo del obispo, y no pareció divertirle mucho la historia. Eso me permitió volver a la rue Vaneau, preguntarle qué más cosas conocía de esa calle.

«Pues también sé que ahí vivió el mejor escritor que ha tenido la rue Vaneau en toda su historia, y que a ese escritor lo tengo yo ahí abajo», me dijo. «¿Cómo que ahí abajo?», pregunté, nuevamente desconcertado. Me señaló en dirección al fondo de la sala de estar donde me explicó que había una trampilla que conducía directamente al sótano en el que él tenía lo más selecto de su biblioteca. «Entre lo más selecto», me dijo, «están los libros del mejor escritor de la rue Vaneau.» Pensé que se refería a André Gide, parecía lo más razonable. Pero no era Gide, no era Green, no era Rodinson, no era yo, ni siquiera era Marx.

Era Emmanuel Bove.

Quedé sorprendido, claro. Sabía vagamente quién era Bove, recordaba una fotografía que había visto de él en Le Monde, pero no mucho más. En cuanto a la trampilla, no existía. Humbol la llamaba así porque, según me dijo, le gustaba imaginarse que vivía en una mansión más espaciosa, con su familia al completo. La pobre familia Humbol, que había tenido que vender más de la mitad de aquel edificio y ahora vivía en Barrio Alto, una catástrofe. A veces le gustaba pensar que vivía en un castillo. Pero en realidad lo que había en lugar de la trampilla eran unas escaleras pintadas de un azul muy psicodélico por las que se llegaba a un blanco y riguroso sótano, donde él tenía el despacho en el que desde hacía quince años intentaba escribir novelas sin lograrlo.

Cada día se vivía el mismo drama en aquel despacho, el drama del silencio. Paliaba su falta de imaginación, me dijo, leyendo o releyendo a los mejores autores, Bove entre ellos. «Si confía en mí y no teme que cierre la mortal trampilla y le entierre con Bove para siempre, sígame a la planta de abajo», me dijo. Le seguí por las escaleras, y allí estaban su inútil mesa de trabajo y sus libros, entre los que se encontraban todos los que había escrito Bove, «el escritor secreto de la rue Vaneau».

De Bove, aunque no sabía muy bien lo que había escrito, recordaba yo una portada del suplemento de libros de Le Monde de hacía unos pocos años, donde preguntaban en un gran titular algo así como «Avez-vous lu Bove?» (¿Ha leído usted a Bove?), y esa pregunta y ese titular iban acompañados de una fotografía del escritor, una fotografía que fuerzas naturales parecían haber carcomido, dejándola medio rota, aunque por su extraña poesía uno tenía la impresión de que tardaría en olvidarla: un pobre hombre desolado, posando junto a un perrito blanco, simulando sentirse feliz con su sombrero de fieltro, mirando en la playa de Niza con elegancia triste a la cámara implacable del tiempo. Recordaba yo bastante bien esa foto porque en un primer momento Bove me había recordado físicamente a mí mismo.

Al poco rato de estar en el sótano, el lugar comenzaba a revelar su carácter de espacio confortable. Era un sitio muy bien pensado para pasarse horas en él, y pensado, además, para posibles visitantes y, por supuesto, sobre todo pensado para escribir, aunque no había que perder de vista que de aquel lugar se había ido esfumando, día tras día, a lo largo de quince severos años de esterilidad, la inspiración del pobre Humbol.

Decidí recordarle el sótano más famoso de la historia de la literatura, el de Kafka. Y le recordé que éste decía que para poder escribir tenía necesidad de un sótano en el que gozara de un completo aislamiento. El doctor Humbol sonrió y me dijo que estaba bien lo que había dicho Kafka, pero que, por motivos obvios, él no podía compartir esa impresión. Dicho esto, me mostró uno de los libros de Bove recomendándome que lo leyera. Era una traducción al español de Mes amis (Mis amigos), la novela que en 1924 revelara a este autor al gran público francés. Según me contó, el joven Bove tenía veintiséis años cuando la publicó. En la novela se contaba la historia de un vagabundo solitario que, por encima de todo, deseaba ser querido. Un mundo sucio, oscuro, marginal, aparecía a través de la mirada ingenua y siempre lúcida del protagonista. Abrí una página al azar y leí: «Siempre ha sido así en mi vida. Nadie ha respondido nunca a mi afecto. Lo único que deseo es amar, tener amigos, y siempre me quedo solo. Se me da una limosna y luego se huye de mí. La suerte realmente no me ha favorecido.»

Pensé: Es como yo.

En la contraportada de esa novela, Fabienne Bradu contaba que, cuando Bove jugaba al ajedrez con André Gide, le dejaba siempre ganar, porque la idea de fracaso no le hería tanto como a su contrincante. Y también en esa contraportada se contaba que una persona que le había conocido había dicho de él: «Modesto y discreto, prefiriendo el silencio a la publicidad, parecía estar siempre buscando que le olvidaran del mismo modo que otros buscan ser conocidos.»

Cuando aún estaba ojeando Mis amigos, Humbol me pasó Un père et une fille, otro libro de Bove. En la contraportada de este nuevo ejemplar podía leerse que Samuel Beckett había dicho de Bove que era «el mayor de los autores franceses desconocidos» y que Peter Handke había afirmado que «nadie como Bove tuvo nunca un sentido tan agudo del detalle». Mercedes Monmany, la autora del texto de aquella contraportada, terminaba diciendo: «La infancia y juventud de Bove no pudieron ser más desoladoras y horribles, pero eso no necesariamente explica su original dominio de la estética de la discreción y del fracaso, muy cercana a la que por los mismos días cultivaba el suizo Robert Walser.»

¡Walser!

Pensé: Bove es el Walser de la rue Vaneau.

Me dije que, pensaran lo que pensaran los demás, para mí se hacía cada vez más evidente que había en el mundo una red de coincidencias que no eran casualidades, sino que más bien llevaban a la sospecha de que en alguna parte había una relación que de cuando en cuando centelleaba entre un tejido ajado.

Poco después, faltando aún cinco minutos para que mi estancia allí terminara, Humbol comenzó a llevarme ya hacia la puerta. Mientras casi me empujaba hacia ella, me explicó lo cerca que se sentía de Bove y acabó revelándome —con la natural sorpresa por mi parte— que el edificio de la rue Vaneau en el que a lo largo del año 1928 había vivido Bove, era nada menos que el número 1 bis, es decir, el inmueble de Gide. Bove había vivido allí un año en estricta soledad, en la planta baja, en la rez de chaussé.

Gide en lo más alto.

Y Bove abajo.

Después, en 1929, Bove se había trasladado a un edificio del boulevard Raspail, se ignoraba a qué numero. «¿Y cómo podríamos saberlo?», le dije. «¿Podríamos, dice usted?», me contestó Humbol fulminándome con la mirada, pues, aparte de que ya había prácticamente terminado la hora de visita que me había concedido, acababa él de advertir que, sin darme cuenta, yo me estaba llevando a la calle el ejemplar de Mis amigos. Con un espontáneo gesto antipático, me urgió a que se lo devolviera. Casi me resistí a hacerlo y abrí de nuevo sus páginas al azar y leí:

«Era una hermosa mañana de primavera. El sol estaba sobre mi cabeza. Caminaba sobre mi sombra.»

¿No parecía esto escrito por Robert Walser?

Cité a Walser y entonces Humbol actuó como si se sintiera obligado a darme información sobre lo que pensaban de Bove otros escritores. Me dijo que Antonin Artaud había dicho de él que su estilo consistía en negarse a hacer literatura, en huir de lo literario y de sus servidumbres, empezando por la mayor de todas, la del estilo. «Bove recuerda a Walser. Siempre tratando de desprenderse del agobio de la identidad de escritor, porque intuía que si se desentendía de esa identidad podría ser más libre», había dicho Philippe Ollé-Laprune. «No le gustaba que le vieran, quería pasar desapercibido. Y, al igual que el suizo Walser, tenía una profunda alergia a todas las formas de la grandilocuencia», había dicho Mathieu Lindon. «Como escritor aspiró siempre a no ser alcanzado por ninguna idea de grandeza y eso le llevó a inventar una extraña modalidad de la microscopia narrativa», había dicho Colette Fellous. Y Peter Handke, que lo había traducido al alemán, había sostenido que Bove debería convenirse en el santo patrón de los escritores (puros), por encima incluso de Kafka y a un nivel parecido al de Chéjov y Scott Fitzgerald.

«Lo sé todo sobre Bove y podríamos estar hablando horas, si no fuera porque ya no tenemos ni minutos, pasó ya el tiempo, pasó la hora que habíamos convenido», me dijo Humbol mientras me instaba a devolverle inmediatamente el libro Mis amigos con el que —dijo— pretendía yo irme de su casa.

Antes de dárselo, lo abrí al azar y leí en voz alta, apresuradamente, otro fragmento: «Algunos hombres fuertes no están solos en la soledad, pero yo, que soy débil, estoy solo cuando no tengo amigos.»

«Bueno, ya está bien, Bove es mío», dijo Humbol de forma casi entrañable, y poco después, arrebatándome la novela, empezó con nuevos pequeños empujones nerviosos a llevarme hacia la calle. Pero antes de despedirse ya definitivamente, tal vez para no quedar tan brusco y maleducado, me habló con admiración de los fogonazos que Bove ofrecía a través de frases cortas y contundentes. Ese no-estilo del que había hablado Artaud estaba marcado por las frases breves y certeras y los continuos puntos y aparte que sin duda le permitían llegar al final de un folio con más humildad y rapidez que muchos otros escritores. Y para que me fijara más en esto, me leyó, ya en plena calle, un pequeño fragmento de Bove, hecho de fogonazos:

Trato de dormir pero pienso en mis trajes, doblados en la maleta, que se estarán arrugando.

La cama se calienta. No muevo los pies para no arañar las sábanas pues eso es algo que me produce escalofríos.

Compruebo que la oreja sobre la que estoy apoyado esté bien extendida, que no esté doblada. ¡Las orejas separadas son tan feas!

El doctor Humbol sonrió y, con cierta solemnidad irónica (sobre todo cuando me llamaba reiteradamente doctor Pynchon), pasó a recomendarme que no me olvidara de esa sublime forma de escribir a fogonazos. «Usted, doctor Pynchon, escritor de enigmática existencia, puede probar a hacer lo mismo», concluyó. Y luego, dándome la espalda, entró en la casa. Se oyó, bien sonoro, el portazo.

Todo esto sucedió hace un mes. Pero sólo hoy me decidido a ponerlo por escrito, sólo hoy me han entrado ganas de tomar el lápiz y el cuaderno y relatar lo ocurrido hace un mes en casa del doctor Humbol, y de paso registrar aquí la noticia que hoy ha llegado de Irak.

Me ha parecido que poner todo esto por escrito me ayudaría a sentirme más cerca de la rue Vaneau, por la que siento cada día mayor interés y nostalgia. De un tiempo a esta parte me siento trágicamente exiliado de ese fantasma vivo que es para mí el recuerdo de la rue Vaneau, y escribir sobre todo aquello que me parece relacionado con ella me hace bien, me ayuda.

La noticia de Irak dice que los marines encontraron a Mohamed al Yundi, el chófer sirio de los dos periodistas franceses que llevan ya ochenta y seis días secuestrados. Los soldados americanos encontraron al sirio atado, en un lugar no revelado de la ciudad de Faluya. Al parecer, los secuestradores abandonaron al chófer y se llevaron a otra parte a los dos rehenes franceses. Abandonaron allí al sirio, aunque le aconsejaron que se salvara cruzando el Éufrates a nado, una tarea difícil teniendo él las manos atadas y, además, no sabiendo nadar. Mohamed al Yundi optó por quedarse donde estaba. «El gobierno de París no ha hecho comentarios a la espera de que su embajada en Bagdad pueda obtener datos fiables.»

Aunque ya me estaba olvidando del lápiz y el cuaderno y ando cada día más cerca de convertirme en la sombra de la sombra de una sombra, he sentido hoy que tenía que escribir acerca de todo esto. Y lo he hecho no sólo para sentirme más cerca de la rue Vaneau, sino seguramente también para intentar que la gran organización, esté donde esté, sepa que, al igual que Bove, soy de los que caminan sobre su sombra, sí, pero al mismo tiempo soy de los que andan tras la sombra de la organización y, en la medida de lo posible, no piensan perderse ni un solo detalle de lo que está pasando. Y escribirlo es precisamente una forma tanto de ir tomando nota de los detalles como de permanecer alerta.

El doctor Ingravallo podría ahora decirme que creo ver demasiado donde tal vez no hay nada. Como también podría decirme que a veces parece que siga viviendo en el Lutetia y vaya a una tertulia cerca de la rue Vaneau. Podría el doctor Ingravallo decirme muchas cosas, ya lo sé, pero para mí lo único que ahora cuenta es saber que permanezco alerta y que hago muy bien haciéndolo, porque la gran organización llega a todas partes, intuyo que son fuerzas invisibles y no humanas que controlan nuestra vida y que, a decir verdad, yo no supe detectar hasta que puse los pies en la rue Vaneau y percibí que unas fuerzas invisibles estaban allí. A veces hasta he llegado a pensar que la misma rue Vaneau, como otros extraños lugares del mundo, es una criatura consciente, animada por una energía originada en el interior de la tierra, en un interior donde habitan seres que nos envían constantes mensajes a la superficie y hacen que en personas permeables como yo se vaya desarrollando, como noto que me está pasando en estos últimos tiempos, una progresiva melancolía romántica que me lleva a sentirme profundamente pynchoniano (en su vertiente retrógrada, que existe como existe todo lo que se puede nombrar) y nostálgico cuando no estoy en la rue Vaneau o, simplemente, no hablo de ella.

Día tras día, no dejo de corroborar todas estas intuiciones de la misma forma que también confirmo una vez más que cuando se está solo mucho tiempo, cuando se ha acostumbrado uno a estar solo, cuando se ha adiestrado uno para estar solo con su Soledad, se descubren cada vez más cosas por todas partes, donde para los demás no hay nada.