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Ningún ojo ve en el ojo de la profundidad. El agua se pierde, el vidrioso abismo se abre, y la barca parece proseguir ahora su ruta debajo del agua, tranquila, musical y segura.

ROBERT WALSER, El ayudante

He recordado que de joven, cuando comencé a escribir, consideraba absolutamente necesario reducir cada vez más mi ámbito y comprobar una y otra vez que no fuera que me hubiera equivocado y estuviera escondido en algún lugar fuera de ese ámbito. Este viejo temor ha vuelto a mí esta mañana cuando me he preguntado si no estaré engañado al creerme escondido en Lokunowo. ¿Y si en realidad estoy oculto en las profundidades de un lugar que está fuera de mi ámbito?

SEGUNDA TENTATIVA DE ESCRIBIR LO QUE ESCRIBIRÍA SI ESCRIBIERA

Estábamos destinados a algún otro planeta lejano, al otro extremo de la galaxia. Me pregunto cómo se las arreglarán aquellos que estaban destinados a vivir aquí, cómo les estará yendo en ese otro planeta. ¿Viene nuestro terror de este pequeño equívoco de gran importancia? «Puede que seamos un accidente biológico, el virus más exitoso y potente que se haya creado», dice John Banville, que piensa que los seres humanos hemos tenido que aceptar forzosamente que lo que somos es lo auténtico. Es más, hemos inventado la palabra normal. Y hasta nos atrevemos a llamar raros a algunos de nuestros semejantes. Sin ir más lejos, a mí a veces me han llamado raro los normales.

Me quedo ahora pensando en ese pobre marciano que un día se quedará atrancado aquí, es decir, aterrado. Tendrá resuelto todo acerca de la humanidad y, en un primer momento, pensará que el mundo pertenece a los automóviles, pero pronto no tardará en ver que los parásitos a bordo de los coches son los que en realidad llevan las riendas. Creerá que ha resuelto el problema cuando de pronto descubrirá que estornudamos, bostezamos, lanzamos aullidos silenciosos en mitad de la noche. ¿Acaso eso es normal? El marciano conocerá el terror en el que vivimos cuando observe que la mitad de la población mundial se raspa cada mañana el rostro con una navaja y la otra mitad no lo hace.

Ya desde el mismo momento de nacer, conocemos el miedo y preferimos, dadas las circunstancias, servir que ejercer ese Poder que, como demuestra la famosa Historia, nunca es de nadie. Entrar en la vida normal es entrar en la sospecha de que quienes realmente estaban destinados a vivir aquí se han extinguido hace años, pues no es posible imaginar que hayan podido sobrevivir en un planeta hecho para contenernos. No somos de aquí. Y sólo la literatura parece ocuparse con seriedad de nuestro espanto. Cuando Poe escribió aquel cuento de un hombre al que enterraban vivo, contó nuestra verdadera historia. De ahí el terror que aún perdura en quienes leyeron ese cuento que decía la verdad, un miedo que se convierte en un terror doble si llegamos a Kafka, el muerto en vida. Los hombres normales han mirado a Kafka siempre con extrañeza, en realidad con la misma extrañeza con la que él les miraba a ellos, consciente de que no tenía un lugar en este mundo: «Dos tareas del inicio de la vida: reducir cada vez más tu ámbito y comprobar una y otra vez que no te encuentres escondido en algún lugar fuera de él», escribió Kafka en un texto de juventud, un Kafka que siempre quiso transmitirnos que aquello que se nos antoja una alucinación inimaginable es precisamente la realidad de cada cual. Si lo pensamos bien —nos dice Philip Roth—, veremos que en todas sus novelas Kafka traza la siguiente crónica: alguien es educado para aceptar que todo aquello que le parece absolutamente injusto y fuera de lugar (además de ridículo y muy por debajo de su dignidad) es de hecho lo que realmente le está sucediendo. Dicho de otro modo, esto que está tan por debajo de nuestra dignidad resulta ser nuestro destino.