Ha aparecido hoy en la tertulia un jesuita, que ha dicho ser amigo del obispo de Lokunowo y que ha venido a recoger firmas para el templo expiatorio de Dacanda. Nos hemos quedado todos de piedra. Nos ha parecido que la tertulia había quedado arruinada para el resto del día, hemos visto muy claro que no podríamos hablar con la naturalidad habitual. Ha aparecido este jesuita inesperado (vestido, además, como si fuera el propio obispo) y yo todo el rato, en medio de la pequeña tensión que se ha creado, tenía ganas de recitar con insolencia a Neruda: «Un plato para el obispo, un plato triturado y amargo, / un plato con restos de hierro (…) / un plato para el obispo, un plato de sangre de / Almería.»
Con un tono de voz sumamente cargante, el amigo del obispo ha hablado de niños negros pobres y de un sermón intolerable —«por su desafiante sentido de la subversión», ha dicho— que dio el domingo pasado el párroco de Buali, a doce kilómetros de aquí. La reunión ha transcurrido por sendas tediosas y sólo al final se ha animado algo y ha sido cuando el hombre nos ha preguntado de sopetón: «¿Está loca nuestra especie?» Nos hemos quedado por un momento todos perplejos. ¿De qué pretendía ese auxiliar ahora hablarnos? Ya tenía las firmas para su dichoso templo expiatorio. ¿Y ahora qué más quería? Se ha producido un tenso y largo silencio. Por un momento parecía que los psiquiatras, con ese mutismo, se hubieran vuelto inteligentes de verdad y estuvieran indicándole al jesuita que era un pobre desequilibrado. «¿Está loca nuestra especie?», ha vuelto a preguntar temerariamente el amigo del obispo. «Hay sobradas pruebas de ello», ha terminado por decirle Monteiro.
Con tanta monserga del jesuita, ha llegado a parecerme que la tarde caía de una forma más lenta que de costumbre. Cuando por fin hemos perdido de vista al amigo del obispo, parecíamos una jauría de niños celebrando la ausencia temporal de cualquier religión. Casi jugando, les he leído a mis contertulios psiquiatras Tentativa de escribir lo que escribiría si escribiera, el breve texto que, como si fuera yo un principiante (en realidad lo soy, no puedo ser más consciente de que debo recuperar la alegría juvenil y la frescura y libertad de mis comienzos), me atreví a escribir ayer en un papelillo. Trata sobre los adioses, sobre gente que se despide de otra y en el momento de hacerlo se da cuenta de que muy probablemente no volverá a ver nunca más a la persona de la que se despide.
Al notar que se quedaban más bien desconcertados, les he explicado que siempre me atrajo la escritura, y luego he querido aclararles, con una sonrisa en los labios, que el tema elegido —el de los adioses— no traía consigo la idea, por mi parte, de despedirme de ellos, de dejar la ciudad. «No es que haya decidido despedirme de ustedes», les he dicho, «hablo de adioses para siempre, pero eso no significa que haya planeado marcharme de Lokunowo. Aquí estoy muy bien.»
Ha sido horrible. De pronto, por las caras que he visto que ponían, he descubierto que les traía sin cuidado que dejara Lokunowo. Hasta ese momento no se me había ocurrido pensar que mis ridículos amigos psiquiatras actuaban con respecto a mí de la forma que en los últimos meses ha actuado todo el mundo, es decir, con una perfecta indiferencia hacia mi suerte. El doctor Monteiro, por ejemplo, ha desviado el tema y se ha limitado a preguntar por qué hablaba yo de intento de escribir lo que escribiría si escribiera. «¿Acaso lo que nos ha leído no puede ser considerado un escrito?», ha preguntado.
«Hablo de lo que escribiría si escribiera porque aún no puedo decir que escriba, aún no me puedo considerar exactamente un escritor y, además, creo que no me interesa llegar a serlo», le he dicho, y he cruzado los brazos, como esperando su réplica, al tiempo que me he armado de paciencia ante tanta tosquedad en la comprensión de mi juvenil tentativa de recuperar la frescura de escribir. «Creo que no le entiendo», me ha dicho el doctor Monteiro. Y entonces no sé cómo ha sido que he terminado citando a Walser para acabar diciéndoles: «Soy un admirador de ese escritor suizo, un escritor que no se preparaba a entrar en el mundo, sino a salir de él sin ser notado.»
El doctor Monteiro ha resultado ser el único tertuliano que había oído hablar de Walser. «Estuvo muchos años en un frenopático suizo, ¿no es así?», ha preguntado. «En un centro psiquiátrico para ser más exactos», le he dicho. Ha seguido un silencio largo durante el cual me ha parecido que todos, sin excepción, se han preguntado si no había pretendido provocarles al insinuar que frenopático era una palabra anticuada.
«¿No se considera usted un frenópata, doctor Pinchon?», me ha preguntado finalmente el doctor Bodem rompiendo el silencio. Le he mirado con atención y he visto que su expresión era la de alguien que me estaba cogiendo manía o bien estaba comenzando a sospechar que yo nunca había sido psiquiatra y, es más, era un enemigo.
«Repito», ha dicho, «¿no es usted frenópata, doctor Pinchon?»
Yo me voy, he pensado.