¿Acaso la naturaleza viaja al extranjero?
ROBERT WALSER,
Jakob von Gunten
Ayer fui al faro de Bosangoa, y pensé en mi paisano Josep Pla, que vivía no muy lejos de Port de la Selva y que, de adolescente, iba andando desde su casa de Llofriu hasta el faro de Sant Sebastià y una vez allí, sentado sobre las rocas, con un lápiz y un cuaderno en la mano, se dedicaba a contemplar el paisaje tratando de describirlo o, mejor dicho, de meterlo en su totalidad —titánica e imposible tarea— dentro de su escrito.
El joven Pla quería describir todo lo que se veía desde allí, es decir, su país, el mundo entero. Pero pronto vio que el paisaje no cabía en su cuaderno. El mundo era más grande que su mundo. He pensado que era lo mismo que en definitiva le sucedía al Robert Walser principiante cuando decía que no podía escribir a causa de la grandiosidad y belleza del paisaje que rodeaba su casa y cuyo peso le abrumaba de tal forma que le convertía en imposible cualquier intento de describirlo.
He tenido hoy una experiencia de tipo juvenil parecida a las de Pla y Walser, aunque en una dimensión diferente. He sentido que volvía a ser el adolescente que un día fui, es decir, el jovencito que se proponía describir el mundo en su totalidad y tardó mucho en descubrir el fragmento, y ya no digamos el frágil género del micrograma. Ha sido raro o, mejor dicho, curioso. He sentido que volvía a ser el aprendiz de escritor que un día había sido. Como si todo recomenzara, como si me hubiera llegado la hora de empezar de cero.
Mientras iba cobrando conciencia de esta inesperada sensación, no dejaba de recordar el ejemplo de Walser, y ese recuerdo parecía querer abortar en mí esa repentina inclinación a la literatura, disuadirme de cualquier intento de verme a mí mismo como un futuro escritor. Así que por un lado tenía yo un juvenil y portentoso optimismo de principiante que venía a decirme lo siguiente: un día, seré escritor. Y por el otro, la sensata voz del doctor Ingravallo diciéndome que ya lo había sido y recordándome que precisamente había renunciado a serlo. Era una voz que me decía que, de seguir por ahí, terminaría alentando, por segunda vez en mi vida, un desenmascaramiento corrosivo (al estilo de Walser) de la tan exageradamente enaltecida operación de escribir. «Y eso», me decía el doctor Ingravallo, «ya lo has hecho, por eso estás aquí en Lokunowo, donde, por cierto, el ocio podría estar convirtiéndose en tu enemigo.»
Las cosas han ido así y en realidad han sido más sencillas que nunca, pues en el fondo nada hay más simple que asomarse al mundo. En el faro de Bosangoa, desde donde se domina un gran panorama sobre Lokunowo y sus alrededores, me he detenido en una explanada de laterita de un rojo ocre y sentado en una roca he contemplado la extraordinaria calidad de la luz y he querido apuntar en el cuaderno todo lo que veía de un extremo a otro del horizonte, donde, por cierto, mirara donde mirara, no he encontrado ningún punto en particular al que quisiera ir. Más que moverme, me ha parecido descubrir de pronto que mi tendencia más innata residía en estar sentado en esa roca del faro de Bosangoa y desde allí tratar de describir la totalidad del paisaje que tenía ante mí. Al final sólo he escrito esto: «Un cielo inefablemente puro. Me parece que nunca, en ninguna parte, el tiempo ha sido tan bueno. Cuando tenga más años, quiero ser escritor.»