He leído en el periódico que Bernardo Atxaga acaba de publicar la traducción al español de su libro El hijo del acordeonista. Una vez más, he vuelto a preguntarme qué pudo pensar cuando vio que yo no aparecía en Sevilla y sobre todo qué debe de estar pensando ahora si, como es de suponer, ha reparado en que meses después sigo invisible. ¿Creerá que estoy en la Patagonia, que es donde deben de haberle dicho que estaba? ¿Admirará en secreto mi gesto de haberme largado al fin del mundo? ¿O lleva mucho tiempo sin pensar en mí y ahora, por ejemplo, está jugando tranquilamente con sus hijas en el jardín de su casa de Zalduondo?
Este mediodía he leído la noticia sobre Atxaga en la terraza del Bar Li Astol, el más moderno de la ciudad. Y luego, poco después, en la mesa de al lado, he oído a alguien decir, en español, con voz deliberadamente alta: «Creo que todos los enamorados, menos tú y yo, son egoístas y maleducados.» He querido saber quién había dicho eso y por qué reclamaba mi atención al decirlo en voz tan alta. Era un joven que estaba cogido de la mano de su novia. Me ha causado terror la sola idea de que fuera un español que me hubiera reconocido. ¿Y si era un joven escritor incipiente que sabía quién era yo y quería llamar mi atención para pasarme algún manuscrito? Me he concentrado en el periódico, pero no podía sacarme de encima la idea de que tal vez había sido reconocido por el joven. Me he puesto nervioso y he decidido marcharme de allí y confiar en que mi pelo rojo y mi indumentaria no le hubieran dado la seguridad absoluta al joven de que era yo o, mejor dicho, de que era aquel Pasavento que había alcanzado cierta fama en otros días.
He llamado al camarero, he pagado y he vuelto al hotel. Ya en mi habitación, me he entretenido recordando el sueño que tuve ayer durante la hora de la siesta y que me ha parecido extrañamente conectado con mi reciente lectura de la noticia de la aparición del libro de Atxaga. Un laberíntico sueño. En el interior de la ciudad de San Sebastián había una ciudad india, probablemente Lucknow, donde hablaban en español. Yo me fotografiaba en un templo hindú de grandes y raras estatuas, pero cuando quería regresar a mi hotel no sólo no sabía cómo se tomaba un taxi, sino que tampoco sabía el nombre de ese hotel. Un hindú, que hablaba en un perfecto español, me sugería que tomara el metro y me bajara en la estación de Lasarte. «Que no existe, como las flores del Ártico de Rimbaud», añadía el hombre. Al despertar, pensé que ese hindú me había recordado mucho al dottore Pasavento de la Via Contini, un doctor que tampoco existía.