Me he trasladado a vivir al Lubango, sólo por cambiar o, mejor dicho, porque queda al lado del Frenopático, donde tengo esa tertulia que dirigen el doctor Bodem y su amigo el doctor Monteiro, y a mí la verdad es que me resulta más cómodo ir a la reunión diaria saliendo de mi cuarto de hotel, pues sólo tengo que bajar unas escaleras y plantarme en el edificio de al lado y comenzar a escuchar lo que dicen los bondadosos y al mismo tiempo risibles doctores.
Hoy ha sido un día en el que, a diferencia de las últimas semanas, he dedicado a la actividad de reflexionar escaso tiempo, tal vez porque todo el rato pensaba que, después de tantos días sin hacerlo, hoy me tocaba escribir. Y eso, escribir, sentía que no podía hacerlo sin antes haber incurrido en una antigua y pedestre costumbre de mi juventud, que consistía en salir a la calle y esperar a que me pasara algo para después contarlo. De modo que he decidido salir y he subido a un taxi y le he indicado la dirección de la selva. Una vez ante ella, en la entrada del territorio salvaje, no me he atrevido más que a una brevísima incursión, que he realizado en compañía de uno de los guías que andan por allí. El taxi ha accedido a esperarme después de que le pagara un dineral por hacerlo. En cuanto al guía, se ha mostrado también exigente y me ha cobrado cinco mil dinarios, mucho más de lo que marcan las tarifas oficiales. Pero, bueno, he regresado de la expedición con unos interesantes apuntes sobre la efímera experiencia, unos apuntes lo suficientemente valiosos como para no sentirme molesto por el dinero pagado.
Las primeras lluvias de este ecuador del verano caen hoy sobre la noche de Lokunowo mientras yo ahora, llevado por el activo lenguaje del aguacero, evoco el aspecto tenebroso que de entrada le he visto a la selva, pero sólo de entrada porque, a medida que he ido irrumpiendo en ella, he comenzado a sentirme poseído por el aspecto inquietante de las formas, y también por los enigmáticos olores y ruidos desconocidos que allí he encontrado. Me ha parecido que en general todo aquello era muy atractivo, pero también muy pavoroso, y, si he de ser sincero, muy sombrío el misterio de la frondosidad. Me habría gustado aventurarme más en la selva, pero el guía, tal vez porque ya había cobrado y también porque me ha visto peligrosamente frágil ante la grandeza de lo salvaje, no me lo ha recomendado. Se ha limitado a advertirme de no sé qué riesgos y al final hemos vuelto atrás.
De vuelta en el Lubango, me he cambiado de ropa y he ido a la tertulia del Monenembo, donde he disertado sobre los misterios de la selva como si fuera un gran experto en el tema. Luego, me ha dado por comparar la selva con la literatura y he comenzado a decirles a todos que sólo se escribe con pasión, con verdad, cuando se está en peligro por algo, pues en esas ocasiones la mente trabaja bajo presión, no como cuando uno está en condiciones normales y la mente permanece improductiva, pues se aburre y se aburre.
«¿Y cómo sabe usted todo eso?», me han preguntado algo extrañados. He estado a punto de decirles que fui escritor profesional, pero he callado al tiempo que me decía que tal vez tras ese confuso impulso de confesar quién había sido yo en otros días se escondía cierta nostalgia de los días en que escribía con buen ánimo y notable constancia diaria. En cualquier caso, he desviado la conversación hacia las ventajas e inconvenientes de la vida de psiquiatra retirado (y desengañado de la psiquiatría) y de la vida de ocio total que llevo. Y les he ocultado también —no creo que me hubieran entendido— cierta nostalgia que a veces siento de los días en que vivía en la rue Vaneau.
«Hay que renunciar al mundo para comprenderlo», me ha dicho entonces el doctor Bodem. No he tenido más remedio que preguntarle a qué venía ese comentario. «A que usted, antes de llegar a Lokunowo, tal como nos ha contado, era un psiquiatra muy ocupado, pero no sé por qué sospecho que, a diferencia de otros doctores, era una persona atormentada porque no lograba comprender el mundo. Aquí en Lokunowo ha comenzado a entenderlo, ¿no es así, doctor Pinchon?»
Para evitarme muchos problemas, le he dicho que sí, que así era, que era verdad que el mundo empezaba a entenderlo aquí en Lokunowo, pero que también tenía que decirles que para ser más exactos hubo otra época en mi vida, cuando era niño, en la que también entendía el mundo, tal vez porque simplemente aún no había empezado a interrogarlo. «Hay muchos psiquiatras que, cuando se retiran, se pasan a la literatura. Igual me equivoco, pero no me extrañaría que pronto, ahora que tiene todo el tiempo del mundo usted se convirtiera en escritor», ha dicho entonces el doctor Monteiro, con notable ingenuidad.
Al atardecer, a la salida de la tertulia, he continuado moviéndome, buscando acontecimientos que luego pudiera contar. Ha sido un día sin duda activo. Por ejemplo, he entrado en el cybercafé de la Avenida Huambo, esquina plaza Bangasu. Después de tanto tiempo de no hacerlo, me disponía a abrir el correo electrónico cuando me he dado cuenta de que era mejor no hacerlo, no indagar nada. ¿Para qué? Mejor no mirar atrás, seguir adelante con mi vida y mi luna nueva de Lokunowo. En los periódicos españoles que aquí leo, nadie me da por desaparecido. Hay que suponer, pues, que me sitúan en la Patagonia y que, en el fondo, les da igual lo que haya sido de mi vida.
Atrás quedaron para siempre todos. Eso me he dicho de noche, en mi cuarto del Lubango, decorado por alguien con sentido del humor, pues de lo contrario no me explico qué hace sobre el cabezal de la cama esa fotografía enmarcada de la lejana ciudad de Lucknow. No había oído hablar nunca de esa ciudad hermana de Lokunowo, aunque hermana sólo en el nombre. Lucknow, en la India, la capital del estado de Uttar Pradesh. ¿Qué mente refinada tuvo la idea de colocar ahí la fotografía de la ciudad india? ¿Qué artista se esconde detrás del decorador del hotel? He preguntado y me han dado un nombre. La decoración de las habitaciones fue una colaboración especial del doctor Humbol, el mejor escritor de esta ciudad sin demasiados escritores.
Ha sido un día tan dinámico que hasta lo ha sido el breve sueño que acabo de tener. Mientras escribía acerca de todo esto, me he quedado medio dormido, o dormido del todo, no lo sé. El hecho es que he tenido un breve sueño en el que una joven triste, pequeña y sensual, una periodista del estilo de Lidia, quería hacerme una entrevista. La triste, frágil y bella joven me ha traído el recuerdo de unas palabras de Chéjov: «No hay manera de entender por qué Dios concede belleza, afabilidad, tristes y dulces ojos a personas débiles, desdichadas e inútiles, y por qué son tan atractivas.»
«No será perjudicial para usted concederme esa entrevista», me decía ella. «¿Y por qué?» «Porque a usted no le hacen ninguna desde hace mucho tiempo y, aunque sea ya un pobre escritor derrotado y olvidado, siempre puede animarle psíquicamente ver que todavía queda una periodista cultural que se acuerda de usted.»
Ha conseguido enojarme y me he transformado en una de esas personas que lo rebaten todo. Cuando he terminado de refutar sus equivocadas elucubraciones, me he dejado dominar por un sentimiento que oscilaba entre un profundo fastidio y la sensación agradable de haber sido por fin descubierto en mi escondite.
«Vamos, doctor Pinchon, quisiera que me confirmara que a usted le molesta toda la parafernalia que rodea el mundo del escritor», me ha dicho ella. Podía no contestarle, pero he preferido hacerlo. «Comencé a escribir para aislarme», le he explicado, «primero para aislarme de la familia en los largos veranos en Port de la Selva. Nos pasábamos el día en la playa, mañana y tarde, y yo, a mis doce años, para huir de la idea de grupo, me ponía a escribir bajo un pino. Me hice escritor para aislarme de la familia, para tener un trabajo solitario en el que me dejaran en paz todas las familias de este mundo. Pero no contaba con las conferencias, por ejemplo. Yo no sabía que publicar un libro traía como consecuencia dar conferencias, entrevistas, ser fotografiado, decir lo que piensas del éxito mundano, presentar los libros de los demás, firmar autógrafos, exhibirse en público, declararse entusiasta de la tradición literaria de tu propio país (a veces tan sólo para demostrar que uno era un patriota y un escritor cabal), ser aspirante a premios literarios a los que uno no aspira…»
«Pero usted, doctor Pinchon», me ha dicho ella muy cariñosa y como no queriendo herirme demasiado, «usted ya no debe preocuparse por cosas así. ¿No sabe que hace ya mucho tiempo que le han olvidado?»
MICROGRAMA SIRIO
Tres días seguidos lloviendo, se diría que son las lluvias de Ranchipur, es como si estuviéramos en Lucknow, en la India. En el periódico, tras leer las crónicas de fútbol, me he encontrado con la noticia del secuestro en Irak de dos periodistas franceses. Christian Chesnot y Georges Malbrunot. El primero trabaja en Radio France International y el segundo es colaborador de Le Figaro. Es raro, pero apenas se nombra al tercer hombre, pues han sido tres los secuestrados. Pero los titulares sólo hablan de los dos periodistas. Hay que leer la letra pequeña de la noticia para, al final de todo y casi de refilón, acabar enterándose uno de que también el chófer de los dos franceses ha sido secuestrado. El chófer es sirio, se llama Mohamed al Yundi. Y, bueno, ya termino, porque el formato de este papelillo condiciona lo que escribo, y este minúsculo papel se está acabando y, además, desde hace unos días vivo con tantas paranoias y al mismo tiempo siento tal nostalgia de la rue Vaneau (de sombra cada vez más alargada, por cierto) que mucho me temo que acabe viendo conectada la noticia del secuestro con esa calle.