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Esta noche, mirando distraídamente el periódico que tienen en el vestíbulo del hotel, me he quedado empantanado leyendo la necrológica dedicada a Maxime Rodinson, historiador, lingüista y orientalista, muerto en Marsella, ayer 23 de mayo, a la edad de ochenta y nueve años. «Escritor prolífico, comprometido con la causa palestina. Nacido en París en el seno de una familia judía modesta de origen ruso-polaco, fue un brillante autodidacta que se doctoró en Letras en la École de Langues Orientales. Se casó en 1937. Entró al año siguiente en el Partido Comunista y entre 1940 y 1947 vivió en el Líbano. A su regreso a París en 1948, se instaló en un apartamento de la rue Vaneau que se convirtió en un punto de reunión de arabistas de todo el mundo, lugar de encuentro entre Oriente y Occidente.»

He tenido que volver a leer lo de la rue Vaneau. Dos, tres veces. Larga es la sombra de esa calle, he pensado.

Y luego he terminado de leer la noticia: «Después, en los años sesenta, se instaló en Marsella. Abogaba por el acercamiento de las dos orillas del Mediterráneo, por el pluralismo y el diálogo de las culturas. Contribuyó a modificar ese tipo de interpretaciones sectarias del islam que vienen a decir que éste es incapaz de incorporarse a la modernidad.»

MICROGRAMA LOKUNOWÉS

Hoy he llegado antes de la hora habitual a la tertulia del Monenembo y, mientras esperaba a los sesudos psiquiatras (les tengo simpatía, pero les encuentro algo ridículos), he ojeado algunos periódicos y, todavía no repuesto de la noticia del otro día sobre el ilustre arabista de la rue Vaneau, he leído que ayer, 1 de junio, Bachar el Asad, el presidente de Siria, acompañado de su esposa Asma, visitaron en el palacio de la Zarzuela al rey Juan Carlos y la reina Sofía de España. He estado un rato con la mirada fija en la foto del saludo entre las dos parejas. Y luego me he quedado pensando en el sol, que ha brillado con fuerza esta mañana. Y en las moscas, que volaban muy bajo y parecían abejas porque tenía yo la impresión de que no paraban de zumbar en torno a mis tobillos en la hierba. Pero he salido de ahí sin ninguna picadura, prueba evidente de que eran moscas. Me habría gustado mirarlas, examinarlas con cierta atención, ya no sólo para comprobar que no eran abejas, sino también para saber si era verdad aquello que afirmaba Flaubert de que todas las moscas son distintas.