Hoy es primero de mayo. Pienso en Jenny Marx, que nació en la rue Vaneau en un día como éste, pero nació mucho antes de que su día (porque para mí es su día) perteneciera al mundo de la fiesta del trabajo. A ella le dedico las líneas que siguen y que son producto de una decisión repentina. Después de una buena cantidad de días espléndidos sin escribir nada, me he dicho que me convenía volver a coger el lápiz, pues tampoco tenía yo por qué ser tan radical. Me he dicho que, puesto que trabajo como ocioso pensador y hoy es el Día del Trabajo, escribir será el equivalente de descansar. Mi mundo o el mundo al revés. ¿Quién me iba a decir que llegaría un día en la vida en el que descansaría escribiendo?
Sólo desde hace unas semanas soy un escritor verdaderamente oculto. Un escritor al que aquí conocen como doctor Pinchon, una derivación sin duda de Pynchon, porque les dije a muchos aquí al llegar que era el doctor Pynchon y lo entendieron a su manera. No soy más que un escritor secreto, de fuego hoy en día muy lento. No soy más que un escritor oculto, pero en modo alguno uno de esos narradores modernos que llegan a ciudades sin nombre. No, ya ha habido suficientes literatos que se han movido por lugares de cuyos nombres no han querido nunca acordarse. Por mucho que no esté escribiendo aquí una novela ni me dirija a nadie más que a mí mismo, creo tener la misma responsabilidad de quienes escriben para ser leídos.
Estoy aquí frente a un mar y un puerto y frente a un abismo, veo la línea del horizonte desde esta ventana de la séptima planta del hotel y paseo por alamedas mentales en este fin del mundo en el que se ha plantado mi cerebro, pero no escribo desde un lugar sin nombre. Lo hago desde esta habitación del Hotel Madeira de la bella ciudad de Lokunowo. El hotel está situado en primera línea de la playa, aunque para llegar a esa playa y al gran puerto hay que cruzar una inmensa plaza-calle conocida por el nombre de Bangasu: una larga explanada o espacio rectangular de arena fina que, según cómo se mire, parece una especie de boulevard Raspail que se hubiera estirado de forma portentosa. Es más, a veces he llegado a pensar que no me he movido del Lutetia y del boulevard Raspail. Pero entonces veo el mar y compruebo que evidentemente no estoy en París. El mar. Lo estoy viendo ahora. De un color rojizo que probablemente pronto, al caer la tarde, pasará a ser gris y de una delicadeza suave. Es un mar en el que en estos precisos instantes serpentean largas cintas amarillentas de espuma vieja. Me extasía mirarlo. El puerto de Lokunowo es fascinante a todas horas. Tiene sorpresas para el viajero que no ha visto antes ningún mapa del lugar y no sabe lo que va a encontrarse en esta maravillosa y al mismo tiempo espeluznante pequeña ciudad. Detrás del hotel, por ejemplo, la ciudad se va volviendo lentamente irracional y culmina en la colina del llamado Barrio Alto, donde vive Lidia. Es una zona de peligrosas callejuelas laberínticas que a veces me recuerdan el Bronx. Llaman la atención en esa zona de bajos fondos los elegantes árboles recortados que, en grotesco contraste con el hedor de las calles, parecen salidos de un jardín francés. «Son cosas del Ayuntamiento. Les gusta simular que hay orden y geometría donde no los hay», me dicen los psiquiatras de la tertulia del Monenembo.
Detrás de esa difícil colina, detrás del Barrio Alto, a una distancia de dos kilómetros de mi hotel, está ya la selva virgen. Desde que llegué aquí, siempre he pensado que, a pesar de que tiene un nombre muy atractivo, Lokunowo debería llamarse Port de la Selva. En cualquier caso (salvo en el nombre, que no parece el más adecuado para ella, pero que en cualquier caso es muy bello y apropiado para mí, pues suena a Lugar Nuevo o a Locus Solus, es decir, Lugar Solitario, aquella novela de Raymond Roussel que tanto me fascinó cuando la leí hace años), esta ciudad se parece bastante a la que había ido imaginando. Hablan casi en español, aunque tal vez lo más pertinente sea decir que son los españoles los que hablan casi como se habla aquí. El turismo es selecto, preferentemente inglés, y muy escaso. No llegan demasiados visitantes, lo que no quita que siempre tenga temores a que alguien me reconozca. Y es que pequeños grupos de españoles y de catalanes no faltan. Pero no les temo. Cuando me cruzo con ellos de vez en cuando, quiero creer que las posibilidades de que me conozca alguno de ellos son bastante remotas. Y, por otra parte, al clásico pelmazo —un compañero del colegio, por ejemplo, o la amiga de una antigua novia, o hasta el típico pariente lejano que se ha aventurado en este exótico lugar— siempre le puedo decir que se ha confundido, que yo no soy Pasavento. Desde que llegué aquí me teñí el pelo de rojo, dejé crecer mi barba y voy con oscuras gafas de sol y mi inseparable sombrero de fieltro, herencia indirecta de Walser. Y mi forma de vestir ha cambiado mucho. Quiero creer que estoy irreconocible. A veces, en días en los que ando medio zumbado, me digo que soy el loco del pelo rojo. Son días en los que soy feliz engañándome y en los que ando rumboso y saludo con gestos alegres a algunos amigos o conocidos negros, y hasta ando como ellos, con ritmo de sala de blues.
Los ciudadanos de raza negra de Lokunowo constituyen la tercera parte de la población. Por la noche, les oigo cantar a algunos, yo diría que entonan viejas canciones de sus antepasados esclavos. He anotado una de esas canciones, una canción que me intriga, porque no la entiendo ni la entenderé nunca, lo cual me satisface mucho, porque pueden haber cambiado, en los últimos meses, muchos aspectos de mi personalidad, pero sigo siendo el mismo que se quedaba maravillado ante algo que simplemente no entendía pero que le fascinaba, seguramente por eso, por no entenderlo: «Días de barro y sol / En la roca de Cantarel. / Su boca es de hiel / Entre hilos de Li Astol.»
«Buenas tardes, doctor Pinchon», me ha dicho hace unos minutos el alto y viejo camarero negro del servicio de habitaciones. He estado a punto de preguntarle quién era Li Astol. Me ha traído la comida al cuarto, pues hoy no tengo ganas de mezclarme con nadie ni tampoco me apetece ir a la tertulia del Frenopático, ni al bar del Hotel Lubango, donde tomo previamente un café, ese hotel que está en el extremo oriental de la plazacalle de Bangasu y al que, tras alzar la cabeza, en una breve pausa en lo que escribo, acabo ahora de contemplar durante unos segundos. Me gusta ese hotel y también el café que ahí dan. Pero hoy no quiero ver a nadie. He visto al camarero, porque no me quedaba más remedio si quería que me trajeran algo de comida. Pero hoy no estoy para nadie. Me gusta sentirme así, me encanta experimentar esa sensación extrema de notar que, cuando estoy solo, no estoy. Y es que, si nadie puede percibirme, evidentemente y por pura lógica, no estoy.
Hoy quiero disfrutar a solas de la sensación agradable que me llega con la brisa de la tarde lokunowesa. Desde luego vivo muy bien aquí en calidad de doctor Pinchon, no me puedo quejar. Veo buenas películas en las agradables salas de esta ciudad, encuentro prensa española y gran cantidad de libros que me apetece leer, paseo por el puerto y en general por toda la ciudad, converso con médicos psiquiatras (hay días en que pienso que el mundo está más lleno de doctores de lo que creía), medito sobre la eternidad y sobre otras zarandajas, tengo un amor pagado, veo buen fútbol en televisión y un fútbol muy malo cuando voy a los estadios del Lokunowo y del Sporting, los dos equipos de la ciudad. Y, en fin, la tarea de escribir la he relegado a una actividad que ya sólo practico ahora muy de tarde en tarde y de una forma muy libre y estimulante.
Perdí a propósito dinero en París al realizar el desigual intercambio financiero con aquel serbio del barrio del Marais, pero sé que a la larga ha de beneficiarme la operación. Para empezar, mi pista económica se ha evaporado del todo. Y calculo que hasta dentro de tres años no me veré obligado a volver a trabajar. Pero para entonces confío en haber estabilizado mi situación, pues pienso invertir pronto en tres o cuatro —los que pueda comprar— apartamentos junto al mar. Tres años, por otra parte, todavía me parecen mucho, al menos en el día de hoy. Y, en fin, es tan cierto que vivo muy bien como que por fin estoy realmente oculto, oculto de verdad, emboscado en Lokunowo, escondido en un lugar a centenares de miles de kilómetros de la Patagonia, donde me gusta imaginar que algunos —mi mujer seguramente entre ellos— tal vez anden en estos mismos instantes rastreando mis huellas. La verdad es que hay días aquí en los que todo es bellamente ordinario y entonces no es necesario que espere nada, ni siquiera esa nueva estrella que busco. Son días en los que se deja notar una brisa que sopla de una forma tan ligera, tan suave y tan voluptuosamente grata que tengo la impresión de que respiro el bienestar absoluto.
En fin, que he encontrado un lugar ideal para no ser visto. Se olvidarán pronto de mí si aún no lo han hecho. Sólo mi mujer, por la cuestión económica, parece un peligro. Pero quiero creer que estará un buen tiempo todavía haciendo que me busquen por la Patagonia. Estoy perfecto aquí. Ahora mismo, por ejemplo, disfruto aspirando el aire puro de mi bella desdicha. Me encuentro bien. Y precisamente a causa de esto voy a darle un empujón más a mi abandono de la escritura de cuaderno. Me propongo castigar a este Moleskine, esconderlo en un cajón del elegante mueble lokunowés que tengo frente a la cama. Así, ya no sólo estaré escondido yo, sino también mi escritura. Y es que, en días como éste, me basta con lo que está a la vista. Una palmera, una larga explanada de arena fina, unos pájaros desconocidos, las altas hierbas de un camino poco desbrozado. Y ese Hotel Lubango en el otro extremo de la plaza-calle de Bangasu que, cuando de noche deja encendidas sus luces, me recuerda al Lutetia de París y también la esperanza de encontrar un día definitivamente mi nueva estrella. Me la merezco seguramente. Después de todo, mi vida —ahora puedo verlo con claridad— no ha sido más que una caída, el clásico viaje interior en uno mismo, una excursión hacia el fin de la noche, la negativa absoluta de regresar a Ítaca, el deseo de quedarme aquí para siempre, escribiendo para desaparecer.
La estrella que busco está fuera de mí, sin duda. Es posible que sea mi genio personal, ese espíritu que anida en cada uno de nosotros y que en mi caso todavía vive fuera de mí, ni siquiera he entrado en contacto con él. En cualquier caso, hoy me basta y me sobra con ver lo que tengo ante mí. Un abismo, una línea del horizonte. El sol de la tarde. El color del aire. La roca de Cantarel al borde del mar. El burdel que está esperándome todos los miércoles. Cierta alegría de esta ciudad que me recuerda una Lisboa mínima. Los jazmines de la terraza. El amenazante Barrio Alto, donde en la Farmacia Assiria me venden interesantes ansiolíticos sin receta. Y esa selva detrás. ¡Esa selva! En días como hoy no me hace falta ver nada extraordinario. Ya es mucho lo que se ve.