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En los últimos tiempos la marginalidad, el simple absentismo, la pasión por el discreto Walser, la bella desdicha, la feliz musarañera divagación continua y acostarme con Lidia se encuentran entre mis actividades favoritas. Parecen muchas, pero en el fondo son pocas. He recuperado la actividad sexual, lo cual ya me convenía. Logré finalmente sobreponerme a las frustraciones que me produjeron las historias de amor que tan bloqueado me habían dejado. Una vez por semana, los miércoles, visito el burdel de la señora Carballo, y allí me encuentro con Lidia, con la que paso horas suavemente obscenas. El placer que Lidia me da es ilimitado y, aunque tenemos una relación estrictamente contractual (los miércoles, con un horario fijo), confieso o, mejor dicho, me digo a mí mismo que hasta he terminado por sentir cierto afecto por ella. Hasta he llegado a plantearme proponerle que alguna vez nos veamos en una de sus horas libres, pero no acabo de decidirme a decírselo. ¿Qué hará fuera del burdel? Sólo sé que vive con una familia del Barrio Alto y que dice tener diecinueve años, pero sospecho que es más joven. Creo que miente en casi todo, pero desde luego no me importa demasiado. Siempre me ronda la idea de proponerle esa salida en una de sus horas libres, un almuerzo junto al mar, interesarme por ella. Pero finalmente acabo pensando que tal vez con los miércoles sea suficiente. Más allá del burdel, todo podría innecesariamente complicarse. Hay días en que siento celos de los otros clientes, aún no es miércoles y me pregunto cómo serán en la cama los otros hombres que ella recibe. Me torturo a veces con preguntas de este estilo.

Desde que dejé el Lutetia y París y llegué a esta ciudad, mi vida ha mejorado. Ya apenas escribo, o en todo caso lo hago más espaciadamente, muy de tarde en tarde y, por supuesto, cada vez más para mí mismo. Me he entregado al sexo sin amor, y eso creo que es lo que más me ha serenado. Y, en fin, por encima de todo me he entregado al ocio, con las ventajas que reporta entregarse a él, pues trae de rebote consigo la actividad del pensamiento. Por otra parte, voy al cine, paseo mucho, tomo café en la tertulia de los psiquiatras del Frenopático Monenembo, compro libros en la Batangafo, una buena librería. A veces, en mi cuarto, me quedo con los ojos abiertos, completamente ausente. Cuando eso ocurre, es que me dedico a pensar. Ya no tengo los prejuicios de antes. Ahora puedo dedicarme a pensar sin la mala conciencia de no estar haciendo nada o bien —yéndome al terreno opuesto— sin aquella impresión que tenía Walser de que pensar lo complicaba todo y que seguramente Dios está con los que no piensan.

Sólo muy de vez en cuando me entra cierto remordímiento en un sentido u otro, y entonces encuentro la excusa ideal para permitir que entre en mí, sin que llegue yo ni siquiera a pensarla, la idea de escribir alguna prosa breve en algún que otro papelillo. A los cuadernos ya no les tengo tanta afición, aunque ahora precisamente esté escribiendo en uno de ellos. Pero la verdad es que no hay un solo día en que no sienta la tentación de abandonar el Moleskine de turno e ir a algo aún más frágil, ir al micrograma urdido con unas cuantas frases errantes, generalmente próximas a lo ensayístico. Me atrae la idea de dejar que el tipo de papel y su formato condicionen lo que escriba a lápiz, es decir, originen mi proceso de escritura y a veces también lo terminen. Pero en realidad, por lo general, ya apenas escribo, o lo hago muy de vez en cuando. Me dedico más bien a la elaboración de pensamientos, que luego no paso al papel, no los transmito, me complace saber que hace tiempo que no transmito nada. Es como si así me alejara aún más de mi condición, ya afortunadamente clausurada, de escritor dedicado a publicar lo que escribía.

He logrado con felicidad lo que me parecía tan temible, he logrado convertirme en uno de esos escritores que, al no escribir o escribir con poca constancia, se transforman en monstruos que andan vagabundeando por los alrededores de la locura, pero la mía es una locura contenida que me permite ser respetado en lugares de distintos órdenes, en el burdel y en la tertulia de los psiquiatras, por ejemplo. Una locura en libertad, sin encierro en Herisau. Una vida más próxima a la vida. Una vida de un don nadie sin nadie. Aunque a veces hago como que tengo amigos. Se me ve a menudo en la tertulia de los psiquiatras del Frenopático. Qué bello nombre, me digo ahora. Qué nombre tan antiguo, Frenopático. Qué nombre tan pasado de moda, por otra parte. Pasado de moda seguro que lo está, como tantas cosas aquí en esta ciudad que, por otra parte, se rige por los contrastes, pues junto a lo escandalosamente antiguo cuenta, por ejemplo, con modernos cines y librerías y rascacielos, y hasta hay una librería en lo alto de un rascacielos, en lo alto de la Torre Funchal. En realidad, lo viejo y lo nuevo se acoplan aquí a la perfección en esta ciudad que, todo hay que decirlo, es un sitio terrorífico y maravilloso a la vez (como el burdel que frecuento, que reúne también ambas características, y las dos parecen unidas por un hilo casi invisible que hace que no se distinga una de la otra), y ése es seguramente uno de sus mayores encantos.

Me digo, una vez más, que Walser vivía en un permanente y envidiable estado de bella desdicha, y me felicito por ir acercándome, en libertad, a ese estado tan anhelado. Contribuye a mi serena tristeza de los últimos tiempos el amor comprado y el que, además, debido a la situación geográfica de la ciudad y la clase de turismo que llega aquí, tenga la casi absoluta seguridad de que no voy a ser visto por los que en mi vida anterior me vieron, eso me da una paz interna extraordinaria. Ellos mismos, con su indiferencia, me ayudaron a ser invisible y, en lo que atañe a la vida que llevo, acabaron logrando que me haya convertido por fin en un perfecto Pynchon, en el novelista que odia la fama, el escritor sin rostro que prefiere vivir en el anonimato, de modo que sólo sabemos de él que estudió ingeniería aeronáutica, que fue alumno de Nabokov en la Universidad de Cornell y que vive en Nueva York, su ciudad natal.

No sabía que era tan fácil ser un Pynchon. Esta noche quiero celebrarlo. «Ya sé con quién lo harás», me dice el doctor Ingravallo, intuyo que riendo socarronamente. «¿Cuánto hace que olvidaste a Daisy Blonde? ¿Te ocurrirá lo mismo con Lidia?», me pregunta, y vuelve a reírse. «No tiene por qué volver a pasarme», le contesto, y le explico que con Lidia todo es simplemente amor de miércoles, comprado. Por suerte, Lidia no es la Bomba, le digo, es pequeña y sensual y es un descanso, además, que no sea esbelta e imponente y que no ande mirándome desde un porche color rosa en una puesta de sol californiana. Todas al final me traicionaban. Lidia no puede hacerlo. Lidia nunca irá a Malibú, por ejemplo, jamás se moverá de este puerto y de esta ciudad. Todo esto le digo, y el doctor se ríe. «Lidia también te traicionará», me dice.