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Esta noche he mirado por la ventana de mi cuarto y me he concentrado en el firmamento, sobre todo en la estrella Sirio, tratando de conectar con la lejana rue Vaneau. En cierta forma he actuado como el pobre Ramón cuando buscaba entrar en contacto con su mujer difunta. He estado largo rato ahí concentrado en Sirio. Y no deja de ser curioso pensar que esa estrella es la más brillante de todo el firmamento mientras que Walser fue y sigue siendo la más felizmente oscura de las estrellas de la literatura.

He estado largo rato aguardando un susurro en el oído o el roce de una mano extraña con la mía, o bien cualquier otra señal del otro mundo que pudiera devolverme, por unos instantes, a la lejana rue Vaneau, saber qué estaba sucediendo en aquel preciso instante en ella.

Me he acordado de aquel día en Capri, cuando no sabía cómo hacer verosímil en mi primer libro la aparición repentina de un fantasma y le trasladé mi problema a Bernardo Atxaga, que me escuchó con paciencia y acabó diciéndome que era todo muy sencillo, bastaba con escribir que se me había aparecido un fantasma.

Me he concentrado en Sirio y he ido en el fin del mundo a la busca del fantasma de lo invisible, el espíritu inmortal de la Patagonia.

Un susurro del viento en el oído. Y todo se ha precipitado. Era de día en París. Un escritor que me ha recordado a Álvaro Mutis avanzaba, en compañía de una mujer, por la rue de Bac y se detenía frente al número 120 de esa calle. Un edificio elegante. Encima de la gran puerta cochera una placa recordaba que allí había muerto René de Chateaubriand en 1868.

«Aquí estuvo el vizconde durante los años de su vejez», decía con aire pensativo el hombre parecido a Álvaro Mutis. «Cada vez que paso por París me paro ante estas ventanas y me imagino a Chateaubriand viejo, casi olvidado, pobre. Andaba por este barrio con su blanco pelo alborotado, su rostro de personaje romántico, como si saliera de sus propias novelas.»

«El inventor de la melancolía moderna», ha dicho ella.

Nuevo golpe de viento en el oído. He podido ver entonces que no era que el hombre se pareciera a Álvaro Mutis, sino que era directamente Álvaro Mutis, el escritor colombiano.

«Chateaubriand», le he escuchado decir, «tuvo un consuelo maravilloso. Vivió aquí con madame Récamier. Esa mujer, la gran belleza del Consulado y del Imperio, terminó siendo para él una compañera leal, de una bondad, de una gentileza y de una ternura extraordinarias.»

Han dado una mirada furtiva al mapa de París. «Mira, la rue Vaneau», ha comentado ella. «Derecho y luego una cuadra a la izquierda. Ahí tenemos una cita con André Gide», ha dicho él.

Me he acordado de las primeras líneas del capítulo 9 de Rayuela, la obra de Julio Cortázar: «Por la rue de Varennes entraron en la rue Vaneau. Lloviznaba, y la Maga se colgó todavía más del brazo de Oliveira, se apretó contra su impermeable que olía a sopa fría.»

Durante unos segundos los he perdido de vista hasta que han reaparecido en el 1 bis de la rue Vaneau. «Ahí está», ha dicho Mutis con una voz que parecía temblar de emoción, «su vivienda estaba en la sexta planta. Gide y la Petite Dame vivieron aquí juntos veintiséis años. Aquí murió Gide en 1951. Fue una muerte admirable, serena, madura.»

Durante unos segundos han permanecido los dos en silencio mirando hacia las ventanas del sexto piso, donde de pronto, en una de ellas, se ha movido una cortina. Ha sido como si Gide y la Petite Dame se hubieran asomado durante un instante. Mutis ha sonreído y ha seguido hablando: «Me fascina su extraña relación. Gide, quien asumió finalmente su homosexualidad, vivía separado de su esposa sin haberse divorciado. Cuando enviudó, la Petite Dame, su amiga de siempre y también viuda, le propuso un día en un café que juntaran sus maletas y cuidaran el uno del otro. Gide aceptó y se mudaron al 1 bis de la rue Vaneau. Llevaron el arte de vivir juntos hasta su máxima expresión. Se entendían perfectamente a pesar de tener ambos un carácter muy fuerte y de la vida muy particular que seguía llevando Gide. Había entre ellos una complicidad absoluta. Un amor tejido con una amistad muy fuerte, y una tácita convención de jamás oprimir el uno al otro, de jamás coartar la libertad de decisión y de selección del destino que tiene cada ser humano.»

«Es una relación muy moderna», ha dicho ella.

«No sé», ha respondido Mutis.

Y han seguido andando por la rue Vaneau. Al pasar por delante de la embajada siria, ni siquiera la han mirado. Lo mismo ha sucedido con la mansión de Chanaleilles y con la farmacia Dupeyroux. Han ido ignorando todos esos lugares tan familiares para mí. Seguramente, ni remotamente sospechan que en la rue Vaneau hay una amenaza latente. Me he dado cuenta de lo alejados que estaban ellos de mi mundo. De todos modos, por un momento, he tenido la esperanza de que en su deambular por la calle acabarían dedicándole una mirada al Hotel de Suède y así, a su manera, no me dejarían tan solo en esta vida. Pero han pasado también de largo, en silencio, meditabundos. Como si la amenaza callada de esta calle estuviera emitiendo señales y ellos no fueran capaces de registrar ni un solo destello de éstas.

Les he visto detenerse frente al hoy lujoso apartamento de Marx, pero sólo para volver a mirar el mapa de París. Por un momento, me ha parecido ver a la pobre Jenny Marx asomarse a la ventana. «Al final de la calle, ya en rue de Sèvres, está el metro que, aun no estando en esta calle, lleva el nombre de metro Vaneau», ha dicho Mutis.

Han seguido caminando y yo he sentido que por unos instantes hasta caminaba con ellos. Al llegar a la rue de Sèvres, hemos girado a la izquierda y, a cuatro pasos de la entrada del metro, nos hemos plantado frente a la fuente pública de Fellah, una bellísima fontana de principios del XIX, un testimonio de la egiptofilia que se apoderó de París en aquellos días. La hemos admirado durante unos largos segundos. Después, ellos han bajado al metro, y he oído que Mutis comentaba que Julio Cortázar solía decir que no toda la gente que baja al metro de París reaparece después en la superficie. Yo no he bajado. He vuelto sobre mis pasos. De nuevo me he concentrado en la estrella Sirio. Un susurro del viento en el oído. Y todo se ha precipitado.

Poco después, desde un lugar que nada tiene que ver con la Patagonia (ese fin de la tierra desde el que, una vez más, acabo de simular que escribo), he enviado un e-mail a todas, absolutamente todas, las direcciones de mi correo electrónico. Lo he enviado, para ser exactos, desde el Hotel Lutetia, donde hoy paso mi tercera y última noche y donde en estos últimos tres días he estado pensando adónde me iba a vivir, al tiempo que iba diciendo en mis cuadernos que estaba en la Patagonia.

Desde este hotel de París, a cuatro pasos de la rue Vaneau, desde su sala de Internet, he enviado un mensaje a todo el mundo. Una despedida más breve y quizás —puede haberse extraviado— más efectiva que la carta que dejé en el mostrador del Suède a nombre de Eve. Una despedida electrónica, dirigida a antiguos amigos y conocidos, y también a enemigos, a todos:

«Os habla el doctor Pasavento, emboscado en el mundo feliz de los eclipsados. Oculto (como alguno de vosotros ya sabe) en la Patagonia. No creo que os sea posible encontrarle en este espacio inmenso en el que vive y, además, ni lo intentéis. Quiere sentirse lejos de todo. Vivir una maravillosa existencia de cero a la izquierda, de escritor sin obra, de soldado de Napoleón olvidado.»

Tras enviarlo, he entrado en una situación que he juzgado idónea, pues me ha parecido que si alguien a partir de ahora decide buscarme, casi seguro que lo hará en la Patagonia —me parece convincente ese «como alguno de vosotros ya sabe»—, me buscará donde precisamente no estoy, ni he estado nunca. Pienso que ha sido un gesto acertado decirles a todos que estoy en la Patagonia cuando en realidad me encuentro a centenares de kilómetros de ella. Inevitablemente he pensado en Walser cuando hablaba de esa extraña depravación de «alegrarse secretamente al comprobar que uno se oculta un poco». En mi caso, más que «un poco», voy a esconderme por completo.

En los últimos días he escrito como si estuviera en la Patagonia, es cierto, pero en realidad, mientras llevaba mi cuaderno de ayudante del doctor Altafini, yo estaba en el Lutetia. Y ahora, minutos antes de dejar el Lutetia y París para siempre (porque esta vez sí que dejo París, no soy tan terco), he enviado ese e-mail colectivo para que me busquen en un lugar equivocado. Creo que por fin podré ver realizada plenamente la más noble de mis aspiraciones, convertirme en el doctor Pynchon.