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Hoy he ido por primera vez a la ciudad, he ido a El Calafate. Un largo recorrido en coche para, entre otras cosas, ver allí cómo está llegando ya la primavera. Golondrinas, chingolitos, chorlos y cotorras. También nubes y turistas. Las nubes han desembocado en una fina lluvia muy pasajera. Me he quedado consternado porque he comprado un periódico y he sabido de la tragedia de Atocha en Madrid. Un atentado con cerca de doscientos muertos. Una matanza espantosa. Me he quedado como un imbécil mirando al cielo y pensando en aquel coche fúnebre que erraba por París, aquel coche que se me ocurrió inventar en Atocha, hará de esto ya pronto tres meses.

Por la noche, ya de nuevo en casa, he seguido leyendo incrédulo la noticia y he terminado por salir fuera y subir al caballo. He recorrido unas millas y he visitado al doctor Altafini, al que le he contado que me perseguía la sensación de que tal vez tenía algo que ver mi paso por Atocha y la invención del título de un libro que no existía con la matanza de Madrid. Le he explicado que siempre he sospechado que lo que escribo acaba proyectándose, aunque sea de una manera deformada, sobre la realidad. El doctor Altafini me ha mirado casi incrédulo y ha terminado llamándome pretencioso.

«Sus palabras me confirman lo variadas que son las especies de vanidad de este mundo», me ha dicho. Y su frase no ha podido ayudarme más, ha resultado incluso liberadora, pues ha logrado que me desembarazara de una pesada carga absurda, al tiempo que me ha permitido confirmar que el doctor Altafini es un hombre muy agudo y, tal como ya sabía, enormemente sensato, lo cual siempre viene bien en una tierra como ésta donde el viento de la locura hace espectaculares estragos.

He bebido whisky con él y he terminado regresando a casa medio dormido sobre el caballo, un caballo al que cada día aprecio más, ya que es buen conocedor del camino de retorno y ha ido avanzando lento hacia mi modesto refugio. Después, he desmontado y hecho a pie el camino final, he dado unos pasos y he entrado en mi casa. He mirado al ombú y luego, sin sonido ni palabras, aparte me he quedado ya.

He recuperado enseguida el sueño que tenía cuando iba a caballo y me he vuelto a quedar dormido, esta vez soñando que galopaba encima de un búho imposible, de un búho gigantesco. Seguramente era el búho que descubrí, no hace mucho, en lo alto del granero que el anterior propietario de la casa utilizaba para almacenar la leña, y donde ahora sólo hay unos barriles de harina vacíos y apilados uno encima del otro. Me causó una viva impresión ver al búho en uno de esos barriles, tal vez porque no lo esperaba. Me lo encontré de golpe sujetando a un pichón muerto entre sus garras y con el rostro lleno de alarma vuelto hacia mí, y me impresionó tanto que acabó en el sueño convertido en un caballo.

Cuando me he despertado, me ha parecido oír los pasos del fantasma de la casa, y para no sentir miedo he imaginado que el doctor Ingravallo, queriendo aportar comicidad a la situación, se acercaba a mí y, tratándome de usted, me preguntaba: «Y dígame, doctor Pasavento, ¿fuma cuando está enfermo?» Un largo silencio. Todo evidentemente absurdo, pero eficaz. Y es que nunca falla: para huir de un fantasma es ideal llevar al fantasma dentro. Claro está que hoy me ha inquietado mi propio fantasma, pues su voz ya no es una variante de la del cantante Reggiani, su voz me ha recordado la de un amigo muerto.