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Alrededor de una hoguera a veces surgen las historias que cuentan los solitarios. «Tomábamos mate en atardeceres infinitos», dijo ayer el viejo Ramón, dueño de una cicatriz espectacular en su hombro izquierdo. «¿Cuántos erais?», preguntó el doctor Altafini. «Mi mujer y yo», contestó Ramón. Un breve silencio. «Ella siempre rodeada de loros y otras mascotas. Es triste, pero es ya lo que más recuerdo de Julia.» Otro silencio. «Nunca vi a tu mujer ni a las mascotas. ¿Estás seguro de haber tenido mujer?», preguntó otro viejo, también llamado Ramón, aunque para distinguirlo le llamamos por su apellido, le llamamos Roca. «Y mira que te conozco desde hace siglos», añadió Roca. «Murió el año anterior a tu llegada, por eso no la viste», dijo Ramón. Y se produjo un silencio que rompió el propio Ramón al ponerse a contar la desdichada historia de la muerte de su mujer a los pocos meses de que se hubieran instalado en la estancia de Santa Teresita. Cuando murió su mujer, él creía en la vida en el más allá, y eso le llevó desde el mismo día del entierro a esperar que la pobre Julia se pusiera muy pronto en contacto con él. «Yo pensaba», nos dijo, «que no estaba muerta y que pronto se pondría en contacto conmigo. Yo me decía que, estuviera donde estuviera, se acordaría de mí y vendría a consolarme. Cada día, cuando anochecía, me sentaba en un rincón del porche de mi casa y pasaba horas esperándola. Seguro que vendrá, me decía. Aunque también me decía que tal vez no podría verla, pero que me llegaría de ella un susurro en el oído, un roce de su mano con la mía, alguna señal incontestable. Cada noche esperaba que apareciera en el rincón del porche, pero fueron pasando los días y nunca aparecía. Pasé a esperarla en el tejado. Contemplaba la llanura y veía donde pastaban los caballos de la hacienda, y esperaba el roce o el susurro, esperaba que ella llegara. No vino nunca y un día por fin me hice a la idea de que estaba muerta. Me había quedado solo en el mundo, en compañía de sus loros y de las otras mascotas. Ella sólo permanecía en la tierra a través de aquellos animales que se me fueron también muriendo todos. Ahora de ella sólo quedan estas palabras y esta emoción, el recuerdo de los loros y la certeza de que no hay vida después de la muerte.»

«Es una historia triste», dijo Roca, «pero de ser cierta ya me la habrías contado antes. Me parece que te inventas tus recuerdos.»