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Escribir para desaparecer, para ausentarse. Se ha acumulado en esta tierra patagona tanta belleza que hasta carece de sentido apreciarla. Pero, eso sí, a veces no puedo evitarlo y caigo rendido de admiración ante la bondad de cualquier cosa ínfima. Una brizna de hierba al atardecer, por ejemplo. O bien ante la belleza de algo descomunal. Una explanada verde y llana, con sus tres mil cabezas de ganado de color negro pastando diseminadas por ella, por ejemplo.

Desaparecer y ausentarse al escribir y escribir para ausentarse. Tal vez ahora, con la desaparición radical, llegue la verdadera hora de mi escritura. En cualquier caso, he llegado al fin de las cosas. He acabado la jornada patagona y, como cada día, he ido dejando lentamente el mundo exterior. Una vez más, el aire del fin de la tierra me ha quemado los pulmones y su clima extremo me ha bronceado. Son ya casi de hierro mis miembros (tal como buscaba tenerlos Rimbaud), y mi piel se ha vuelto muy oscura y mis ojos bien furiosos. Pero no volveré a Europa. De aquí ya no me muevo. Después de todo, soy ya por fin plenamente capaz de vivir sin que nadie se acuerde, ni lejanamente, de que existo. Es mi gran triunfo.

Estoy bien en mi casa, aunque no se cansan de decirme que en ella hay un fantasma. Es cierto que por la noche escucho ruidos extraños, pero siempre tiendo a pensar que es el doctor Ingravallo que mueve muebles. Me encanta dedicarme a no hacer nada, pero también a mover muebles, mejorar la casa. Mi trabajo de ayudante del doctor Altafini es una maravilla, porque apenas tengo que hacer nada. Lo que más hago durante el día es dedicarme a contemplar la naturaleza. Esta actividad me devuelve a los días felices de mi juventud, cuando pasaba horas tendido en un yermo, mirando al cielo, con mi mente en un estado de pura inocencia, ocupado sólidamente en no hacer nada.

A diferencia de antes, cuando escribir era una forma de gestionar mi futura gloria, hoy en día dedicarme muy de tarde en tarde a estas breves notas no lo puedo considerar en modo alguno un trabajo, sino un placer inmenso. Como un placer es para mí también extasiarme horas mirando a las vigas del techo de este estudio, unas vigas que me recuerdan las de la biblioteca de Montaigne, allá en la torre donde nació el ensayo, esas vigas en las que él grabó sentencias griegas y latinas que todavía hoy puede leer el visitante.

Desde la habitación que da al sur y que es mi dormitorio puedo ver, a modo de vista privilegiada, un viejo y orgulloso y solitario ombú. A pesar de que, como todos los ombúes, crece muy despacio, yo creo que le veo crecer, que capto el instante mismo en que lo hace. Lo capto fijándome con adherencia visual absoluta a una cualquiera de sus hojas, de esas hojas grandes y de color verde oscuro que parecen hojas del laurel y que —por suerte fui advertido a tiempo— envenenan.

Todo envenena, me digo hoy 20 de febrero, primer aniversario de la desaparición de Maurice Blanchot. Atardece y acabo de regresar a casa tras un trayecto con el caballo a todo galope. En mí se combinan cada día más acción y pensamiento, aunque la acción —eso al menos espero— sigue venciendo, y el pensamiento disminuyendo, lo que no significa que no piense. Pienso, pero dándole a ese verbo su sentido más walseriano. En cuanto a la acción, ésta consiste en galopar o pasear y en no atender nunca a ningún enfermo de lo porque aquí no hay nadie que esté loco, precisamente porque todo el mundo lo está. Así que mi trabajo es inútil, lo que posibilita aún más que no haga nada.

Espero a que caiga la noche para recordar al ombú que está al sur y a Blanchot, que está en mi norte y del que quiero grabar en las vigas del techo unas palabras que desde hace unos días son a su vez mi único norte:

«La obra escrita produce y demuestra al escritor, pero una vez hecha no da testimonio sino de su disolución, su desaparición, su defección y, para decirlo brutalmente, su muerte, de la que por otro lado nunca queda una constancia definitiva.»

Seguramente el fin del mundo está en estas palabras que acabo de transcribir en mi cuaderno, a la espera de hacerlo en las vigas. Miro hacia el norte, sobre la llanura plana, dejando vagar la mirada al oeste de los altos árboles, azules en la distancia, que señalan la ubicación de la casa vecina, la estancia de Santa Siriana. Aquí algunos días, al atardecer, comparto el mate con el doctor Altafini y con nuestros pacientes, soy el único médico psiquiátrico en no sé cuántos kilómetros a la redonda. Acompaño al doctor Altafini en sus batidas por la región, en su revista médica semanal a los desperdigados gauchos de esta región. Y día a día confirmo que ninguno de ellos necesita auxilio psicológico, si acaso de tipo físico, y para eso ya está el doctor Altafini.

Son hombres felices en su locura y deriva solitaria, son felices conduciendo de día a las ovejas y esperando de noche a la siguiente salida del sol para poder volver tan contentos y tan rematadamente chiflados a sus rebaños. Están siempre vivos y siempre locos, y no necesitan manicomios, sólo el aire libre. En cuanto a mí, creo que, como diría un poeta, ciertos cielos han afinado mi óptica. Y hay jornadas que son aquí como semanas, y no es extraño que así sea, porque todos los días uno ve lo mismo, lo mismo siempre, salvo los diferentes cielos. Y en cualquier caso es una alegría poder decir que atrás —en compensación a tanto dolor antiguo— va quedando fulminada para siempre la identidad, atrás va quedando esa carga pesadísima. Yo aquí para unos soy el doctor Pasavento, y para otros Pasavento a secas. Por eso a veces trato de hacerles ver que cuando están conmigo están con los Pasavento, incluido el doctor Ingravallo, al que no nombro para que no crean que es mi fantasma.

Puedo ver todos los días, si salgo de mi casa, una gran variedad de tipos duros y solitarios, gauchos esparcidos por un espacio infinito en el que el silencio también es solitario, aunque solidario. Ayudo en lo que puedo y a mí también me ayudan —somos como una discreta y clandestina comunidad inconfesable— y conozco la bella infelicidad yendo a caballo por este país del viento, en este lugar misántropo donde todos los días que salgo, al regresar, dejo atrás la montura y, tratando inútilmente de imaginar el rostro del viento, hago a pie el camino final, que consiste en dar un paso más allá y entrar en mi refugio. Entro en casa y miró al ombú y luego, sin sonido ni palabras, aparte me quedo ya.