Abro la ventana y entra el aire fresco del fin del mundo. De tener alguna obra, ésta debió de perderse para siempre en Europa, en el lavabo de la planta baja del Lutetia, un gran hotel del boulevard Raspail, a cuatro pasos de la rue Vaneau. Me desplacé a ese hotel tan cercano al Suède cuando, tras mi encuentro con Eve y Mermet, me pareció que no debía continuar ni un minuto más en mi hotel, debía desaparecer de verdad. Me fui al Lutetia, que estaba a la vuelta de la esquina. Una breve caminata por París. Me fui al Lutetia a pensar lo que en un primer momento había pensado que pensaría en el Suède, es decir, me fui a pensar o, mejor dicho, a preguntarme dónde, por Dios, estaba el lugar ideal para apartarme, de una vez por todas, del mundanal ruido.
Recuerdo mi entrada en el Hotel Lutetia, donde me había propuesto no estar más de uno o dos días, tan sólo el tiempo que necesitara para decidir cuál era ese lugar ideal que buscaba. Y recuerdo perfectamente mi breve contacto con la mujer alta y rubia del amplio espacio —parecía un decorado de cine de los años cuarenta— de la recepción. Llegué con mi maletín rojo y la bolsa de cuero negro. Enseñé mi pasaporte, pedí una habitación, y al poco rato me inscribieron en el registro. Me dieron la llave del cuarto.
—Me llamo Pasavento, soy el doctor Pasavento. Pero también respondo por teléfono a quienes pregunten por el doctor Pynchon —dije.
La recepcionista enarcó una ceja y parecía que iba a pedir que le repitiera o le aclarara lo dicho, pero no fue así, seguramente porque era una gran profesional y amaba ser la cómplice perfecta de sus clientes. Sólo me pidió que le pusiera en un papel la correcta caligrafía del apellido Pynchon. Lo hice.
—De acuerdo, monsieur. Responderá usted también a las llamadas que pregunten por el doctor Pynchon. Aquí tiene la llave, monsieur…
Vi que había olvidado mi apellido. Instintivamente miré hacia atrás, hacia la calle, miré más allá del boulevard Raspail, en dirección a la rue Vaneau, y poco después le dije:
—Doctor, doctor Pasavento.
TOILETTE Y LIBERTAD
Al tomar posesión en el Lutetia de la amplia habitación que daba al boulevard Raspail, recordé de una lectura reciente la alegría del viajero y ensayista inglés William Hazlitt siempre que, tras una caminata, llegaba a alguna posada en la que era un perfecto desconocido. Para Hazlitt, ir de incógnito era muy excitante: «Sentirme señor de mí mismo, sin la carga de un nombre.»
Después, tal como de antemano había decidido, llevé a la práctica el peculiar gesto de libertad que había pensado realizar en una de las toilettes de aquel lujoso hotel que no había que olvidar que tenía un pasado tremebundo, había sido cuartel general de los nazis en los años de la ocupación alemana. Fui a la planta baja y, encerrado poco después en uno de los wáteres del lavabo de caballeros, aislado en él y con la seguridad de que nadie me veía, en una sosegada intimidad y con el murmullo del agua que me decía «hazlo, hazlo», saqué el rotulador comprado para la ocasión y escribí en español, en lo alto de la pared (para que fuera difícil borrarlo), algo absolutamente vulgar, nada genial:
«Señoras y señores, para nuestro beneficio,
No lo hagan en la tapa, sino en el orificio.»
Terminada mi hazaña, guardé el rotulador. Abrí la puerta. Me mezclé de nuevo con los clientes del hotel. Me quedé pensando que tal vez nunca en la vida había hecho algo tan fascinante. Había en ese algo… algo extraño y embriagador, debido probablemente a la terrible evidencia de la inscripción unida a la absoluta ocultación del autor, al que era imposible descubrir. Y también debido al hecho de que era algo que estaba por debajo de mi capacidad creativa, lo que podríamos llamar el placer descomunal de ocultarme en las regiones inferiores de mi talento.
Qué manera más ideal de escribir y no ser visto, pensé. Qué manera más maravillosa de no ser molestado por los que una vez te vieron, por ejemplo, en la televisión y no recuerdan qué premio ganaste, pero sienten que deben felicitarte por ese galardón y tú, encima, te crees obligado a ser simpático porque aún te parece que debes gestionar tu gloria.
Después, abandoné el lavabo de la libertad y subí al cuarto, donde escribí una carta que deposité unas horas después (a nombre de Eve) en el pequeño mostrador de la recepción del Suède:
«Es posible que ya nadie, a partir de hoy mismo, tenga noticias de mí nunca más. Que nadie crea que he sido abducido por alguna alimaña de un planeta lejano. Soy yo mismo mi propio secuestrador. Las fatigas, los groseros esfuerzos que se precisan para alcanzar en este mundo honores y fama no están hechos para mí. Quiero esconderme de todo y de todos, no tener que aparecer más en público, no tener que vivir en medio de las desesperantes intrigas del mundo literario. Quiero llevar la vida de un Salinger, por ejemplo, o la de un Thomas Pynchon. O la de un Miquel Bauçà, un escritor oculto en el centro de Barcelona y al que algunos conocen como “el Salinger catalán”. Quiero llevar la vida de todos esos escritores que admiro porque han logrado seguir escribiendo y existiendo sin ser molestados.
»Seguiré escribiendo, pero, a diferencia de Salinger, Pynchon y Bauçà, no lo haré para publicar, porque también de publicar me voy a retirar. Trataré de volver a ser aquel joven que escribía sin siquiera pensar en publicar y al que todos dejaban en paz. Tal vez sea la mejor fórmula para que pueda volver a ser aquel joven, levantado antes de la aurora, en pijama, con los hombros cubiertos por un chal, el cigarrillo entre los dedos, los ojos fijos en la veleta de una chimenea, mirando nacer el día, entregado con implacable regularidad, con una monstruosa y amateur perseverancia, al rito solitario de crear mi propio lenguaje. Eso es lo que trataré de volver a ser. Lo intentaré en un país lejano, fuera de las miradas de todos. Allí la hora nueva, que diría Rimbaud, será al menos muy severa. Sabré escribir para mis abismos personales. Y a quienes se crucen en mi camino les diré que busco la verdad. Se lo diré como ausentándome, como quien se aleja para poder saludar a la belleza.»