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Pasé once días en Herisau. Y sólo diré que no hubo uno solo en que no fuera a la tumba de Walser y no viera las lápidas verticales.

Queden aquí esos días como un misterio insondable, a lo Agatha Christie.

En el undécimo día, el penúltimo viernes de enero, me marché súbitamente de la triste Herisau y dejé atrás historias que pienso callar.

Y, tomando el primer tren, inicié el largo y lento regreso a París, al hotel de la rue Vaneau.

En ese hotel fui inesperadamente muy bien recibido. «Bonjour, monsieur Pasavento», me saludó la directora, que parecía haberse aprendido muy bien mi apellido y a la que en esta ocasión le dio por darme la que dijo que era la mejor habitación del hotel, la que llevaba el número 65. No sabía yo ni tan siquiera que hubiera una sexta planta en el edificio. En el nuevo cuarto, la vista sobre los jardines de Matignon no podía ser más amplia, generosa, espléndida. Un buen lugar, pensé, para espiar a fondo los vergeles del primer ministro.

Ayer, alrededor de las diez de la mañana, tras catorce días de intensa escritura y prolongado encierro en el hotel (dedicado a contar lo que me había ido ocurriendo desde el caos de mi Nochevieja hasta el momento en que, a mi regreso de Herisau, el doctor Ingravallo me habló de la soledad como afrodisíaco del espíritu), decidí salir a dar una vuelta por París.

Bajé las escaleras, alcancé el hall del Suède. Y de pronto vi allí, junto al mostrador de recepción, a Eve Bourgois, que en ese momento estaba saludando al joven escritor de Zurich Peter Mermet, al que reconocí enseguida por las fotos del catálogo de Bourgois-éditeur. Tenía dos maletas en el suelo y todo parecía indicar que acababa de llegar al hotel, dispuesto seguramente para una semana de promoción de su último libro. No tuve ni tiempo de compadecerme de él.

«Bienvenu», le estaba diciendo Eve Bourgois en ese preciso instante. Varias personas que desayunaban en las mesas del hall parecían contemplar con cierto interés la escena del recibimiento. Estaba seguro de que Mermet, al igual que Lobo Antunes, no me conocía de nada. Pero el problema para mí no era Mermet, sino de nuevo Eve Bourgois, pues podía reconocerme. Traté de no ser visto, pero ella, como si hubiera oído mis pasos, se dio la vuelta en aquel mismísimo momento y me vio, aunque no reaccionó ni hizo el menor gesto que permitiera pensar que me había reconocido. Me pareció increíble. Di dos pasos más hacia delante y quedé totalmente enfrente de ella. Pero continuó impasible, lo que me pareció enormemente extraño. Aquello era muy raro. Y no pude evitar decírselo a la propia Eve, aun sabiendo a lo que me arriesgaba.

—Es que pensábamos que te habías encerrado a escribir una novela sobre la rue Vaneau y que era imperdonable molestarte —me explicó Eve con toda naturalidad poco después.

Apenas sabía yo qué decir. La sublimación de mi mundo de desaparecido acababa de derrumbarse de golpe.

—Es que creíamos —prosiguió Eve— que estabas metido en un encierro radical y hemos preferido respetar el aislamiento que has elegido para trabajar. Pero, bueno, nos alegramos mucho de saludarte. Escribes una novela sobre la rue Vaneau, ¿verdad?

Fui la viva imagen de la perplejidad hasta que me decidí a hablar. Le dije la verdad. No era para nada una novela, sino anotaciones en cuadernos, muchas de ellas escritas desde la rue Vaneau, aunque en algunas de las últimas anotaciones yo había comenzado a insinuar o a simular que escribía desde la Patagonia.

—¡Ah! —dijo ella.

Mermet intervino y comentó que le gustaría ir a esas tierras tan lejanas, pasear por las pampas y conocer la vida de los gauchos.

—Seguramente es el mejor lugar para desaparecer —dije—. De hecho, siempre he pensado que viajar a la Patagonia debe ser como ir hasta el límite de un concepto, como llegar al fin de las cosas.

—Y, por otra parte —dijo Eve—, te veo ahora aquí y sé que es cierto que estás, pero también sé que parece que no estés.

—¿Así que usted cree que desaparecer es llegar al fin de las cosas? —dijo Mermet.