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El doctor Ingravallo acaba de recordarme que, a pesar de los días transcurridos, nadie se ha dado cuenta aún de mi desaparición. «Es más dramático de lo que crees», me ha dicho con evidente ánimo de socavar mi moral y quizás movido por la idea de interrumpir mi evocación de mi segunda visita a Herisau. Quién sabe. Tal vez sus palabras han obedecido simplemente a un impulso de rabia al verme tan feliz aquí últimamente y recuperando la tranquilidad que tanto había perdido en mis tiempos de escritor engullido por el mundo de la vanidad y la fama.

«Has sacado dinero de tantos cajeros», me ha dicho, «has pagado con tarjeta de crédito en tantos lugares que la verdad es que, si alguien hubiera denunciado tu desaparición, la policía ya te habría localizado perfectamente. Pero no te busca nadie, ésa es la pura verdad. La rutina bancaria le hace llegar a tu mujer su paga mensual y los otros andan ocupados en sus amores o en sus muertos o en escritores que les dan más dinero o más placer que tú. Y, en fin, estás solo con tu soledad. Es penoso y lo siento. Convivo tanto contigo que hasta te he tomado un repulsivo aprecio. De verdad, me sabe mal. Pero nadie te quiere, y eso también es verdad. Y, lo que es peor, la cosa no tiene remedio. Aunque te volvieras un hombre entrañable, alguien siempre preocupado por los otros, desprendido y amable hasta el infinito, simpático y no problemático, tampoco así te amarían. Estamos solos, cada uno consigo mismo y con su muerte propia y su vida solitaria y desastrosa, estamos muy solos todos. Pero te diré algo que quizás te consuele. La soledad es el afrodisíaco del espíritu, como la conversación lo es de la inteligencia.»

Las palabras últimas, las de consuelo, han tenido la virtud de animarme. Con una caligrafía cada vez más minúscula y que ya casi parece un homenaje a los microgramas de Walser, con una caligrafía que exige afilar muy bien el lápiz, me he limitado a tomar nota de esas últimas palabras de Ingravallo y luego he mirado por la ventana y he visto un pequeño pájaro, que me ha despertado una repentina ternura. Muy poco después, he pasado de la ternura a la ansiedad y me ha parecido que ya era hora de terminar con mi encierro de tantos días de compulsiva escritura. Sin duda, me convenía dar una vuelta por París.