En el tren que me conducía de regreso a Herisau imaginé que iba por Italia en un coche alquilado, iba conduciendo hacia el sur, y de pronto me encontraba a las puertas de la ciudad de Parma. Aparcaba junto al río y, al pensar de repente en el flaco Farnese, me acordaba de que allí había un teatro que llevaba su nombre y lo visitaba. Después, paseaba por la plaza del Duomo y el Battistero y entraba en una librería de la Strada Cavour, donde encontraba II caso dello scrittore sfumato, un libro breve de Juan Marsé que acababan de traducir al italiano. Recordaba muy bien la historia que se contaba allí: un escritor famoso, cada vez que salía en la televisión, perdía imagen, se iba difuminando poco a poco.
Imaginé que compraba el libro de Marsé y me acercaba al antiguo Caffè Centrale, también en la Strada Cavour, y allí disfrutaba de un soberbio helado de chocolate y nata. Y poco después volvía al coche y salía en busca de la famosa cartuja de la novela de Stendhal, la Cartuja de Parma. Me habían dicho que podía encontrarla y verla, pero que debía tener en cuenta que lo más probable era que hubiera sido inventada por Stendhal. Para verla había que tomar una carretera y salir de la ciudad y lo que uno acababa encontrando era una anodina cartuja en la que instruían a futuros policías de tráfico. ¿Sería verdad? ¿Era una escuela municipal ahora la cartuja? Me acordaba de otra cartuja, la de Sevilla, aquella a la que nunca había llegado. Y terminaba por no ver el último refugio de Fabricio del Dongo, porque andaba preocupado por otros asuntos y otros refugios.
Nada más salir de la ciudad, en un paraje en aquel momento desierto, a unos dos kilómetros de donde se decía que estaba la Cartuja de Parma, dejaba el coche tirado en una cuneta y, llevándome en el maletín sólo lo más imprescindible, emprendía a pie el camino de regreso a Parma. Quedaba el coche con las puertas abiertas de par en par, y dentro algunos documentos personales, mi pasaporte, la mitad de los libros que transportaba en el maletín, el pijama, la cámara de fotos, todo esto y mucho más quedaba en el asiento de atrás, revuelto y abandonado para siempre. Era como si yo en el fondo, puesto que aún nadie había advertido mi desaparición en Sevilla, estuviera deseando que empezaran a buscarme. Era como si debajo de mi pasión por desaparecer hubieran latido siempre paradójicos pero evidentes intentos de afirmación de mi yo.
En realidad, dejando aquellas dos puertas abiertas, acababa de imitar lo que hiciera Agatha Christie en la noche de aquel viernes 3 de diciembre de 1926 cuando dejó Styles, su casa del condado de Berkshire, y desapareció dejando su coche con las puertas abiertas, tal vez buscando que la buscaran.
En cuanto a mí, sólo puedo decir que, en ese tren que me conducía de regreso a Herisau, imaginé todo eso, imaginé que dejaba en Parma mi coche alquilado, lo dejaba con las puertas abiertas y me iba a pie por la carretera esperando que no me encontraran nunca, aunque tal vez, con aquel coche abandonado de aquella forma tan llamativa, en realidad no andaba buscando otra cosa que el que me buscaran o, como mínimo, advirtieran al menos que me había esfumado.
Imaginé pues que dejaba el coche allí, espectacularmente tirado en la cuneta, y me iba a pie hasta Parma y de ahí por vía férrea a Milán, y de Milán salía hacia Zurich en un tren en el que viajaba durante toda la noche para, a la mañana siguiente, subir a un tren regional que me llevaba de Zurich a Herisau, ciudad en la que, al llegar, comenzaba a vagabundear por las calles al tiempo que evocaba unas frases de Walser que siempre me acompañaban: «Al escritor se lo suele tildar en vida de personaje ridículo; sea como fuere, es siempre una sombra, está siempre aparte, ajeno al inefable placer de estar en el meollo, placer del cual disfruta el resto de la gente; sólo es importante cuando escribe sin descanso, es decir, a escondidas.»
Cuando llegué al Herisau real, no quise ponerme a vagabundear inmediatamente por sus calles, supongo que para no imitar de forma tan exacta lo que acababa de imaginar en el tren de Zurich, de modo que me senté a comer en un restaurante. Nada tendría para contar de aquel almuerzo de no haber sido porque, mientras comía un plato de espaguetis, me fijé en una olla de la cocina y me dio por pensar en que no estaba tan claro que tuviera que llamarse de esa forma, olla. Fue raro. Cuanto más la miraba, más me parecía que, si algún día con mi lápiz tenía que escribir sobre ella en este cuaderno, no iba a poder decir que era una olla. Se parecía a una olla, casi era una olla, pero no se trataba de una olla de la que uno pudiera decir olla, olla, y quedar satisfecho.
Tras esta breve y tal vez ridícula crisis de lenguaje, salí del restaurante con unos humanos y comprensibles deseos de desahogarme. Y comencé a caminar, fui en busca de una de las rutas más clásicas de Robert Walser, en este caso la más clásica de todas, la ruta en la que encontró la muerte, la ruta que, a causa de la nieve, no había podido yo emprender dos días antes.
Entre hayedos y abetos, subí por la ladera del Schochenberg hasta Rosenberg, donde contemplé las ruinas que hay en la cumbre y desde la que se disfruta de una gran vista sobre las montañas de Alpstein. Traté de aspirar a pleno pulmón el puro aire invernal y noté que me faltaba algo y no sabía qué era. Poco después, encontré un tiesto con unas flores secas en el lugar donde un 25 de diciembre cayera muerto Robert Walser. Me sentí emocionado. Después de todo, había llegado al centro exacto de mi mundo. ¿Y qué había encontrado en él? A decir verdad, ese tiesto con unas flores secas y cierta sensación de vacío. Pero era muy emocionante. Ahora bien, ¿eso era todo? ¿Ése era el centro de mi mundo? ¿El centro exacto? Seguí conmovido, pero con constantes suspicacias hacia el mundo y, sobre todo, hacia mí. Eché en falta que nevara en aquel momento, aunque seguramente si estuviera nevando no habría podido llegar hasta allí. Pensé que, a falta de nieve, podría al menos llover. Habría estado bien escuchar el ruido regular de la lluvia en el silencio de la tarde, un tipo de rumor que siempre había tenido para Walser algo de encantador. Pero no llovía, no nevaba. Sin la nieve, aquel lugar parecía perder parte de su sentido. Acabé recitando para mí mismo, a modo de oración laica, el poema Nieve, de Robert Walser:
Nieva que nieva, la tierra se repliega
en un lamento blanco y vasto, muy vasto.
Se agita bajo el cielo el enjambre
de copos sin consuelo, la nieve, la nieve.
Te da un sosiego, una amplitud;
blanco por la nieve el mundo me conmueve.
Y así, la nostalgia, antes pequeña y ahora grande,
se apodera de mí y se vuelve lágrima.
Me quedé allí, en el centro exacto de mi mundo, pensando que en el abandono de la escritura, por parte de Walser, no hubo nunca un patetismo romántico. Hubo sólo sabiduría y libertad, un vacío y una indiferencia que se resolvían en la ofrenda de un lecho eterno en la nieve y en la pureza. Y creí ver la pureza de la nieve reflejada, por ejemplo, en estas palabras de Jakob von Gunten: «Las fatigas, los groseros esfuerzos que se precisan para alcanzar en este mundo honores y fama no están hechos para mí.»
Tal vez unos simples copos detenidos en el aire habrían resultado suficientes para que casi se eternizara mi ambigua emoción en aquel lugar. Pero la ausencia del lamento blanco de la nieve me empujó a marcharme. No era posible en aquel momento que el mundo me conmoviera. Empecé a aburrirme, que era lo peor que me podía pasar en el centro exacto de mi vida. Mientras descendía lentamente por la montaña, relacioné ese tedio inesperado con un recuerdo de infancia, un recuerdo de los días en que vivía en el Paseo de San Juan y, siendo muy niño, había ido con mi padre a un velatorio y a la salida me había encerrado en un profundo mutismo, que rompí cuando llegué a casa y le dije a mi madre, que acababa de interesarse por saber cómo había ido todo: «Mamá, he pensado que a mí me aburriría mucho morirme.»
Algo más tarde, ya de vuelta en Herisau, andando por las calles de la ciudad, tal vez para terminar con cualquier nuevo enojo causado por la indiferencia del mundo hacia mí, me dediqué a convencerme de que era perfecto ser un escritor olvidado. Y volví a recordar la que se había ido convirtiendo en mi frase de Walser preferida: «Eres capaz de vivir sin que nadie se acuerde, ni lejanamente, de que existes.» Y me dije que en el fondo vivir de esa forma era estar constantemente conociendo una experiencia de tranquilidad y de muerte. Cuando ésta, por cierto, llegara, sería como la vida. En el fondo vivir de aquella forma —como si a cada momento tuviera una experiencia de la muerte— me situaba ante la posibilidad de tener una visión de futuro, de tal vez ver algún día lo que se podrá ver después de la desaparición del sujeto en Occidente. Y en cualquier caso, sea como fuere, sentía yo que vivir de esa forma, es decir, ser un escritor olvidado, me estaba creando la agradable sensación de estar logrando aquello a lo que aspiraba Kafka: «Lo que yo quería era seguir existiendo sin ser molestado.»
Pensé en todo esto y luego volvió a mí la efigie del caminante Walser, avanzando en la nieve hacia la muerte, y me acordé de una de las secuencias más prodigiosas de Jakob von Gunten, cuando el narrador se imagina convertido en un humilde soldado de infantería al servicio de Napoleón y escribe que avanza sobre la nieve, con el ejército del emperador, hacia Moscú: «Seguros de la victoria, vencedores anticipados de futuras batallas, continuaríamos avanzando sobre la nieve. Y al final, después de interminables marchas, se produciría el ataque y es posible que yo quedase vivo y siguiese marchando. ¡Ahora rumbo a Moscú!, diría uno de mis compañeros. Y, sin saber por qué, yo renunciaría a responderle. Ya no sería un hombre, sino sólo una pieza mínima en la maquinaria de una gran empresa. Nunca más sabría nada de mis padres, ni de mis parientes, ni de mis canciones, tormentos o esperanzas personales, nada sobre el sentido y el encanto de mi patria.»
Convertido en «una pieza mínima», seguí caminando por las calles de Herisau, y seguí pensando en lo agradable que era ser un escritor olvidado, ser póstumo en vida, no ver ya tu nombre en parte alguna, pues toda literatura —me dije— es una cuestión de nombre y nada más. Tener un nombre, la expresión lo decía todo. ¡Un nombre! Me dije que eso es lo único que al final queda de una persona y que uno se queda muy perplejo al ver que muchos escritores sufren y se atormentan por tan poca cosa.
Yo tenía la suerte incluso de haber cambiado de nombre, aunque tal vez no podría evitar que al final quedara de mí ese nuevo nombre. Doctor Pasavento. Pero había que confiar en que, con algo de buena estrella, ni eso ocurriera. Después de todo, lograr la desaparición plena no era algo que hubiera descartado de mis planes de futuro. Me dije esto y luego de pronto —recuerdo que fue justo cuando comenzó a nevar— caí en la cuenta de que en cualquier momento podía tropezarme con Beatrix, que vivía allí con su familia, y si me veía (teniendo en cuenta que ella seguro que dos días antes había pensado que se despedía de mí para siempre), podía llevarse un susto importante.
A pesar del riesgo de que me tropezara con Beatrix, anduve un largo rato por las calles de la ciudad, deteniéndome de vez en cuando a tomar una cerveza. Y cuando al atardecer me encontré, más o menos casualmente, con el flaco Farnese, le cerré el paso y le conté que había visto en Parma el teatro que llevaba su nombre, lo que no le interesó para nada, o, mejor dicho, en un primer momento no entendió de qué le hablaba. Se quedó con una notable expresión de perplejidad. «Ah, es usted», dijo finalmente. «Exacto, soy el doctor Pasavento y regresé para echarle una mano en su obra de teatro, en su fantasía poética. Por decirlo en términos walserianos, quisiera ser su ayudante.» Volvió a mostrarse perplejo y reconozco que no había para menos. «Oiga», dijo finalmente, «no necesito ningún ayudante para mi obra. Y vaya usted con cuidado, porque a este paso le van a llevar al manicomio.»
Debido a que él me veía como a un aspirante a desequilibrado, fui más lejos y, puesto que no tenía nada que perder, le hablé de algo que se me acababa de ocurrir, le propuse que pusiera a su obra de teatro el título de Los Pasavento. Me miró entre irritado y asombrado, como si no acabara de creer lo que estaba oyendo.
No me atreví, pero me habría gustado también decirle que trabajar en una obra con ese título, Los Pasavento, podía ser terapéutico para mí, podía ayudarme a perder mi identidad de doctor en psiquiatría, pues habría tantos Pasavento en el escenario que resultaría ya imposible localizarme, me perdería entre ellos. Tanto los locos como los enfermeros se llamarían Pasavento, y así mi identidad se disgregaría lo suficiente como para que, aunque fuera sólo en el teatro, lograra desaparecer, que era mi proyecto más obsesivo en los últimos tiempos.
Me habría gustado en aquel momento decirle esto, pero no dije nada. En lugar de hablarle de perder mi identidad, me limité, muy tímidamente, a preguntarle: «¿Acaso le disgusta mi título?» Se quedó pensativo. No parecía el mismo Farnese charlatán de un día antes. «Oiga», dijo finalmente, «descubro en usted, querido y extravagante colega, un caso de locura que no conocía. ¿Va a quedarse mucho tiempo en Herisau?». Le dije que tal vez sí. «Pues le invito a incorporar su historia al montaje teatral. Cuéntele al público su intento de cambiarme el título. Encajará bien entre las otras historias raras.» Dijo esto exclusivamente para reírse de mí y, sobre todo, para sacárseme de encima, pero en aquel preciso momento no me di cuenta de esto y, como un idiota, le respondí que aceptaba encantado su oferta. «Y cuídese del doctor Kägi, no sea que le vea y le encierre», dijo con un tono ya más descaradamente burlón, y sólo entonces empecé a ver con claridad que se reía de mí.
No volví a encontrármelo hasta dos días después cuando ya tenía yo alquilado mi apartamento (tirando a espantosamente feo), dos plantas más abajo del suyo. Coincidimos en la puerta del ascensor, cuando Farnese salía y yo, en cambio, sin ganas, regresaba a casa. Él enarcó una ceja, quedó sorprendido de volver a verme y sobre todo de verme allí. «Estoy pasando una temporada en el cuarto tercera», le dije. A Farnese no pareció hacerle aquello mucha gracia, pero no dijo nada, hizo un gesto como diciendo «qué cosas pasan», y salió a la calle.
«Tengo derecho a cambiar de vida», le dije en voz muy baja. No me oyó, supongo.