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Al volver a entrar en el vestíbulo del aeropuerto de Zurich, padecí un breve ataque de angustia, provocado tal vez por mi indecisión absoluta a la hora de decidir adónde tenía que ir, en qué lugar del mundo pensaba ocultarme a partir de entonces. El breve ataque consistió en que tuve de pronto la rara impresión de que, aun sabiendo que estaba en el vestíbulo, me encontraba en un exterior y no en el interior que es todo vestíbulo, en un exterior del exterior en el que acababa yo de fundirme en un abrazo simbólico con el aire libre. Por ese exterior o vestíbulo del aeropuerto, que hasta no hacía mucho había sido un interior (y seguramente seguía siéndolo para todo el mundo menos para mí), se agitaban una gran variedad de sombras de pasajeros proyectadas sobre la pared delantera de mi cerebro. A pesar de estar confundido y aturdido y perturbado por mis indecisiones y por mi exagerada soledad, tuve cierto instinto de supervivencia y tomé rápidamente una lógica decisión, la de volver al lugar donde me había sentido tan felizmente aparte. Volví al aire libre y paseé junto a la parada de los taxis y al final, después de múltiples dudas, tomé uno en dirección a Zurich. En el trayecto no puede decirse que me aburriera nada. Me dediqué primero a acordarme de nuevo del napolitano Ettore Majorana, aquel hombre que inventó la bomba atómica y luego, al declararse la Segunda Guerra Mundial, se embarcó hacia Palermo y desapareció sin dejar rastro y nunca se supo si había sido secuestrado, se había misteriosamente esfumado, o bien había vivido oculto el resto de sus días en un convento. Y después pasé a preguntarme por mis planes de futuro. Me pregunté si pensaba secuestrarme a mí mismo escondiéndome en Zurich o en Barcelona, o pensaba desaparecer en la lejana Patagonia, o bien ocultarme en ese convento moderno que era el sanatorio de Herisau. ¿O qué?

Al llegar a Zurich, sólo podía ver la ciudad como un gran decorado. Me sentía como medio tarado. Por mucho que intentara mirarla de una manera más realista (tal como la había visto cinco años antes en mi anterior visita), tenía continuamente la impresión de estar en el interior de unos estudios de cine rodando un «exterior, noche», es decir, que seguía un tanto perturbado, con las confusiones propias de alguien recién salido de una caverna platónica. Una gran tramoya y muchos actores, eso era lo que veía. Resignado a seguir viendo irremediablemente así las cosas de Zurich, fui hasta la Spiegelgasse, la breve calle que nada tenía que envidiar a mi rue Vaneau en cuanto a historia, tensiones y señales. Ahí cambió todo. El influjo de esa calle tan especial me resultó benéfico y dejé de estar en el interior del decorado y sentí que volvía al aire libre, como si hubiera por fin entrado en contacto con los colores, los aromas, los sonidos, el tacto y el gusto, el azul nocturno del cielo y el reflejo de la luna en el agua del río Limmat. Y todo eso a pesar de que de pronto reapareció el temible doctor Ingravallo para hablarme justo cuando estaba yo parado ante el número 1 de la Spiegelgasse, frente al local donde estuvo en los años veinte el Cabaret Voltaire, el lugar en el que un día de febrero de 1916 nació Dadá.

Me habló el doctor Ingravallo con la intención, según él, de animarme a proseguir en mi locuacidad de escritor sin motivo. Preferí callar. «Di que Dadá es ahora tu tema, sólo y exclusivamente porque estás frente al Cabaret Voltaire y tú eres un escritor de circunstancias», dijo. Tenía seguramente razón, pero no se la di, me quedé callado. Pero tenía razón el doctor Ingravallo. Después de todo, si lo pienso bien, ahora mismo, sin ir más lejos, se da la coincidencia no demasiado casual de que también Dadá es mi tema, y tal vez lo es únicamente porque quiero contar que de la Spiegelgasse lo primero que vi fue el número 1 de la calle, donde está el local donde se fundó Dadá y donde…, etcétera.

Me gusta escribir por el mero hecho de escribir. Al igual que Walser, desconfío de que pueda comunicarse la angustia, encuentro a veces insuficientes y superficiales las palabras, aunque quizás sirvan precisamente para ocultar la angustia. Me gusta escribir por escribir, del mismo modo que hay viajeros que no viajan en busca de países remotos y de alicientes externos sino por el placer intrínseco del viaje.

De hecho, esta forma de escribir recuerda el método del lápiz, ese método que Walser aplicó a los 526 microgramas que de él se conservan y que siguen descifrando, en sus talleres suizos, Bernard Echte y Werner Morlang. Existe hoy en día la hipótesis de que era el tipo de papel y su formato lo que condicionaba lo que Walser escribía a lápiz en sus microgramas, es decir, lo que originaba en él su proceso de escritura y a veces también lo terminaba, porque en muchos microgramas el texto o parloteo (elástico, como siempre en Walser) terminaba sin más problema cuando se le acababa el papel. Según Werner Morlang, esa afinidad (generadora de inspiración) entre los materiales y el trazo del lápiz debía constituir para Walser uno de los encantos mayores de su método. Después de todo, el uso frecuente de papeles que el azar ponía a su alcance coincidía con su más esencial principio poético y ético, ese principio walseriano según el cual todo acontecimiento, por muy cotidiano y banal que pueda parecer, merece ser tema para la poesía.

Seguramente tenía razón el doctor Ingravallo en lo que me decía, pero no quise darle la satisfacción de contestarle. Entonces, medio enojado, el doctor se hizo dadaísta. «Di que Dadá es Dudú y Didí», dijo. Para seguir contrariándole, sentí la tentación de mostrarle que podía divertirme sin él y ponerme a escribir en la fachada donde había estado el Cabaret Voltaire un graffiti de estilo dadá, de homenaje en realidad a Dadá. «Je me suis suissidé en Suisse», por ejemplo. Pero abandoné pronto cualquier idea transgresora y comencé a subir lentamente por la Spiegelgasse, una calle breve pero bien intensa, y pasé por delante del número 12, por delante de la casa donde vivió Lenin antes de la revolución rusa. Y me acordé de esa leyenda que dice que un día, al aire libre, jugaron Tristán Tzara y Lenin al ajedrez en esa calle, y conjeturé allí mismo lo que pudo ser aquel encuentro entre un representante de la vanguardia de la agitación cultural y uno de la de la agitación a tiro limpio.

Seguí luego avanzando por la Spiegelgasse, mi rue Vaneau de la ciudad de Zurich, y me planté ante la casa donde en 1837 murió el dramaturgo Georg Büchner, y luego fui hasta el número 23, el inmueble en cuya segunda planta un joven Robert Walser escribió una parte de Las composiciones de Fritz Kocher, ese primer libro suyo que sentó las bases de su futura deserción de la escritura: «Nada es más seco que la sequedad, y para mí nada vale más que la sequedad, que la insensibilidad», escribió en ese libro. Aunque a veces frases tan secas como ésta las compensaba ya con composiciones que eran cantos al mundo: «¿Por qué hay bosques? Todo tenía que ser un bosque susurrante, el mundo entero, todo el espacio, lo más elevado y lo más hondo, todo, todo tenía que ser un bosque (aquí bajo la clara voz), si no, nada.» Ya estaba en esos días Walser, en la Spiegelgasse, tratando de no pensar, de no angustiarse, de ocultarse a través de frases, tras las que escondía su visión del mundo, un mundo al que yo creo que ya entonces, secretamente, él veía como un amor hundido.

En la misma Spiegelgasse encontré para aquella noche una habitación en la Pensión Rychner, y estoy casi seguro de que esa habitación era la misma en la que había estado, cinco años antes, en mi anterior visita a la ciudad. Era un cuarto que me traía buenos recuerdos, a pesar de que había estado en él nada menos que con mi mujer. Ya sólo entrar en la habitación, los buenos recuerdos (los ratos que pude pasar a solas en ese cuarto cuando mi mujer salía de compras por las carísimas y pretenciosas tiendas de esa altiva ciudad) regresaron a mí, y me sentí muy bien de nuevo allí, a solas.

Me habría parecido que no había transcurrido tiempo alguno desde mi anterior estancia de no haber sido porque, al salir a la terraza, descubrí que era casi como asomarse a la ventana en la rue Vaneau, con la diferencia de que allí en aquella calle de Zurich, en lugar del apartamento de Marx, podía verse el piso donde Lenin había vivido. Me quedé un rato mirando el local de la planta de abajo, que se había convertido en una tienda donde vendían souvenirs de todo tipo en torno a la figura de Lenin. ¿Qué pensaría él si viera eso? ¿Me importaba realmente lo que pudiera él pensar de cualquier cosa del mundo actual? Observé a la gente que iba entrando y saliendo de aquel comercio (algunos con pequeños Lenin de porcelana en miniatura), y luego decidí dar por terminado aquel día que yo sabía que difícilmente olvidaría. ¿O tal vez iba a suceder lo contrario y lo olvidaría con asombrosa facilidad? Pensé que no debía sentirme molesto de ser un mar de dudas. Estaba más perdido que nunca, pero eso no tenía por qué sentirlo como perjudicial.

A la mañana siguiente, nevaba en Zurich. Salí del hotel con el sombrero de fieltro y mi paraguas y fui a desayunar al viejo y famoso Café Odeon, donde siempre se dijo que Lenin, asiduo cliente de aquel local, pudo intercambiar más de una palabra con James Joyce, otro habitual del lugar. ¡Ah, el Odeon! Recordé que allí había debutado como bailarina Mata-Hari. Y luego imaginé una escena imposible, imaginé a Lenin tomando un café mientras echaba miradas furtivas a un ejemplar de Dublineses. Después, me dio por pensar en las mil vueltas mentales que, allí, sentado tal vez en el mismo lugar donde yo estaba, debió de dar James Joyce en torno al doloroso tema de la esquizofrenia de su hija Lucía, a la que tuvo que internar en el asilo mental de Zurich, el Burghölzli, para que el doctor Naegeli la sometiera a un tratamiento.

Sin saber que iba a volver muy pronto (¡aquel mismo día!), pensé que si algún día regresaba a Herisau les preguntaría al doctor Kägi y al doctor Farnese por el doctor Naegeli. ¡Ah, el Odeon! Allí precisamente Carl Seelig, en 1957, citó al joven Jochen Greven, que se interesaba por la obra del entonces olvidado escritor Walser. Un joven Greven, que con el tiempo iba a convertirse en el más importante artífice de la recuperación de la obra de Walser, iba a ser su máximo valedor y redescubridor tras luchar durante años tenazmente para reunir toda la obra dispersa.

Greven había descrito así aquel encuentro con el albacea de Walser: «Seelig me convocó en el prestigioso Café Odeon, me dijo que sólo tenía una hora para mí. Luego vi que actuaba así porque estaba cansado de jóvenes que se le acercaban para saber algo de Walser. Muy amable, muy cortés, me preguntó cuáles eran mis proyectos. Me enseñó furtivamente unos manuscritos no publicados y no tuve tiempo ni de verlos y menos aún de fijarme en la letra. Carl Seelig tenía un concepto de Walser de no muy largo alcance. Le situaba al margen de la literatura moderna, una especie de poeta regionalista de extracción urbana.»

Greven volvería a interesarse por Walser unos años después, en 1963, tras la muerte de Seelig. Recordaba Greven muy bien aquellos manuscritos que había visto fugazmente unos años antes y que ahora estaban depositados en el despacho de un notario de Zurich. Y sería el propio Greven, al conseguir el acceso a ellos, quien los bautizaría con el nombre de microgramas y, además, descubriría que no andaba en lo cierto Seelig cuando decía que aquellos papelitos de apretada escritura a lápiz no eran más que la prosa indescifrable de alguien que practicaba una literatura secreta que pretendía alejarse del mundo y de los lectores.

Me acordé de todo esto y luego evoqué de nuevo a Mata-Hari y, tras el frugal desayuno, salí a las calles nevadas de Zurich, abrí mi paraguas y me despedí de aquel café. ¡Ah, el Odéon! No sabía adónde ir, no sabía que iba tan pronto a regresar a Herisau. No sabía adónde iría, pero sabía que no tardaría en marcharme de Zurich. Vi a dos hombres al otro lado del río discutiendo por algo, gesticulando con desesperación, tratando cada uno por su cuenta de que el otro comprendiera lo que en el fondo ni él mismo comprendía. Me pregunté si todo aquello no era un despilfarro absurdo de gestos. ¿Y si no había nada que comprender y eso era todo, o casi todo, y así estaba bien? A pesar de eso, podría ser que nuestras incomprensibles vidas, historias todas de crueles destrucciones, trajeran con ellas mismas una compensación a tanto desastre y desesperación: el pensamiento final de que el conjunto entero no era nada, sólo un gesto facial mínimo, una sonrisa.

Regresé al hotel para recoger el maletín rojo, pagué y me marché de allí y recuerdo que en tranvía, yendo hacia la Estación Central, vi a un fino y envarado y seguramente demente caballero, que paseaba sin paraguas, ajeno a la nieve, con arrogante contoneo. Eso acabó de decidirme. Me iría de allí. Zurich a veces se volvía una ciudad demasiado altiva, No era ni de lejos un lugar ideal para mí y, que yo supiera, nunca lo había sido tampoco para Walser.