Pero también podía irme al desierto. ¿Acaso Jakob von Gunten no decía, al final de su peripecia en el instituto, que se iba al desierto con herr Benjamenta? «Quiero ver si en medio del páramo es también posible vivir, respirar, ser, desear y hacer sinceramente el bien, y dormir por la noche y soñar. ¡Bah! Ahora no quiero pensar en nada más.»
El interlocutor ideal de Jakob habría podido ser W. H. Hudson, que habría sabido contarle desde la desértica Patagonia lo mucho que amaba esa tierra en el fin del mundo, «sus colores, los aromas, los sonidos, el tacto y el gusto, el azul del cielo, el verdor del suelo, el centelleo del sol en el agua, el olor de la tierra seca o húmeda, del viento y de la lluvia, ciertos colores de las flores y del plumaje de los huevos de las aves, como el púrpura brillante de la cáscara del huevo del tinamú».
«¡El tinamú! ¡Bah! Ahora no quiero pensar en nada más», me dije allí en la cafetería del aeropuerto de Zurich. En realidad, aspiraba a «convertirme por entero en el exterior de la naturaleza» y, durante el resto de mi vida, negar lo esencial, lo más hondo: mi angustia. Pero volví a caer en el pensamiento. Comencé a decirme que para acceder a la simple existencia literaria, para luchar contra esta invisibilidad que desde el principio les amenaza, los escritores tienen que crear las condiciones de su aparición, es decir, de su visibilidad literaria. Pero —me dije también— existe la maniobra contraria y ésta es mucho más difícil. Teniendo como objetivo el camino inverso (el de recuperar su invisibilidad) algunos escritores, como creo que es mi caso en estos momentos, emprenden la dificultosa tarea de ir creando una escritura secreta al tiempo que van organizando silenciosamente las condiciones de su desaparición, esas que habrán de permitirles un día desarmar esa visibilidad que sienten que cada vez les corroe más, pues socava gravemente su relación con la dignidad y lucidez del silencio.
Pensé más o menos todo esto y, poco después, dejé la cafetería y empecé a pasearme por aquella amplia zona del aeropuerto, sin decidirme a comprar billete alguno. Seguía escuchando todavía los ecos de lo que acababa de pensar y estuve tanto rato caminando que hasta llegué a dar con un rincón muy oscuro en el que uno podía adentrarse y desaparecer de la vista de todo el mundo durante unos segundos para poco después, con cuatro pasos, como si uno fuera el mismísimo severo padre de Chateaubriand, reaparecer y hacerlo con un semblante severo que enseguida se convertía en el semblante de un hombre en el fondo dubitativo, un semblante que no engañaba a nadie, pues era el que en aquellos momentos me salía del alma. Estuve un largo rato dedicado a esta maniobra, consistente en ir de la luz a la sombra y viceversa. Hasta que por fin, fantasma de mí mismo y enredado entre la luz y la sombra, decidí dar unos pasos más y salir fuera del recinto a respirar el aire libre. Salí. Respiré. Me sentí muy bien. Y fue como si por fin hubiera descubierto mi camino ideal, que consistiría tan sólo en dar unos pasos más allá y luego sentirme en casa y, sin ruido alguno, quedarme por fin en el aire libre, aparte ya.