Nevaba cada vez con mayor intensidad y todo Herisau parecía «replegarse en un lamento blanco» y, dadas las condiciones climatológicas, renunciamos a ir andando hasta el lugar exacto donde, un día de Navidad, Walser había encontrado en la nieve su sepulcro natural. Se podía hacer la mitad del camino en coche y luego seguir a pie, pero sin duda no era lo mismo que hacer toda la senda a pie, tal como la había hecho Walser en el último día de su vida. Y como por otra parte íbamos justos de tiempo, pues yo había dicho que aquella misma tarde debía coger en Zurich mi avión para Barcelona, sustituimos el recorrido por una visita a los tres siniestros barracones que acogían a los refugiados políticos, en su mayoría refugiados africanos. Yvette me hizo una fotografía apostado en la puerta del barracón que fuera la vivienda de Walser durante veintitrés años. Allí él había dormido, durante todo ese tiempo, con siete pacientes más en «una gran habitación cuadrangular» que no nos permitieron ver porque ahora, nos dijo la enfermera de recepción, era el espacio privado de los refugiados políticos. Lamenté no poder acceder a aquel espacio que, por sus características geométricas, imaginaba parecido al gris patio de instituto que en Jakob von Gunten describiera en cierta ocasión Walser ofreciendo al lector, con una maestría insuperable, la perla condensada del hastío escolar: «El patio quedó abandonado como una eternidad cuadrangular.»
Me fotografié y me pregunté cuántos miles de veces habría cruzado Walser el umbral de aquella puerta que tenía ahora a mis espaldas. Y me conmovió pensar que era exactamente allí mismo donde Robert Walser, en compañía de Carl Seelig, encendía muchas mañanas el primer cigarrillo Maryland del día mientras se preparaba con su amigo para la larga excursión, generalmente a pie, por los alrededores. Le imaginé en el momento de decirle a Seelig allí mismo, junto a aquella puerta: «No le doy ningún valor a mi vida, sólo a las vidas ajenas, y pese a ello amo la vida, pero la amo porque espero que me dé alguna ocasión para echarla decorosamente por la borda.» O bien aquello, no menos walseriano, que leemos en Discurso a un botón: «Eres capaz de vivir sin que nadie se acuerde, ni lejanamente, de que existes.»
¿Era yo, por cierto, capaz de vivir así? No lo sabía muy bien todavía. Por el momento sólo sabía que había desaparecido, que era lo que yo anhelaba, y que estaba alcanzando un estado de bella felicidad y de ausencia radical que me acercaba al silencio y a la dignidad del discreto Walser. Pero también sabía que habría agradecido —y lo habría agradecido mucho— que se hubieran puesto a buscarme, aunque hubiera sido una sola persona la que lo hubiera hecho. Me parecía excesivamente cruel que, después de tantos días, aún no le hubiera preocupado a nadie mi ausencia. Pensé levemente en esto mientras me hacían la fotografía triste. Después, descendimos por una tortuosa pendiente y, dirigidos por Yvette, no tardamos nada en darnos casi de bruces con el inmueble de apartamentos baratos del que nos había hablado el doctor Kägi. Era un edificio muy gris y antiestético que contrastaba enormemente con el elegante manicomio que podía verse detrás de él, allí en lo alto, esplendoroso, imponente sobre el pequeño montículo.
Nos encontramos con una inesperada concentración de gente gesticulante delante de la puerta de entrada de aquel sombrío inmueble y no tardamos en enterarnos de que estábamos ante Farnese y un grupo de enfermos y enfermeros. Venían todos de ensayar en la planta baja del inmueble una obra de teatro en torno al mundo de Walser. A algunos aún les quedaban ganas de recitar fragmentos de sus papeles. Farnese nos habló en alemán e Yvette se puso inmediatamente a traducírmelo: «Vienen ustedes de ver al doctor Kägi, ¿verdad? Son los de la cita del mediodía. ¿Les ha enviado aquí el doctor? Bueno, verán, les explico. Llevamos ya un mes ensayando una función teatral de carácter terapéutico. Mezclamos textos de Walser con historias reales de nuestros enfermos y también de nuestros enfermeros. Dirijo yo. Doctor Farnese, para servirles.»
El teatro de la locura, pensé. Y aquello valía para el propio Farnese, que tenía un notable punto (aunque indemostrable) de desequilibrado. Sonreí, le tendí la mano. También lo hicieron Yvette y Beatrix. Me presentó Farnese al joven que tenía más cerca de él. «El amigo Omar, egipcio, de madre suiza», dijo, «es el más joven de todos nosotros. Yo soy el más viejo, claro. Y el más noble», sonrió bobamente, «al parecer provengo de los Farnese de la ciudad de Parma, allí hay un teatro con mi apellido. ¿Oyeron hablar del teatro Farnese?»
Como no le dijimos o no supimos decirle nada, Farnese volvió al tema de Omar. «Bueno, tal vez a ustedes les traiga esto sin cuidado, pero sí puede que les interese saber que este joven carece de carácter porque ignora aún qué es un carácter. ¿Les suena esto de algo?» En aquel momento no, pero más tarde, unas horas después, vería yo que era una frase de Jakob von Gunten que precisamente conocía bastante bien, una frase que durante un tiempo siempre había relacionado con lo que le decía la señora Tobler a Joseph Marti en El ayudante («Aún no he logrado comprender su carácter. ¿Quizá sea generoso?, ¿o bien es abyecto?»), una frase que siempre pensé que Joseph Marti podría perfectamente haber contestado con algo que se puede leer en La china y el chino, un micrograma de Walser: «Ser incomprendidos nos protege.»
«En una parte de nuestra obra», siguió diciéndonos el flaco Farnese, «algunos de nuestros enfermeros interpretan las excentricidades más demenciales de algunos de nuestros pacientes. Y viceversa. Por ejemplo, hemos seleccionado, de entre las manías de Omar, su alocada idea de que él es el propietario de la piedra con la que el asesino Caín mató a su hermano Abel. Es sabido que la piedra está en Siria, pero no tan sabido que la tiene Omar. Heinrich, un enfermero que ahora no está aquí, tiene el suficiente carácter para interpretar el papel de este pobre joven egipcio, que se ríe al verse caricaturizado. Eso tal vez le cura o le esté curando. ¿Comprenden? Al mismo tiempo, Omar, en justa compensación, incorpora en la obra el papel de Heinrich y para ello intenta, cada día, hacerse con ese carácter que le falta. Como ve, nos divertimos y al mismo tiempo medicinamos.»
No había oído nunca a alguien decir «medicinamos». Y tampoco había conocido nunca a alguien que hablara tanto. Daba la impresión de que el flaco Farnese hablaba por el mero hecho intrínseco de hablar. Y también para causarnos una buena impresión que tal vez deseaba que después pudiéramos trasladar a su jefe, el doctor Kägi. Era, sin duda, un perfecto gárrulo. Estaba diciéndome yo esto cuando el joven egipcio me tendió lánguidamente la mano. Se la estreché con firmeza, como si quisiera ayudarle a saber lo que era tener carácter, aunque no estaba muy seguro de que tuviera yo ese carácter. Poco después, el egipcio, obediente al mandato de Farnese, moviéndose sin encanto y efectivamente sin el menor carácter personal, saludó también a Yvette y Beatrix, que a su vez saludaron a los otros enfermeros y enfermos, dando alas a algunos de ellos a seguir con los últimos estertores de aquel ensayo general. Daban su nombre y a continuación (también a ellos gentilmente Yvette me los traducía) soltaban algunas de las frases que les tocaba decir en la obra.
«Pronto la nieve cubrió la tumba», dijo el joven y muy delgado Kuno, un enfermo misterioso y tajante.
«A veces, sobre todo en bellos atardeceres, Kleist tenía la sensación de que allí se encontraban los confines del mundo. Los Alpes se le antojaban la infranqueable puerta de acceso a un paraíso situado en las alturas», dijo la enfermera Hannah.
«Como nieve en los Alpes», dijo Petra, y añadió casi susurrando: «Escuchadme. Lo penoso del éxito es que siempre se le quita a otro. Sólo pueden gozar de él los inconscientes, las mentes obtusas que no entienden que entre los frustrados siempre hay seres superiores a ellos.»
Vi que había en el inmueble, tal como indicaba un letrero de la puerta, cinco viviendas para alquilar. «No es que nadie quiera vivir aquí», comentó Farnese viendo que me había fijado en el letrero, «lo que sucede es que casi nadie piensa que se pueda vivir aquí, ¿comprende?» Sonrió y mostró una mirada turbia y una dentadura muy maltratada por el tiempo. Si en un primer momento me había caído algo simpático, muy pronto esa impresión había ido variando. A esas alturas de nuestro teatral encuentro callejero, ya me parecía un hombre del que más bien había que desconfiar. Se puso a hablar en alemán con Yvette y Beatrix y luego supe que, al sentirse no muy bien visto por ellas, les dijo que lo mejor era vivir primero y dejar que las observaciones llegaran luego por sí solas. Una forma de decirles que no le juzgaran por las apariencias precipitadamente. O sea, que era consciente de que no inspiraba confianza. De pronto, volvió a acordarse de mí y me preguntó de qué parte de España era. «De la rue Vaneau de París», contesté. Frunció el ceño. «¿Y qué le ve usted a Walser?», me preguntó por preguntar, supongo. En cualquier caso, lo preguntó de una forma un tanto traicionera, como si le hubiera molestado mi respuesta de la rue Vaneau, que debió equivocadamente de juzgar burlona o frívola.
Cuando recuerdo ese instante siempre pienso que debería haberle dicho esto: «Me interesa el factor Walser. Da igual si él fue como quiero verle yo. El hecho es que él, aparte de ser un maestro en el arte de la desaparición, da la impresión de haber sabido ver antes que muchos hacia dónde evolucionaría la distancia entre Estado e individuo, máquina de poder y persona. ¿Me sigue usted? Me gustan en Walser su ironía secreta y su prematura intuición de que la estupidez iba a ir avanzando ya imparable en el mundo occidental. En este sentido yo creo que él, tal vez sin saberlo, dio un paso más, facilitó a Kafka la descripción del núcleo del problema, que no es otro que la situación de absoluta imposibilidad del individuo frente a la máquina devastadora del poder. ¿Me sigue usted? Me gusta en Walser, por otra parte, su heroico afán de librarse de la conciencia, de Dios, del pensamiento, de él mismo.»
En lugar de esto, dejándome llevar por mi humor vagabundo, le dije: «Me interesa el factor Walser. Pero creo que si dijera ahora en voz alta exactamente lo que pienso de él, me encerrarían de inmediato en el manicomio…» Me callé de golpe porque noté que Ingravallo estaba usurpando mi personalidad. «A mí lo que más me interesa de él», me dijo Farnese como si no pasara nada, «es una frase que desde que la leí ha orientado mi vida. No sé si la conoce. La frase más o menos viene a decir que le gustaba vivir contrariando lo que los otros esperaban de él.» «Oh, sí. Es una frase admirable. Y a mí todo lo admirable me atrae», dije simulando que estaba de acuerdo con la orientación que le había dado Farnese a su vida. Estas palabras en realidad se las dije en un tono burlón, a lo Walser precisamente, con esa secreta ironía de su estilo, ironía secreta pero que siempre de algún modo nos avisa de que hay que desconfiar de las palabras. Pero Farnese no vio esto y, por tanto, no desconfió, tal vez porque estaba más atento a Yvette y Beatrix que a lo que dijera yo, que sin duda le importaba un comino.
Les hice un guiño a mis amables acompañantes, como pidiéndoles que nos marcháramos de allí. Aunque no tenía billete de vuelta en avión, pensaba dejar que Yvette y Beatrix siguieran creyendo que lo tenía y me condujeran hasta el aeropuerto de Zurich, y allí ya vería yo qué hacía, si compraba un billete a alguna parte o me quedaba en la ciudad, ya vería. No tenía adónde ir. Pero era evidente que no podía quedarme toda la vida con las amables Yvette y Beatrix, que, por otra parte, disimulaban ya mal sus lógicas ansias de volver a su trabajo cotidiano y a su familia.
«Bueno, ha sido un placer conocerle», le dije al flaco Farnese, y así se inició nuestra retirada, nuestra huida de aquel teatro callejero. Cuando ya estábamos algo alejados del grupo, oímos al joven egipcio decir, en voz muy alta, una frase, que Yvette me tradujo inmediatamente y que anoté y posteriormente identifiqué con Jakob von Gunten: «Seguro que Heinrich jamás ha pensado en la vida, ¿para qué?». Nos volvimos y, al ver que le prestábamos atención, Omar nos apuntó de inmediato con su paraguas y siguió con su parrafada: «Todo en Heinrich es inocente, pacífico y feliz. ¿Habrá experiencias y conocimientos que osen acercarse a este muchacho?».
Sin duda, había más de un loco en el grupo teatral. ¿O eran simplemente enfermos muy teatrales? Cuando por fin dejamos ya atrás la calle de los apartamentos, Yvette, bromeando, comentó que le habían quedado ganas de ir a ver de nuevo al pobre doctor Kägi y hacerle un favor, «avisarle, por si no lo sabe, del polvorín que tiene en el inocente inmueble de abajo».