Al día siguiente, la mañana del gran día, me levanté muy pronto y no tardé en ponerme a recordar la primera visita que Carl Seelig hizo a Robert Walser en el manicomio de Herisau el domingo 26 de julio de 1936. Como ese primer encuentro tuvo lugar una semana después del comienzo de la guerra civil en España, me resultó imposible no pensar, por unos momentos, en el descomunal contraste que, a tan poca diferencia de kilómetros, debía de existir en aquellos días entre el mortal ruido español y el mortecino silencio suizo. Me puse a recordar a Seelig, que se había carteado con Walser, quien había accedido finalmente a que le visitara en el manicomio, de ahí salió ese documento admirable que es Paseos con Robert Walser. Seelig era un hombre que tenía la impresión de que nos sentimos muy mal entre las ruedas de la maquinaria del mundo de nuestro tiempo y que «sólo si consagramos nuestra vida a una causa propia y noble», podemos escapar de ese infierno contemporáneo. Y se le ocurrió hacer algo por Walser, que llevaba por aquel entonces tres años recluido en Herisau y antes había estado ya cuatro internado en Waldau. Entre todos los escritores suizos, le parecía el personaje más peculiar y el escritor más original, y quiso tender una mano a ese autor que aparecía citado en los Diarios de Kafka. Lo que no sabía Seelig era hasta qué punto su protegido Walser era un escritor inmensamente original.
Como Walser se había mostrado de acuerdo en que le visitara, Seelig viajó ese domingo, temprano, de Zurich a San Gallen, callejeó por la ciudad y escuchó en la colegiata nada menos que un sermón dedicado al «despilfarro del talento», y luego en tren se dirigió a Herisau, donde tocaban las campanas cuando llegó. Se hizo anunciar al médico jefe, el doctor Otto Hinrichsen, quien le dio permiso para ir a pasear con el escritor. Era un caluroso día de verano. Cuando el doctor Hinrichsen fue a abrochar el botón superior del chaleco de Walser, éste reaccionó con rechazo: «¡No, tiene que estar abierto!» Hablaba el escritor en el cadencioso alemán de Berna, el que había hablado en Biel durante su juventud. Tras una despedida del médico-jefe bastante abrupta, tomaron el camino hacia la estación de Herisau para ir a San Gallen. De aquel primer paseo, Seelig retuvo unos comentarios de Walser sobre lo poco que le afectaba a su edad haber sido olvidado como escritor («Cuando se va camino de los sesenta, hay que saber pensar en otra forma de vida») y muy especialmente retuvo sus palabras sobre la improductividad del odio y la necesidad de que la literatura emanara amor y fuera agradable, a pesar de que, en los últimos tiempos, estaban «repartiendo los premios literarios entre falsos redentores o algún maestrillo de escuela».
Así que desperté temprano aquella mañana y recordé esa primera visita de Seelig al manicomio. Más tarde, hacia las once, tal como habíamos quedado, salí a la puerta del hotel y pronto llegó Yvette con una amiga austriaca, Beatrix, una mujer de unos cuarenta años que vivía desde hacía tiempo en Herisau y que era la persona que con su coche iba a llevarnos hasta el manicomio. Durante el trayecto, marchamos casi todo el rato absortos Yvette y yo, contemplando el gris y melancólico paisaje. Yo iba algo emocionado, consciente de que estaba a punto de alcanzar una cota interesante en mi vida. En menos de una hora estaría ante mi fin del mundo, ante mi Patagonia personal.
Fuimos callados gran parte del trayecto, hasta que, cerca ya de la entrada a la población de Herisau, Beatrix, como si quisiera romper el excesivo silencio, se puso de repente a hablarnos de Madrid y nos contó que en su primera juventud había aterrizado con una pequeña maleta en esa ciudad, sin nada de dinero, y había terminado por quedarse a vivir y trabajar allí como vigilante de niños de familias austriacas. Una de esas familias, residente en Pozuelo de Alarcón, a unos kilómetros de Madrid, la había explotado de forma infame. Pero eso no había impedido que le siguiera fascinando Madrid y que la felicidad que le transmitían los recuerdos de aquellos años permaneciera incólume. Le parecía la ciudad más divertida del mundo. Sus palabras contrastaban con el mustio y taciturno paisaje de aquella gris zona triste de Appenzell, y no sé por qué, tal vez porque siempre he encontrado que lo extranjero tiene cierto sello de nobleza, Madrid me pareció en aquel momento, aunque fuera sólo por llevarle la contraria a Beatrix, una ciudad muy plebeya.
El coche pasó por el centro de Herisau y vimos de pronto asomarse a un joven clérigo a la puerta de la iglesia de Sankt Laurentius, en el Dorfplatz. «¡Oh, no!», dijo Yvette, «nos persiguen los párrocos.» Beatrix rió, tal vez porque estaba ya enterada de la horrenda cena de la noche anterior. Y yo, por mi parte, me acordé de Walser cuando, en compañía de Seelig, vio a un joven fraile asomado a la ventana de un convento, y comentó: «Tiene nostalgia del exterior, como nosotros del interior.»
Cruzamos ese centro de la ciudad de Herisau con cierta rapidez, y atrás quedó el bello y bien conservado casco antiguo, pero también una sombría estación de tren, cuatro desangelados supermercados, carteles de tráfico con indicaciones germánicas obsesivas, y ningún café de aspecto agradable, por no hablar de la temible severidad en los rostros de los escasos transeúntes que llegamos a ver. La pequeña ciudad de Herisau, en conjunto, me pareció muy gris y muy triste. El manicomio estaba más allá del centro de la población, ya en las afueras, en una colina a la que se ascendía por una carretera que señalizaba un letrero que sin duda no existía en la época de Walser, un moderno letrero en el que podía leerse «Psychiatrisches Zentrum Herisau». Así que nada de llamarse sanatorio y menos aún manicomio, pensé. Centro Psiquiátrico era el nombre correcto o, mejor dicho, el nombre moderno. Mentiría si no dijera que, ascendiendo en silencio por la carretera, tenía yo la impresión de estar viviendo una gran aventura en la que un explorador que hasta entonces había ido avanzando hacia el vacío se acercaba por fin a algo real y, además, tan misterioso como fascinante, nada menos que un lugar sagrado en el que, dentro de su concepción literaria del mundo, podía ser que hasta encontrara su Santo Grial personal.
Me pareció, en cualquier caso, que íbamos algo demasiado deprisa, tal vez porque recordaba unas palabras del paseante Walser sobre los automóviles: «A la gente que va levantando polvo en un rugiente automóvil les muestro siempre mi rostro malo y más duro, porque no comprendo ni comprenderé nunca que pueda ser un placer pasar así corriendo ante todas las creaciones y objetos que muestra nuestra hermosa tierra.»
Iba pensando en todo esto cuando, a mitad de la ascensión por la colina, tal vez porque habíamos comenzado a estar a un nivel alto sobre el mar, comenzó a nevar. Parecía como si un misterioso ser estuviera disponiendo esos efectos especiales para que yo quedara fascinado. Fuera, los silenciosos copos. Tal vez porque Walser había muerto sobre la nieve, yo siempre había imaginado el manicomio de Herisau rodeado de prados y abetos verdes nevados. Parecía claro que la nieve estaba ayudando a que todo cuadrara a la perfección. Mientras seguíamos ascendiendo por la carretera, me quedé por un momento extasiado contemplando algunos copos ligeros detenidos en el aire. Y de pronto, sin relación alguna con lo que estaba pensando, recordé que Fleur Jaeggy había contado que un día, tras escribir Los hermosos años del castigo, regresó a Appenzell de la misma forma que un asesino acababa volviendo al lugar del crimen. Fue a ver el internado de señoritas de su novela y se enteró de que había pasado a ser una clínica para ciegos. Y después, como ese antiguo internado estaba muy cerca de Herisau, fue a ver cómo era ese sanatorio mental en el que había pasado Walser tantos años de su vida. Era un lunes de Pascua, y de entrada sólo vio a una enfermera que le dijo que no la podía atender demasiado porque estaba muy ocupada. Como no había nadie más, compró unas tarjetas postales. De pronto, la enfermera se volvió gentil y acabó presentándole a algunos pacientes, con los que pudo hablar. «Fue como si yo hubiera hecho un viaje tras las huellas de Walser, tras los árboles que le vieron morir», comentó Jaeggy después de la visita.
Iba recordando todo esto cuando de pronto, saliendo de una curva, entre destellos de nieve que centelleaban con luminosidad de espejo, apareció en lo alto, imponente y majestuoso y con extensas praderas y bosques nevados alrededor, el edificio del viejo manicomio, una construcción aislada de todo y que parecía salida de una novela gótica. Era un edificio de tres plantas, dos de ellas con amplias terrazas de madera. Al principio, visto de lejos, parecía una gran mansión privada. Y también de cerca habría seguido pareciéndomelo de no ser por la planta baja, por el vestíbulo del recinto, desligado formalmente del resto del edificio, remodelado no hacía mucho y dotado de un inconfundible aire standard, con su vulgar aire de entrada a una clínica cualquiera.
Coronándolo todo, encima de la tercera planta que en otro tiempo debió de ser zona de desvanes, había una graciosa veleta y un gran reloj debajo de ésta, un reloj de minuteros plateados, tan bellos como antiguos, que marcaban en aquel preciso instante las doce menos veinte de la mañana. Sé que exactamente era esa hora porque desde la ventanilla del coche fotografié la fachada del edificio y el reloj. Después, de una forma un tanto desatinada, traté de ponerme en el lugar exacto de Walser y desde ese mismo interior del coche miré fijamente el reloj que acababa de fotografiar, lo miré con una rara obstinación, pero sin lograr lo que buscaba, sin lograr que con esa mirada me fundiera con Walser, por mucho que fuera la primera vez en mi vida que veía algo de ese mundo que estaba seguro de que había también mirado Walser.
De pronto, Yvette nos anunció que hasta las doce del mediodía no nos esperaba el médico-jefe, el doctor Bruno Kägi. Me enteré así, en ese momento, de algo que no sabía, me enteré de que habíamos quedado citados con el director de aquel centro cuando yo sólo había hablado de visitar aquel lugar, de verlo, no había pedido más, sólo había solicitado ver cómo era el lugar donde Walser había pasado veintitrés años dedicado tranquilamente, como Hölderlin, a «soñar por los rincones, sin tener que estar haciendo los deberes todo el rato».
¿Creía Yvette que tenía yo algo que decirle al médico-jefe? ¿Suponía que tenía que formularle en alemán, en nombre mío, alguna pregunta? Yo no tenía pregunta alguna que hacerle. O tal vez sí. Tras pensarlo unos largos instantes, se me ocurrió que, ya que teníamos aquella cita y se esperaba de mí que preguntara algo, lo mejor sería que Yvette le explicara al señor Kägi que yo, el doctor Pasavento, era médico psiquiatra y escritor en mis tiempos libres y había ido hasta allí para que él fuera tan amable de resolverme un problema que me impedía continuar con verosimilitud la novela amateur que en aquellos momentos estaba escribiendo y que trataba sobre un doctor español, un tal doctor Ingravallo, que estudiaba la vida y obra de Walser.
El problema a resolver y en el que podía ayudarme el doctor Kägi residía en el hecho de que mi protagonista, ese doctor Ingravallo, deseaba vivir por un tiempo en el lugar donde pasara veintitrés años Robert Walser. Y yo, como narrador, no sabía cómo hacerlo para que le resultara verosímil al lector el hecho de que mi protagonista se quedara a vivir en el manicomio. Ése era el problema. «Doctor Kägi», le preguntaría Yvette en nombre mío, «¿qué solución le sugiere usted al doctor Pasavento para que logre hacer creíble que el doctor Ingravallo se quede una temporada en el sanatorio?»
Iba ya a dictarle de viva voz a Yvette esa novelesca pregunta que debía hacerle al doctor Kägi cuando de repente Beatrix, supongo que viendo que quedaban veinte minutos todavía para la cita, prefirió no detener el coche frente a la puerta del sanatorio y dirigirse al cercano cementerio, donde poco después, protegidos de la nieve por nuestros paraguas, buscamos, sin demasiado éxito, al principio, la tumba de Robert Walser. Mientras intentábamos averiguar dónde estaba, encontré por fin el momento de dictarle a Yvette la pregunta que podía hacerle al médico-jefe. Yvette la escuchó con atención y cierta incredulidad y luego sonrió, dijo: «Pero ¿está el doctor Pasavento escribiendo realmente esa novela o no?» Sonreí yo también, le expliqué que obviamente no, que se trataba sólo de tener algo que preguntarle al doctor Kägi.
¿Cómo sería ese doctor Kägi? Había yo leído algunas, por no decir muchas, cosas sobre los tres médico-jefe que había tenido Walser en Herisau, había leído comentarios sobre los doctores Hinrichsen, Pfister y Künzler. De los tres, el doctor Otto Hinrichsen era el más estrambótico y raro. Siempre le había parecido a Walser una mezcla de cortesano y artista de circo, un hombre que podía ser encantador, especialmente en Navidad, pero también muy caprichoso, como, por ejemplo, cuando se representaban sus infumables obras de teatro. Porque el doctor Hinrichsen era autor dramático. En cierta ocasión, habiendo estrenado en el teatro municipal de San Gallen su comedia Jardín de amor, el doctor Hinrichsen asaltó a su paciente para preguntarle: «¿Se ha enterado ya de mi triunfo, Walser?»
En el cementerio se mezclaba la belleza de la nieve en los abetos y las tumbas con la belleza misma de la luz del día de invierno vagando y filtrándose entre las hermosas lápidas verticales que a mí me pareció que creaban una atmósfera salida directamente de una adaptación al cine de cualquier novela de las hermanas Brontë. Era de una belleza tenebrosa y muy antigua aquel cementerio, con sus montañas nevadas de telón de fondo. Me hizo recordar que, en un ensayo sobre Walser, alguien había escrito que tanto en este escritor como en Kafka soplaba el viento prehistórico de las Montañas Heladas. Recordé esto y luego descubrí la tumba horizontal, en un lugar tal vez demasiado distinguido, no muy acorde con la afición de Walser a pasar siempre desapercibido. Era, además, una tumba vulgar si se la comparaba con aquellos magníficos sepulcros verticales de estilo judío o anglosajón, y lo peor de todo era que estaba en un lugar pretencioso, a mano derecha nada más entrar en el cementerio. Si no la habíamos visto al entrar se debía a que estaba precisamente en el lugar más obvio, se la veía mucho, precisamente por haberla apartado del resto de las tumbas, tal vez llevados quienes allí de buena fe la habían colocado por una interpretación poco acertada y sobre todo demasiado literal de unos versos de Walser titulados En un lugar aparte, que aparecían grabados en la lápida, una cuarteta de Walser que de pronto recordé que yo conocía muy bien, pues no en vano la había aprendido de memoria cuando a finales de los años ochenta, desde la ciudad de Colonia, Ricardo Bada, conociendo mi obsesión por la obra de Walser, me la había traducido y enviado por carta:
«Continúo mi camino,
que es un paso más allá
y a casa; y sin hacer ruido,
aparte me quedo ya.»