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A la mañana siguiente, desperté en el Swissôtel y lo primero que me dije fue que ser uno mismo era muy aburrido, ser dos no tardaba en ser también tedioso y, además, tampoco te salvaba de la soledad, como tampoco ser tres te salvaba de ella. Miré la hora y vi que eran las diez en punto de la mañana. Decidí no pensar más en mi identidad y, plantándome el sombrero de fieltro en la cabeza, abandoné el cuarto de los escritos o de los espíritus y, viendo que había desaparecido la obsesiva lluvia del día anterior, salí a dar un solitario paseo matinal. Había quedado con Yvette a las dos en la catedral, donde yo quería ver la tumba de Erasmo de Rotterdam. Esperaba ser puntual, nada deseaba tanto como serlo, tal vez porque también a mí, como a Walser, la puntualidad siempre me pareció una obra maestra. Y ya se sabe lo raras que son las obras maestras. No todos los días uno se plantea llevar a buen puerto una obra puntual y maestra. Pero aquel día lo puntual era el día mismo, que era perfecto o, al menos, lo sentía yo así. El sol invernal lucía en las alturas. Las calles de Basilea transmitían una alegría contagiosa. Comencé a amar la mayoría de las cosas que iba viendo, y lo hacía de una manera fogosa e instantánea. Tenía la impresión de que los cerezos y los ciruelos daban a las calles un toque atrayente, distraído y decorativo. Había niños, había un perro muy humano que estaba a punto casi de hablar; dos casitas burguesas maravillosas, una al lado de la otra. Había una peluquería, una hermosa puerta monumental flanqueada por dos torreones llamada Spalentor, una tienda con objetos del Tíbet (país cuya independencia Basilea apoya), una vistosa fábrica de pianos, una alameda que me recordaba la que había visto junto al castillo de Montaigne. Y había un paseante sonámbulo que era yo mismo. Ese paseante se dedicaba a evocar la figura de Robert Walser y su relación con la belleza del mundo, una belleza que le conducía siempre a la desolación. Y, mientras evocaba todo esto, pasó a pensar en La aventura, de Antonioni. Ese paseante pasó a pensar en esa película no sólo porque la había adorado en su juventud (y la había adorado mucho), sino también porque de alguna forma estaba muy relacionada con la historia de su propia desaparición. Era una película que contaba la historia de un grupo de jóvenes amigos que, navegando por las Eolias, ven desaparecer a Anna, una de los suyos, en el arrecife de Lisca Blanca. La película contaba la búsqueda, en ese islote con acantilados, de la chica volatilizada. A medida que avanzaba la historia, uno se iba dando cuenta de que la desaparición de Anna no era exactamente lo más importante, sino la sensación de vacío, azar y errancia que movía los hilos de la envolvente y lenta trama que iba conduciendo a los personajes hacia un sentimiento final de indiferencia y olvido ante la desaparición de su amiga.

Iba yo por las calles de Basilea pensando en la película de Antonioni cuando me paré un momento frente a la tienda de objetos tibetanos y, con un rudimentario inglés, le pregunté a una bella mujer, que estaba abstraída ante el escaparate, cómo se iba a Solitude-Promenade, el paseo junto al río Rin que desembocaba en el Museo Tinguely. Ella levantó la cabeza, me miró. «¿No sabe usted quién soy yo?», preguntó. Le temblaban los labios. Le dije que no la había visto en mi vida. Su cara cambió de expresión, los labios seguían temblando. «Eso no es verdad», me dijo. Le pedí, algo asustado, que me dijera cómo se llamaba y así sabría a qué atenerme. «Me llamo Anne Miller», me dijo con una voz tremebunda, y me di cuenta de que estaba hablando con una loca. Decidí poner pies en polvorosa. Ya me bastaba con ir a Herisau para entrar en contacto con la demencia. «Y tú también te llamas Anne Miller», me dijo. Me fui de allí lo más rápido que pude. Minutos después, llegaba a Solitude-Promenade, el melancólico y bellísimo paseo que bordea el Rin. La alegría del día se había desvanecido y había dado paso a la angustia, que yo disimulaba como podía. Fui caminando triste por aquel paseo para los solitarios hasta llegar a las puertas del Museo Tinguely, donde, tras cruzar por el jardín de máquinas del propio Tinguely, el artista que da nombre al museo, vi una retrospectiva dedicada a Kurt Schwitters, que incluía una meticulosa reconstrucción parcial de la Merzbau (el edificio Merz), una especie de assemblage tridimensional, a medio camino entre la arquitectura y la escultura, que Schwitters empezó a construir en su propia casa en 1923 con material de desecho y fue erigiendo hasta ocupar el sótano y tres pisos: un edificio que debía crecer y envejecer con él, pero fue destruido en 1943 por un bombardeo.

Al final, el contraste entre mi silencioso paseo solitario y las agresivas máquinas extrañas de Tinguely resultó ser para mí tan endiabladamente perverso que me senté en la puerta del museo a llorar. A llorar tímidamente y sin emoción, sólo por el contraste que en breves momentos me había llevado 1 de la soledad radical al heterodoxo dadaísmo del mundo de los desechos de la civilización que habían reunido Tinguely y Schwitters en sus artefactos. Fui, pues, de mi cálido yo lloroso a unas frías y artificiales maquinarias que me parecieron muy distanciadas de mi mundo natural de paseante solitario.

Me recuperé del llanto mientras subía a la colina de la catedral, en cuya puerta me quedé esperando a Yvette, que no tardó en llegar y me llevó hasta la capilla lateral en la que está la tumba de Erasmo de Rotterdam, que fotografié con la cámara de usar y tirar que había comprado una hora antes. Sentado en uno de los bancos de madera, reflexivo frente a la tumba, dediqué por unos momentos mi atención al autor de Elogio de la locura, aquel gran erudito y escritor holandés en lengua latina, aquel admirable humanista, cuyo ideal de tolerancia general y de educación moral lo convirtieron en precursor de determinadas formas espirituales modernas, hoy en día constantemente maltratadas.

Al salir del templo, fuimos al mirador sobre el río Rin que se encuentra detrás del altar mayor, y allí hablé con Yvette de su vida serena y agradable a medio camino entre Basilea y San Gallen. Nos quedamos un largo rato contemplando el paso constante de los barcos mercantes, el puente viejo de piedra y el skyline de chimeneas humeantes que recuerdan que la ciudad vive en parte de la industria química. Poco después, en una farmacia, descubrí que en Suiza no sólo se pueden comprar los alka-seltzer de sobre en sobre sino que, además, la amable farmacéutica te ofrece un vaso de plástico para que puedas tomar esa bebida efervescente en el mostrador mismo, como si estuvieras en la barra de un bar. No fue poca la felicidad que sentí en el momento de descubrir esto. Yvette se reía viéndome apoyado en la barra imaginaria. Para colmo, los alka-seltzer suizos, a diferencia de los españoles que se exceden en espuma y son más brutos, llevan incorporado un gusto de limón que convierte esa bebida curativa en algo euforizante, lo que hizo que el llanto del Museo Tinguely quedara muy atrás y reapareciera la euforia con la que había dado los primeros pasos aquella mañana.

Esa animación me dominó durante el almuerzo y también durante el melancólico viaje en tren a San Gallen, donde, al llegar a la estación, tomamos un taxi y tras un lento recorrido por la parte alta de la ciudad, por las elegantes Winkelriedstrasse y Dufourstrasse, fuimos hasta el despacho al que habían trasladado a Yvette cuando accedió a la cátedra. Desde allí podía verse una bella vista sobre una gran lejanía blanca, misteriosa, ensoñadora, toda envuelta en una nube de un blanco más extremado que la enigmática lejanía. Así era el extraño cuadro que estaba colgado frente a su mesa de trabajo, herencia rara de uno de los catedráticos que la había precedido. La otra vista, la real, la que podía verse desde su ventana, daba a las copas de unos árboles que discretamente susurraban al leve soplo de una brisa. Se respiraba tranquilidad. Me pareció un buen lugar para trabajar, y así se lo dije. Y le volví a recordar que por la noche debía presentarme como doctor Ingravallo.

Horas después, en el aula de San Gallen, fui presentado por Yvette como el sustituto del escritor de Barcelona anunciado. Fui presentado como un doctor en psiquiatría que les hablaría de un escandaloso caso de incompetencia y mala fe médica. Me pareció que lamentablemente una gran parte del público tomaba aquellas palabras como un simple juego literario. Por eso procuré que mi reflexión sobre el estado de la psiquiatría actual fuera muy rigurosa y que al final mis palabras acabaran convirtiéndose para el público en una carga muy pesada, tan o más pesada que mi doble (no captaron que era triple) identidad. Mi reflexión fue muy rigurosa y pasaventista al máximo. Y desembocó en un alegato a favor de ciertas reformas y la propuesta de que regresara la antipsiquiatría. La parte final de mi intervención la dediqué a la lenta y meticulosa exposición del significativo caso de Pedro Juan Giner, un paciente que había tenido yo en el hospital de la Avenida Meridiana de Barcelona, un joven al que unos pequeños equívocos psiquiátricos le habían destrozado la vida.

Cuando terminé de contar este caso clínico, pronuncié unas palabras finales sobre la esquizofrenia, unas palabras muy pensadas durante mi paseo matinal en Basilea por Solitude-Promenade: «Un negro tiene la piel negra bajo todas las circunstancias, pero sólo bajo ciertas condiciones socioeconómicas es un esclavo. Un hombre puede atascarse bajo todas las circunstancias, descubrir que se ha perdido, y tener que dar la vuelta y regresar un largo trecho para encontrarse de nuevo. Sólo bajo ciertas circunstancias socioeconómicas sufrirá esquizofrenia.»

Terminada la conferencia, se abrió el coloquio y, tal como deseaba, no hubo ni una sola pregunta, pero no creo que fuera porque el público se hubiera quedado pasmado o desorientado. Más bien daba la impresión de que se habrían quedado igual de paralizados y mudos si les hubiera soltado cualquier otra historia. Al no haber preguntas, Yvette pronunció unas palabras de agradecimiento, y ahí terminó el trance. Aquella noche, cenamos en un restaurante italiano de la Rorschacher Strasse, cerca de donde había estado —me explicó Yvette— el Eidgenössisches Kreuz, un establecimiento que frecuentaban Walser y su fiel visitante, su amigo Carl Seelig. Cenamos los dos con la muy escotada Hanna Hasler y un joven clérigo protestante. No sé si debería hablar de esa cena irrelevante, pero la verdad es que hoy no me apetece contar nada que sea trascendente. En realidad hoy no tengo ganas de contar nada. Pero a esa inapetencia la temo enormemente, pues no olvido fácilmente la frase de Kafka que en los últimos tiempos he tenido siempre en cuenta y que me ha ayudado a no caer en la demencia absoluta: «Un escritor que no escribe es, de hecho, un monstruo merodeando la locura.» Hoy la verdad es que no tengo las menores ganas de escribir, pero, a pesar de todo esto, también hoy escribiré, aunque lo haré levemente sobre esa cena intrascendente, lo que me permitirá tomar aliento antes de pasar a contar mañana la historia de mi viaje de San Gallen a Herisau.

Hanna Hasler era traductora de libros del alemán al español. Y, en cuanto al clérigo, bebía mucho para ser un canónigo, llevaba gafas oscuras y el pelo punk teñido de color zanahoria, y su máximo ídolo no era Dios ni Lutero, sino Lou Reed, del que se sabía de memoria todas las canciones. Fue como haber cenado con la reina de los escotes atrevidos y la versión eclesiástica de Lou Reed. Un fastidio. Una cena que debía haber sido sólo entre Yvette y yo y que luego averiguaría que fue con la traductora y el clérigo porque Yvette creyó que a mí aquella gente me caía bien cuando era lo contrario, me caían tan mal como le caían a ella.

Fue una cena sin duda idiota. Nadie la había obligado, pero Hanna quería hacer méritos delante de mí («seré la futura traductora de tus ensayos psiquiátricos», llegó a decirme) y trocaba a su aire las palabras que balbuceaba el clérigo, intuía yo que con muy poca fidelidad. Me dio por pensar en la España de la posguerra que yo había conocido de niño y en lo increíble que habría sido en aquellos días una cena como aquélla, una cena con aquellos comensales tan raros. Los habrían llevado a la hoguera, pensé. O más bien, al clérigo, en un juicio sumarísimo, lo habrían fusilado por protestante y provocador, y quién sabe si no habría yo querido estar en el batallón de ejecución. En cuanto a Hanna, mejor pensar que simplemente la habrían obligado a entrar en un convento.

Para colmo, el clérigo, que a medida que avanzaba la cena iba dando cada vez más muestras de estar durmiéndose allí en su silla, era muy aficionado a la telebasura. «¿Y Dios qué?», le dije, «¿no es usted aficionado a Dios?» Hanna le tradujo mi pregunta. Se quedó pensativo, luego soltó un bostezo y acabó esbozando una gran sonrisa. «No es culpa mía que Dios exista», me contestó, y logró con esto sorprenderme, pero no quise profundizar más en lo que había querido decir, prefería que la cena siguiera su curso y acabara cuanto antes. No quería que un conflicto la alargara y, además, creía que el joven párroco era amigo de Yvette —más tarde supe que era todo lo contrario— y no creía yo pertinente ser impertinente con él. Sin embargo, parecía aquel párroco empeñado exclusivamente en exasperarme, como cuando de pronto, al ir a abordar yo mi carpaccio de salmón, imitó, medio ya en sueños, una voz femenina y dijo: «Del modo que Dios nos ha tratado, se ve muy bien que es un hombre.»

¿Qué hacer con un clérigo que hablaba medio dormido y en nombre de las mujeres? Me acordé de mi madre, en el Paseo de San Juan, en la posguerra, recomendándome que nunca sintiera atracción alguna por las religiones que se apartaban del catolicismo. ¿Influía aquel consejo materno en la desconfianza y el odio que el clérigo estaba despertando en mí? Pensé esto y fue como si el clérigo hubiera leído la palabra consejo en mi pensamiento, porque, tras terminarse la botella del espeso Buchberger, pasó a pedirme consejo acerca de su madre que, según me explicó, iba todo el día, como Hannah, muy escotada y necesitaba a todas luces un tratamiento psiquiátrico. «Ya he trabajado bastante por hoy», le dije, «y, además, aunque usted no lo sepa, trabajo como médico sólo para ganarme la vida, pero en realidad a mí lo que me gustaría es ser cantante.» Le cantó o le susurró el clérigo entonces en voz baja a Hanna algo así como una canción de cuna en un alemán cada vez más pastoso, porque, todo hay que decirlo, el clérigo parecía estar ya casi del todo dormido. «¿Qué ha dicho o cantado?», le pregunté a Hanna sabiendo que no había dicho nada, sólo balbuceado. «Que un gran psiquiatra se nota por el número de páginas que no publica», dijo Hanna. «No», me dijo Yvette (y fue entonces cuando supe que no era amiga ni del clérigo ni de la traductora), «ha dicho que le dé el pecho antes que la escoba. Y yo empiezo a estar harta.» «¿Qué escoba?», pregunté confundido a Hanna, y ella, imitando entonces la voz del acanallado párroco, dijo: «La que está junto a la aspiradora.»

Dice un proverbio japonés que hay que lavarse los ojos después de cada mirada. En cuanto alcancé mi cuarto de hotel, sintiendo que tenía que purificarme tras lo visto y oído, me dediqué a recordar que en el mundo había existido un escritor que mezclaba melancolía con una euforia desmedida y que pasó veintitrés años de su vida recluido en un manicomio que estaba algo más allá de una pequeña capital del semicantón suizo de Appenzell, una ciudad llamada Herisau, un lugar que no había visto yo nunca ni en fotografía y que a la mañana siguiente visitaría. Después, extraje del maletín un libro de prosas breves de Walser, Vida de poeta, y leí en voz alta algunos fragmentos, con aquellas eufóricas exaltaciones de la perfección del mundo que ocultaban la melancólica angustia de fondo del autor y provocaban la admiración de Kafka, que le leía en voz alta y entre risas a su amigo Max Brod aquellas inauditas alabanzas a la felicidad que da la vida real («Me crucé con unos cuantos carruajes, nada más, y en el camino comarcal vi algunos niños. No hace falta ver nada extraordinario. Ya es mucho lo que se ve»), pero siempre con la angustia apareciendo a última hora, como en El paseo cuando, después de haber sido «tan feliz» a lo largo de todo el libro, en la abrupta última línea aparecen las sombras y la verdad hasta entonces encubierta: «Me había levantado para irme a casa; porque ya era tarde, y todo estaba oscuro.»

Todo está ennegrecido ahora cuando en la oscuridad comienzo a cerrar los ojos para que no entre por hoy ningún otro pensamiento, ningún otro. Pero ha entrado. Me he quedado pensado en Walser cuando, días antes de entrar en el primer manicomio, comenzó a oír voces. En cuanto cerraba los ojos, oía voces y tenía visiones, fantasías poéticas. Pero todo esto no le llevó a la locura. Walser jamás estuvo loco. Se le diagnosticó esquizofrenia y a él, en cierto modo, ya le fue bien ese dictamen, pues, como le dijo a su amigo Seelig, quería disfrutar de los años póstumos: «Son pocos los que saben disfrutar de su vejez, cuando puede ser tan satisfactoria. Está comprobado que el mundo aspira a volver siempre a las cosas sencillas, elementales. Por sano instinto, uno se resiste a que lo excepcional, lo extraño, se haga dominante. La inquieta codicia hacia el otro sexo se ha extinguido, y ya sólo se aspira al consuelo de la naturaleza y a las cosas concretas y hermosas que están al alcance de todo el que las anhela. Por fin ha desaparecido la vanidad, y uno se solaza en la gran calma de la vejez igual que bajo un suave sol.»