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Finalmente llegó el esperado correo de Yvette, y de inmediato me puse en movimiento.

Llegué a Basilea en la fría, oscura y lluviosa tarde del miércoles 7 de enero, casi dos noches después de que se hubiera celebrado la fiesta en casa de mi amiga. Ella me estaba esperando en el aeropuerto, temerosa —me dijo más tarde— de que hubiera vuelto a cometer el error cometido en mi anterior viaje a Basilea cuando, a pesar de haber sido advertido, no miré bien los carteles del aeropuerto y me equivoqué de puerta y hasta de país al salir. En aquella ocasión, a pesar de que Yvette me había explicado que fuera con cuidado pues, en la salida, si uno giraba a la izquierda aparecía en Francia, y si uno lo hacía a la derecha se veía en Suiza, giré a la izquierda y me encontré en un lugar en el que nadie me esperaba, solo y perdido en una carretera francesa, al final de la cual se perfilaba en el horizonte una ciudad, Mulhouse, de nombre más inglés o australiano que francés, pero a fin de cuentas ciudad francesa, y en ningún caso ciudad de Suiza, el país que estaba detrás de la puerta de la derecha. Tuve en aquella ocasión que volver sobre mis pasos, aunque la experiencia de caminar solo, perdido en una carretera misteriosa de un país inesperado, me resultó curiosamente una aventura tan angustiosa como placentera. Una aventura que a la larga fue precursora y facilitó, dos años después, mi decisión de desaparecer e iniciar andanzas en soledad, locura y libertad. Fue bueno pues desorientarse aquella vez, pero al llegar de nuevo a Basilea no estaba dispuesto a repetir mi error, porque ya lo había cometido en su momento oportuno y no tenía sentido redundar en una experiencia que, a fin de cuentas, precisamente gracias a su carácter iniciático, había facilitado que en aquel preciso momento llegara yo con más experiencia y libertad al mismo lugar donde una vez me había perdido y en esta ocasión no estuviera dispuesto a perderme de nuevo, porque para algo llegaba más libre, loco y solitario que aquella primera vez.

Así pues, giré a la derecha y salí por la puerta que me convenía más y me encontré con Yvette, que bromeó y se alegró de que no me hubiera equivocado. «Habría sido demasiado», dijo. Me pareció que todavía le quedaban restos de la alegría de la fiesta de dos noches antes. Por ejemplo, vi que le hacía más gracia de lo normal enterarse de que en mi maletín había muchos más libros que ropa. «Parece que lleves tu equipaje ideal para ir a una isla desierta», bromeó. «Pata, pata», le contesté queriendo participar de su alegría. Pero no le hizo esto demasiada gracia y pasé a otra cosa. Como no me parecía adecuado decirle que a lo mejor, según cómo lo viera, me quedaría a vivir en Herisau, le dije que tenía billete de vuelta para dos días después, me inventé que salía del aeropuerto de Zurich. Hacia Barcelona, por supuesto. Tampoco me pareció adecuado explicarle que llevaba dieciocho días desaparecido, pues seguramente ella pensaría que, como era habitual en mí, ya estaba haciendo literatura. Además, no podía demostrarle que me estuvieran buscando.

Me pregunté si conocía yo mucho a Yvette. En realidad, sabía poco de ella. Sabía, eso sí, que había cierta complicidad entre nosotros, pues nos tratábamos casi como si nos conociéramos de toda la vida cuando en realidad sólo nos habíamos visto dos días, en aquella feria de Basilea, pero también era cierto que habíamos intercambiado después bastantes correos electrónicos y podía decirse que nuestra relación era fluida y amistosa. Sabía poco de Yvette, pero algunas cosas sabía. Que era bella y alegre, por ejemplo, eso no lo ignoraba, pues entre otras cosas saltaba a la vista. ¿Qué más sabía? Que su padre era de Maracaibo, Venezuela. Y que su mundo cultural, empezando por la lengua materna, estaba más ligado a la Suiza germánica que a cualquier paraíso del Caribe. Sabía también que había publicado en España, en la editorial Cátedra, un bello libro titulado Coleccionismo y literatura. No sabía mucho más de ella pero, según cómo se mirara, sabía lo suficiente.

No sabía si decirle que al día siguiente ella no debía presentarme ante sus alumnos de la Universidad de San Gallen —daría una conferencia allí en su departamento— con mi nombre de escritor, sino con mi nombre de doctor en psiquiatría. Y bueno. No sabía si decírselo y acabé diciéndoselo, pero recurriendo a una mentira. Le dije que estaba escribiendo una novela que protagonizaba un doctor en psiquiatría que llevaba mi mismo apellido y que, por imperativos de la acción, yo necesitaba vivir en mi propia piel las sensaciones que le llegaban a mi protagonista cuando, por ejemplo en San Gallen, daba una conferencia sobre la antipsiquiatría. Debido a eso, le rogaba que me presentara no como Andrés sino como doctor Pasavento. «No, mejor, como doctor Ingravallo», rectifiqué. Se quedó un poco sorprendida, hasta que sonrió. «¿Antipsiquiatría? ¿Entonces no piensas hablar mañana de tu literatura?» Le expliqué que no hablaría de mí, ni de mi literatura. «Está bien», dijo bromeando, «pero te pagaré menos. Tú mismo te has devaluado. Ninguno de mis alumnos sabe quién es usted, doctor Ingravallo.»

Yo mismo me había devaluado, depreciado. No podía Yvette haberlo expresado mejor. Y mi felicidad por saberme desvalorizado fue grande. Cuando, bajo la persistente lluvia, llegamos al Swissôtel, donde yo me hospedaría aquella noche, le dije que, a partir de aquel momento, obedecería con muchísimo gusto sus órdenes con tal de poder sustraerme a cualquier tendencia a creerme alguien en la vida. Esto último no lo entendió demasiado, como es lógico, aunque estaba relacionado con mi devaluación. Pero lo tomó con cierto humor. Se tapó la boca con las manos en un gracioso gesto y como conteniendo la risa. Luego permaneció callada, muy seria, un largo rato, reflexiva. Finalmente, escapándosele la risa, me preguntó cómo haría para no ser nadie o, mejor dicho, para ser el doctor Ingravallo. «Es fácil, lo llevo dentro», le dije. No me entendió, claro. Y yo no quise explicarme más. Me despedí y entré en el Swissôtel. Y poco después, en la soledad de mi cuarto, imaginé que le explicaba a ella que me había convertido de verdad en un doctor en psiquiatría. Imaginé que le explicaba por fin que me había dado a mí mismo por desaparecido desde hacía casi tres semanas y que había podido comprobar que nadie se había puesto a buscarme, tal vez porque todo el mundo había creído que me había marchado de vacaciones de Navidad. Con todo, por mucho que nadie se hubiera enterado de esto, yo me consideraba un desaparecido y me sentía bien orgulloso de ello. Es más, esperaba que ella me ayudara a encontrar un escondite más seguro que el hotel de la rue Vaneau de París donde hasta entonces me había refugiado. Tenía pensado desaparecer en el manicomio de Herisau. «No te asustes», imaginé que le decía. Y luego imaginé que le explicaba que deseaba averiguar si había posibilidades de que me permitieran trabajar como doctor en el manicomio, y, en el caso de que esto no fuera posible, que ya suponía que no lo sería, tratar de que me permitieran al menos quedarme allí internado como enfermo mental, lejos del mundanal ruido, y poder iniciar así una vida perfecta en el anonimato, escondido y dedicado a una escritura privada.

«No sabes adónde ir, ¿no es eso?», imaginé que me preguntaba ella. «Exacto», le decía yo, y comenzaba a atropellarme con las palabras al explicarle que buscaba encontrar un espacio oculto y sereno para una escritura privada, una escritura de análisis de los lances que fuera viviendo a lo largo de mi viaje de explorador de los límites del concepto de fin del mundo, siempre pensando en ese concepto como si fuera el único y yo, además, me hubiera instalado ya por fin en mi abismo favorito. Para luego traicionarlo, claro. Traicionarlo y cruzar la frontera del concepto único de fin del mundo, ir más allá y ver desde lejos el temblor del mar, y finalmente llegar a un silencio litoral sin pájaros. Y allí, desde aquella orilla sin nada, enviar mensajes a todas aquellas señales que, movidas por los soplos de un viento extraño, habían ido fundando, con sus apariciones, casuales o no, la historia de mi desaparición.

«¡Uf!», imaginé que me decía Yvette. «¿Y cuándo duerme el doctor Ingravallo?»