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Recuerdo que en el mediodía del 4 de enero, del primer domingo del año, a la espera de aquel correo de Basilea que no llegaba y con el maletín más que preparado ya para el posible viaje, me pasé cerca de una hora en mi habitación, en la penumbra más completa. Al maletín había ahora que añadir una amplia bolsa de cuero negro recién comprada, una de esas bolsas que se llevan colgadas del hombro y donde había metido ropa nueva y más libros: era curioso observar la paradoja de cómo a medida que yo desaparecía, crecía el número de objetos personales que me tocaba transportar.

Hablé con el doctor Ingravallo o, mejor dicho, él habló conmigo. «Jakob», me dijo confundiendo mi nombre, «tú adelgazas, pero crece tu vida exterior. Has aligerado la trascendencia de tu vida y obra, pero aumenta el peso de los objetos banales que debes transportar.» No quise entrar en su juego y callé. «Oye, Jakob», continuó él, «¿no encuentras sórdida y mezquina la vida que llevas aquí? Me encantaría saber tu opinión y sobre todo que hablaras sin tapujos.» Yo preferí callarme, sabía ya por experiencia que acababa dejándome agotado rebelarme contra mi oso interior. «¿No ves que la soledad te ha traído la libertad total y buenas ideas creativas, pero te ha convertido en un triste oso peludo como yo?», siguió diciéndome él, siempre tan excéntrico aunque proviniera de mi propio interior. En cualquier caso, observé con alivio que, dentro de todo, el doctor estaba en aquel momento de buen humor. Pero callé, callé como si quisiera decirle: «Mi querido doctor Ingravallo, permíteme que guarde silencio. A semejantes preguntas podría responder a lo sumo con una frase desatinada.» Me miró con atención, y creí que había comprendido mi silencio. Y así era, en efecto, porque de repente sonrió con su sonrisa invisible y dijo: «¿No es cierto que te asombra un poco la inercia en la que vegetamos en este mundo, como si nuestros espíritus estuvieran, en cierto modo, ausentes?»

Luego se fue, desapareció en la penumbra en la que precisamente vive desaparecido. A él sin duda le ha resultado siempre más fácil que a mí desaparecer. Después de todo, su condición natural es la de estar desaparecido y aflorar sólo de vez en cuando, a ser posible en momentos no del todo oportunos. Yo continué allí un rato. Aunque era mediodía, elegí moverme durante un rato más en tinieblas, como si éste fuera un camino o sendero oscuro que se ofrecía a mí a través de la duda. Puestos a dudar, prefería hacerlo en la penumbra. «Dudar es escribir», decía Marguerite Duras. Perdido en esa penumbra y en medio de todo tipo de dudas, dejé de tenerlas, tal como suponía, cuando me dediqué a comparar a uno de mis padres con el otro. Ahí, en ese terreno (y seguramente sólo en ése), no tenía duda alguna. Ni siquiera en la penumbra. O tal vez no tenía duda alguna precisamente por estar en ella, en la oscuridad.

Eran dos padres diametralmente opuestos, uno decimonónico, y el otro digamos que más contemporáneo. El hombre que se ahogó en el Hudson tenía una mentalidad, una visión del mundo anticuada y nada dócil. Ni había pasado por su cabeza que Dios había muerto, pues Dios era él. Todo giraba en torno a su convicción de que había venido al mundo para comportarse como un padre. Al ser yo hijo único, aquello fue una pesadilla. Padre anticuado y profesional del paternalismo, patriarca angustiado de ser cabeza de familia (cuando nadie se lo había pedido, y yo menos), me inculcó la idea de que yo tenía que ser alguien en la vida. Y, sin embargo, cuando logré ser alguien, se disgustó, reaccionó enojándose, como si hubiera cometido un delito al arrebatarle su divino protagonismo. Tal vez debió de pensar que si el hijo era más importante que el padre, ¿cuál era la importancia entonces del padre, ese rol paterno que tanto él había sublimado y situado a la altura de Dios? Se pasó la vida inquieto por la cuestión de su inmortalidad personal, y acabó arrojando a ésta al fondo del río Hudson. Si hubiera sabido desde un buen principio que Dios había muerto, se habría ahorrado muchos problemas, el problema de la conciencia incluido.

En cuanto al otro, en cuanto al amable hombre del Paseo de San Juan, era un padre que a veces me preguntaba: «¿Hay algo más alegre que la fe en un dios doméstico?» Muchas veces me lo preguntó. Era un padre muy diferente del que se ahogó en el Hudson. Mi querido padre del Paseo de San Juan aspiraba a ser un don nadie, y bien que lo logró. Tenía la impresión de que no ser nadie le ahorraría problemas y le permitiría vivir tranquilo, dedicado a su trabajo de subalterno, al cuidado cariñoso de la familia y a esos puzzles con los que tanto se entretenía. Aspiró siempre a pasar desapercibido y se alegraba de ser una persona entre muchas y de saber sumergirse a fondo en las multitudes. Habría sido feliz en Nápoles, por ejemplo, paseando por sus atiborradas avenidas, escenario ideal para el anonimato. Le gustaba mucho depender de alguien (fue un empleado ejemplar toda su vida, con el gran honor de un diploma incluido) y, sobre todo, le gustaba negarse metas propias para así poder dedicarse a las de los otros. De esta forma, no sé si conscientemente, se salvaba de ese monstruoso yo mismo, que nos atiborra de derechos y deberes. Fue, creo yo, un maestro en disimular su angustia en lo más profundo de las tinieblas más ínfimas e insignificantes. De él sólo quedan sus puzzles, los conservo yo en Barcelona, adonde no pienso volver, y, por tanto, creo que esos juegos acabarán en poder de mi ex mujer o de mi portero, lo que no dejará de ser un bello y abyecto destino para el deseo de irrelevancia que siempre persiguió a fondo mi padre, tan inscrito, sin saberlo, en esa línea, tan impensable en el XIX, de la que Walser fue involuntario pionero y que consiste en renunciar a la conciencia pues, como se lee en Jakob von Gunten, «siempre el hombre que tiene conciencia de sí mismo choca con algo hostil a la conciencia».

Ese choque lleva al dolor, al malestar al que se halla expuesta toda conciencia que se disuelve y que, al hacerlo, impulsa al individuo a sofocar el sufrimiento de ese trance rechazando continuamente una vida propia, recurriendo a esa estrategia de la renuncia que es el acto extremo con el cual algunos raros escritores se aseguran el único modo de captar el destello de la vida plena e inexpresable, no sofocada por el poder. Se trata de una renuncia total que ante todo es una renuncia al yo, a su grandeza y a su dignidad.

Mi padre favorito, que no oyó hablar jamás de Walser, recurrió toda la vida a esa estrategia de la renuncia. Y quiero pensar que vio destellos de la plenitud, aunque sólo fuera en medio de sus puzzles. Conoció la bella desdicha. Y me la transmitió a mí. En realidad, me transmitió bastantes más cosas, algunas de ellas un tanto excéntricas. Su costumbre, por ejemplo, de hablarles a los radiadores de su casa. También les hablaba a los botones, pero esa manía suya no la heredé. «Querido pequeño botón, te agradezco todo tu paciente y largo tiempo de servicios y también el que nunca te hayas situado en un primer plano para sacar partido de una buena iluminación o buscar algún bello efecto de luz, sino que más bien, con una conmovedora modestia, te hayas mantenido en la más discreta de las discreciones, practicando tu hermosa virtud en un estado de perfecta felicidad», oí un día que le decía a un botón que estaba cosiendo en su camisa más preciada, una camisa roja que había heredado de mi abuelo.

A diferencia de la costumbre de hablarles a los radiadores, la de hablarles a los botones no la adquirí yo, aunque su discurso de elogio a la modestia lo he tenido siempre muy vivo en el recuerdo. Sigo teniéndolo hoy, mientras sonrío en la oscuridad y comienzo a cerrar los ojos para que no entre ningún otro pensamiento. Es mi forma de evitar esa nostalgia que comienzo a sentir cuando pienso irremediablemente en la ventana que daba a la rue Vaneau —contrariamente a lo que pueda pensarse no escribo estas líneas desde París, y no sé a quién le digo esto, pero lo digo, y sigo— y me digo que, a pesar de la secreta tensión bélica que se palpaba en aquella calle, esa tensión precisamente me salvó de la angustia, como a Gregor Samsa le salvaba mirar fuera de su habitación hacia un vago recuerdo de la liberación que para él había significado mirar por aquella ventana.