8

En mi interior habita una extraña y monstruosa energía llamada Ingravallo al tiempo que cada día estoy más cerca de Walser. En otros días, yo le veía a él como un personaje literario, no como un escritor ni como una persona que hubiera pasado realmente por este mundo. Y en modo alguno, por supuesto, era capaz de darme cuenta de que cuando él había caminado por última vez por los infinitos senderos nevados de Appenzell, yo tenía ya ocho años y acababa de hacer la primera comunión y el futbolista Pelé (por poner un ejemplo bien prosaico) se preparaba para sorprendernos, dos años después, en los Mundiales de Suecia. No, a Walser le veía sólo como un fascinante personaje literario, un poeta muerto en la nieve el día de Navidad. No me lo podía imaginar, por ejemplo, sentado en esta cama junto a mí, o comprando aspirinas en la farmacia Dupeyroux, o tomando un café en el bar de la esquina.

Su leyenda literaria —esa biografía tan fascinante del escritor callado durante veintitrés años en un manicomio rodeado de nieve— había hecho que le hubiera visto siempre a una distancia irreal e infinita. Ni se me ocurría pensar que había sido un ser vivo que fumaba cigarrillos y los aplastaba en el suelo de las carreteras y luego pateaba con humana obstinación los caminos nevados. Si no creía que él hubiera vivido de verdad, aún menos podía pensar que hubiera muerto, y ya no digamos pensar que había llegado a profetizar su propio fin en Los hermanos Tanner, donde una descripción anticipa las circunstancias de su muerte el día de Navidad de 1956.

En esa novela, Sebastián, el poeta, es hallado muerto en la nieve bajo un cielo constelado. Quien lo encuentra es Simón Tanner, cuyas palabras parecen una autoelegía anticipada: «¡Con qué nobleza ha elegido su tumba! Yace en medio de espléndidos abetos verdes, cubiertos por la nieve. No quiero avisar a nadie. La naturaleza se inclina a contemplar a su muerto, las estrellas cantan dulcemente en torno a su cabeza y las aves nocturnas graznan. Es la mejor música para alguien que no tiene oído ni sensaciones.»

Pero en vida Walser sí tuvo sensaciones y oído, escuchaba perfectamente el silencio, y es probable incluso que advirtiera (aunque sólo fuera de lejos) que se estaba dando una pequeña fractura o revolución en la literatura, que se estaba produciendo la desarticulación del gran estilo clásico. Yo creo que supo muy pronto que él mismo iba a descomponerse y dispersarse en múltiples fragmentos, al igual que el libro en primera persona que dijo que siempre estaba esperando escribir. Pero, en cualquier caso, ese libro en primera persona nunca fue como proyecto la clásica y soberbia y típica construcción literaria en la que se refleja la elaboración de un paisaje mental y la fuerza creativa de un yo, sino más bien un trabajo de desintegración de ese yo, realizado con admirable paciencia y ninguna soberbia.

El arte de Walser fue ante todo el arte de desvanecerse. Su estrategia, por más que él con sus textos levantara acta de la disgregación de la totalidad y del eclipse del sentido, consistía en no imitar el desorden y dedicarse sigilosamente a ser visto sólo lo imprescindible y a tratar de desaparecer llamando la atención lo menos posible. Prefirió retirarse y enloquecer serenamente, residir en manicomios que, como dijo Canetti, son los conventos de nuestra época. «Que un escritor se convierta en alguien no hace sino degradarlo a la condición de limpiabotas», dijo Walser en cierta ocasión.

Su peculiaridad como escritor consistía en que nunca hablaba de sus problemas o de las cosas que le motivaban. Era un escritor sin motivo, alguien que escribía con una extrema ausencia de intenciones, con una asombrosa ausencia de finalidades externas al texto mismo. De ahí que los miles de páginas que escribiera compusieran una obra indefinidamente dilatable, elástica, desprovista de esqueleto, un prolongado parloteo que escondía la ausencia de cualquier progreso del discurso. La obra estaba en perfecta armonía con la tal vez involuntaria construcción, por parte de Walser, de una personalidad de antihéroe, cuyo rasgo principal a veces reside en la incapacidad de crecer y en la negativa a hacerlo, a formar la propia personalidad en sintonía con lo real.

De pronto, un día, comencé a ver por fin al más oculto de los poetas como a un hombre de carne y hueso. Me acuerdo muy bien de aquella tarde de hace dos años, en la Feria del Libro de Basilea. Me detuve en un stand dedicado exclusivamente a su figura y pasé un rato mirando las fotografías que le hizo su amigo Seelig en los alrededores de Herisau y también las reproducciones de las portadas de las primeras ediciones de sus libros, expuestas en la parte del fondo de aquel pabellón. En un primer momento, aun viendo aquellas fotografías que daban noticia de un hombre con un sombrero y un paraguas, detenido en una carretera suiza de los años cincuenta, yo seguí viendo a Walser como una figura tan mítica que era incapaz de pensar que había sido también un hombre más o menos normal y corriente. Hasta que de pronto Yvette me presentó a Bernard Echte, que estaba allí dentro del stand.

Echte, que es el hombre que en compañía de Werner Morlang se dedica desde los años ochenta a descifrar los microgramas de Walser, me habló con tanta naturalidad del autor de Jakob von Gunten que aquello me abrió los ojos y vi por fin que Walser no era un personaje tan remoto como pensaba. O, mejor dicho, vi que yo estaba más cerca de Walser de lo que creía. Sin apenas darme cuenta, me había ido acercando —diría que hasta físicamente— poco a poco a él. Me había acercado a través de su leyenda y de la lectura de sus libros, pero también me había ido acercando —de forma casi imperceptible para mí mismo— a su país, a sus paisajes, y finalmente al hombre mismo.

De modo que Walser fue un ser vivo, me dije aquel día. Debió de ser en ese instante cuando la pequeña población de Herisau brotó en mí como una pequeña obsesión que iba a crecer con el tiempo, pues vi que esa población no era sólo una palabra con la que a veces tropezaba en las biografías de Walser. Comprendí que Herisau también existía, aunque yo no sabía ni dónde estaba en los mapas. Hasta entonces esa palabra la había recreado en mi imaginación mientras leía los episodios del encierro de Walser en el manicomio. Pero ahora me daba cuenta de que aquel manicomio era un lugar real, estaba ahí, estaba en el mundo, podía verlo si quería y hasta podía tocar con las manos el material con el que había sido construido el sanatorio. Fue aquel día cuando empecé a sentir que Walser había sido una presencia real. Y, en lugar de un ser lejano, se convirtió para mí en un ser mucho más próximo.

«Cuando la lejanía desaparece, la proximidad se acerca con ternura», recordé que le había dicho Walser a Seelig. Sí, debió de ser aquel día cuando sentí ya cercano a Walser, debió de ser entonces. No ahora, desde luego. Ahora tengo sueño. Comienza a hacérseme larga la espera de ese correo de Yvette Sánchez que nunca llega. Ahora tengo sueño. Creo que me he vuelto como uno de esos personajes de Walser que sólo quieren ser subalternos, o como uno de esos seres que eran compañeros de Walser en la Cámara de Escritura para Desocupados de Zurich, donde él trabajó un tiempo. Creo que me he vuelto como uno de esos copistas que transcriben escrituras que los atraviesan como una lámina transparente, una de esas personas que no dicen nada especial, no intentan modificar. «No me desarrollo», dice Jakob von Gunten en el Instituto Benjamenta. Ahora tengo sueño, dice el doctor Pasavento. «Erraba por París un coche fúnebre, cargado con un cadáver que, sin embargo, no llevaba al cementerio», creo ahora de pronto recordar que decía Kafka en uno de sus escritos póstumos, aunque no estoy muy seguro de que dijera exactamente eso. Sí lo estoy en cambio de que Erraba por París un coche fúnebre es el título de aquella novela que imaginé que vendían en la estación de Atocha. Lo imaginé no hace tanto tiempo, pero ahora parece que haya transcurrido una eternidad, el tiempo suficiente para que haya podido acordarme de que el título no venía exactamente de mi imaginación, sino que procedía de Kafka.

Ahora tengo sueño, digo yo, como si fuera el eco del doctor Pasavento. Y tengo la impresión de que, con mi posición de escribiente, iluminado por la luz de una imaginaria luna menguante, recuerdo las humildes posiciones de aquellos personajes de Walser de los que Walter Benjamin decía que parecían provenir de la noche más oscura, personajes que venían del sueño de una noche veneciana y que lo que lloraban era prosa. «Pues el sollozo», decía Benjamin, «es la melodía del parloteo de Walser.» Son personajes que no han renunciado a su componente infantil, seguramente porque nunca fueron niños. Les horroriza la idea de que, por cualquier circunstancia ajena a sus deseos, puedan llegar a tener éxito en la vida. ¿Y por qué les horroriza tanto? Desde luego no por sentimientos como el desprecio o el rencor, sino, como dice Benjamin, en sus líneas dedicadas a Walser, por motivos del todo epicúreos. Quieren vivir con ellos mismos. No necesitan a nadie. Son seres a los que su propia naturaleza aleja de la sociedad y que, en contra de lo que pueda pensarse, no necesitan ninguna ayuda, pues si quieren seguir siendo de verdad sólo pueden alimentarse de sí mismos. Proceden, o aparentan proceder, de las praderas de Appenzell y su vida empieza donde acaban los cuentos. «Y si no han muerto, entonces es que hoy viven todavía», dice Walser de los personajes de esos cuentos. Y nos muestra a continuación cómo viven y a qué se dedican, nos explica qué es lo suyo. Hay días en que lo suyo es ser como coches fúnebres que van a todas partes menos al cementerio. Y otros en los que lo suyo son textos, ensayos errantes, microgramas, furtivas conversaciones con un botón, ilusorios papelillos, pequeña prosa, tentativas de escribir para ausentarse, cigarrillos efímeros y cosas por el estilo.