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Al día siguiente, desperté muy pronto y lo primero que hice fue ir a la sala de conexiones con Internet para ver si finalmente —lo había intentado siete veces en la tarde y noche del día anterior— ya tenía una respuesta de Yvette Sánchez. Pero era tan temprano que estaba cerrada la sala. Era tan temprano que ni siquiera se podía aún desayunar en el hotel. Volví a mi habitación y me asomé a la ventana para corroborar que era temprano también en la rue Vaneau, y entonces, como si dispusiera de unos grandes anteojos, vi el gato que había al fondo del jardín de la mansión de las sombras inmóviles. No diré que el gato tenía mis ojos, pero en realidad eso fue lo primero que me pareció ver cuando miré a aquel gato tan lejano y al mismo tiempo tan sorprendentemente próximo. Después, con los ojos del gato de la mansión de los raros, me miré al espejo de la habitación y me vi cambiado. Los días que llevaba desaparecido no habían pasado en balde. Y me di cuenta de que, aunque de buena gana, estaba pagando un evidente precio por haber pasado a ser en los últimos días —al menos así esperaba que fuera— un escritor que vivía ya en las costuras del mundanal ruido.

Me dije que tanta soledad radical me había sin duda afectado mucho, pero que por supuesto no debía dejarme llevar por ningún inútil sentimiento de culpa, sino más bien por todo lo contrario, y decidí seguir como estaba y volví a mirarme en el espejo y descubrí que, si era capaz de persistir en mi soledad radical, podría acabar viendo alterada de verdad mi imagen. Según cómo, hasta podía llegar a convertirme en alguien físicamente muy distinto del que era. Un ser irreconocible. No sólo para Eve Bourgois, sino para todo el mundo. Podría acabar siendo otra persona. Con un poco de suerte y algún movimiento astuto, podría hasta escabullirme de los injustos y rutinarios —se encargaba el banco con una endiablada precisión— pagos mensuales a mi ex mujer.

Miré de nuevo por la ventana. Silencio absoluto, nadie en la calle. Al fondo del jardín de la mansión de las sombras inmóviles, el gato había desaparecido. Seguramente ahora estaba en mi espejo o, mejor dicho, si ponía algo de mi parte, podría acabar viendo al gato allí. Tuve un recuerdo para unas palabras de Robert Walser: «El silencio de las calles tiene algo de amable y misterioso. ¡Para qué buscar otras aventuras!» Y volví a mirar a la calle y escuché el silencio total de la generalmente tensa rue Vaneau y me acordé de W. H. Hudson, el escritor de la Patagonia cuyo apellido evoca casualmente el río en que se suicidaron mis padres, el escritor que escuchaba el silencio en esa tierra de solitarios o fin del mundo que es la Patagonia y decía que viajar a ella era hacerlo hacia un nivel más elevado de la existencia, hacia una especie de armonía con la naturaleza, una armonía que consistía en la ausencia de pensamiento. Hudson calificaba todo esto con la palabra animismo, algo que sólo era posible en las tierras patagonas en las que había —sigue habiendo hoy— una persona por kilómetro cuadrado y reina el silencio: «En esos días solitarios era cosa muy rara que por mi mente pasara pensamiento alguno; no había formas animales que cruzaran ante mi vista y era aún más raro que mis oídos fueran asaltados por voces de pájaros. En este extraño estado mental en que me encontraba, pensar se había convertido en algo imposible.»

El animismo era, para Hudson, el amor intenso al mundo visible y la ausencia de pensamiento. Me pareció de pronto que en este aspecto nunca había existido un autor más cercano a Walser que Hudson, pues no había que olvidar que en Walser eran primordiales tanto la descripción de su eufórico amor al mundo visible como —herencia de los últimos grandes románticos— su absoluta certeza acerca de la superficialidad de la palabra. «El que se empeña en no pensar, hace algo verdaderamente necesario», había llegado a escribir Walser. En muchos de sus escritos, tras unas supuestas alegorías de la mediocridad, se hablaba en realidad de vidas que, tras la muerte de Dios y la anunciada desaparición del hombre, transcurrían por la cara más oculta de esa mediocridad. En muchos de sus escritos se hablaba veladamente de todos esos individuos modernos que, ante el avance arrollador del desatino general, habían decidido dirigir sus ambiciones hacia una sola meta, la de desaparecer o, en su defecto, pasar lo más inadvertidos que pudieran.

Pensé en todo esto y luego, angustiado, volví a la ventana de la rue Vaneau y, recordando que los ojos son la entrada de los pensamientos, los cerré para no verme obligado a pensar. Pero acabé pensando, claro. Primero en la muerte de Dios, después en mi desaparición, y luego, para no pensar en todo eso, en el padre de Chateaubriand, que, según explica su ilustre hijo en Memorias de ultratumba, era un gran experto en desapariciones nocturnas, que llevaba a cabo ante su propia familia, que no se alarmaba demasiado porque sabía que regresaba siempre. Fueron las de ese padre, en todo caso, desapariciones que sólo se produjeron en los días en que tuvieron que vivir en completo recogimiento con algunos criados en la casa señorial de Combourg, en cuyos amplios cuartos y pasillos hubiera podido perderse medio ejército de caballeros. Escribe Chateaubriand: «Sobre todo en la época de invierno transcurrían meses sin que algún viajero o extraño cualquiera hubiese llamado a la puerta de nuestro castillo. Vivíamos allí mi padre, mi madre, mi hermana Lucila y yo. Era inconmensurable la tristeza en el interior de esa casa solitaria. A las ocho siempre sonaba la campana de la cena. Después de la cena permanecíamos algunas horas sentados junto al fuego. Mi padre empezaba a pasearse a lo largo de la sala, y estos paseos duraban hasta la hora de acostarse. El salón, alumbrado por una sola bujía, estaba tan oscuro que, cuando se alejaba mi padre y dejaba atrás la chimenea, desaparecía. Solamente se oía en las tinieblas el ruido de los pasos. Después se acercaba hacia la luz, y su pálido semblante iba destacándose poco a poco de la oscuridad como un fantasma.»

Así, empantanado con la historia de las desapariciones y reapariciones espectrales del padre de Chateaubriand, estuve largo rato, hasta que me pareció que seguramente ya habrían abierto la sala de conexiones con Internet, y decidí volver a bajar. Antes, desayuné. Con tranquilidad, con gran lentitud. Era como si quisiera darle más tiempo a Yvette para que pudiera contestarme. Una vez ya instalado en la sala de Internet, seguí dándole tiempo a Yvette y me dediqué a navegar por periódicos españoles, y así me enteré de que en el mes de junio Bob Dylan sería investido doctor honoris causa por la universidad escocesa de Saint Andrews. Le tenía a él por alguien alejado de las medallas y enemigo de cualquier honor. La noticia sobre Dylan fue como un gancho de izquierda en pleno combate con mi reciente doble o triple personalidad y decidí recuperarme del golpe pensando que nada tenía importancia en este mundo, y menos aquello. Busqué más noticias y leí entonces que Antonio Tabucchi compaginaba la nacionalidad portuguesa con la italiana. A continuación, leí que mi antiguo amigo Robert de Niro iba a nacionalizarse italiano. Temí por un momento entrar en una vorágine de nacionalizaciones y dejé de leer por unos instantes.

Cuando volví a la lectura de noticias del día, fui a parar a unas declaraciones de un novelista de Nueva York al que le recriminaban que la literatura entrara tanto en su literatura y que citara a tantos autores en sus novelas. «Los libros y los escritores son parte de la realidad, son tan reales como esta mesa junto a la que estamos sentados. ¿Por qué no pueden entonces estar presentes dentro de una ficción?», contestaba. Me quedé mirando la mesa que sostenía mi ordenador. La toqué, la toqué igual que se puede tocar un libro, y sentí una íntima satisfacción al ver que la mesa existía y la literatura también, una satisfacción en parte parecida a la que me llegó poco después al enterarme de que estaba llegando a su final el gran misterio de la desaparición, el 31 de julio de 1944, de Antoine de Saint-Exupéry, el aviador-escritor ligado a la mansión de Chanaleilles de la rue Vaneau.

Por unos instantes, sospechando que esa noticia la habían fabricado especialmente para mí, me pregunté si no estarían relacionadas la rue Vaneau y mi condición de desaparecido con el misterio resuelto de la evaporación del escritor-aviador. Cada vez más, todo lo relacionado de alguna forma con la rue Vaneau lo veía yo como algo que me atañía muy personalmente. Después, fui en busca de noticias de fútbol y me entretuve leyéndolas hasta que quedé saturado de ellas, y entonces, retrasando todavía más la apertura de mi correo electrónico, me dediqué a buscar mi nombre en algún lugar de la Red y entré en el último artículo literario que había publicado antes de esfumarme en Sevilla. Era uno de esos retratos breves de poetas latinoamericanos que había escrito durante unos meses para una revista digital. Se trataba de un texto que anticipaba —no me sorprendió nada descubrirlo— las cuestiones que tras mi desaparición en Sevilla iban a situarse en el centro de mis preocupaciones.

Era un texto que hablaba del poeta chileno Juan Luis Martínez, que tenía un interesante conflicto con su nombre y se planteaba siempre desaparecer como escritor. No sólo ser otro sino escribir la obra de otro se titula uno de sus más bellos poemas. Cuando finalmente entré en mi correo electrónico, comprobé con cierto pesar que, tal como me temía, no había respuesta de Yvette Sánchez, seguramente no le había dado el tiempo que ella necesitaba. Regresé a mi cuarto y allí tomé instintivamente el papelillo donde había escrito el brevísimo cuento Locura y, sintiéndome invadido por una angustia que se mezclaba con el placer que me producía mi esfuerzo titánico de no hacer nada, cambié el título del papelillo y modifiqué y prolongué el texto.

SOLEDAD

No estoy aquí para escribir, sino para estar solo.

De todos modos, ya he comenzado a preparar mi ligero equipaje, como si fuera Jakob von Gunten cuando en el penúltimo fragmento de su Diario-libro viaja en sueños con el director del instituto, con Herr Benjamenta, que se ha convertido en un jinete al que los indios han elevado al rango de príncipe: «Íbamos vadeando peligros y conocimientos como si fueran un río de agua helada, pero benéfica para nuestros ardores.» ¿No parece un texto que anticipa al Kafka de Deseo de convertirse en indio? Lo parece, me digo, mientras ordeno el equipaje, los libros del maletín rojo, y veo cómo, desprendiéndose del conjunto, cae al suelo, como si buscara la independencia, Amarga fama, la biografía de Sylvia Plath, un libro que creo que metí en el maletín sólo porque su título me recordaba que tener un nombre en la literatura había terminado por parecerme algo detestable.

Mientras ordeno el mínimo equipaje con el que espero bien pronto marcharme de aquí, me llega la certeza implacable de que nunca me faltará mi soledad, una impresión que me dejaría hundido si aún fuese el vanidoso escritor de antes, aquel que publicaba novelas y vivía con desconcierto su amarga fama. Pero ya todo eso pasó, me he convertido en alguien totalmente distinto, en un hombre sin atributos. He cambiado mi orgullo, mi sentido del honor. Tengo, como Jakob von Gunten, cierto instinto de la conservación de la especie y he elegido perderme en el último rincón de la vida. Como diría el joven Jakob, he realizado mi elección y la mantendré.