Unas horas después, me enteré casualmente de que Lobo Antunes había dejado ya el hotel y de que el 2 había sido el número de su habitación. Para llegar a ese cuarto había que cruzar el jardín interior, pues estaba —como en otra ocasión lo había estado el mío— en la parte trasera del edificio del hotel, dando la espalda a la rue Vaneau. En compensación, las de esa zona eran habitaciones más espaciosas.
Decidí, aun sabiendo que él ya no estaba (o precisamente por eso), escribirle una carta breve, introducirla en un sobre y deslizarla, lo más sigilosamente posible, por debajo de la que había sido su puerta. Seguramente los del hotel pasarían el mensaje a Christian Bourgois-éditeur, que lo remitiría a Lisboa, donde Lobo Antunes acabaría leyéndolo, extrañado; tal vez lo leería en el Hospital Miguel Bombarda. ¿Por qué deseaba yo hacer algo así? Por pura desesperación, seguramente. Era como si buscara pedirle auxilio al antiguo doctor en psiquiatría. El primer texto que se me ocurrió carecía de todo sentido que no fuera dadaísta, como si hubiera vuelto a mí el espíritu de joven estudiante de medicina del Bronx, o hubiera recuperado mi arrogante personalidad de novio de la Bomba de Malibú. Pensé en escribirle un breve mensaje que diría: «No puedo dejar de pensar en la Suiza oriental, que es donde tal vez acabe viviendo escondido el resto de mis días.» Pero luego reaccioné a tiempo y superé ese enfermo estado juvenil y, en lugar de dejarle debajo de la puerta el mensaje críptico de un desconocido, decidí presentarme en mi escrito como el respetable doctor en psiquiatría que a fin de cuentas yo era. Aunque retirado temporalmente, conservaba mis inquietudes como médico de almas. Escribí: «Estimado colega Lobo Antunes». Pero no supe cómo continuar, me invadió de repente una timidez descomunal. Hasta que me puse a buscar unas frases que fueran muy verdaderas, muy sentidas por mí. Durante un buen rato, sólo unas frases verdaderas se me ocurrían, pero me parecían demasiado auténticas: «¿Sabe, doctor Lobo, qué me impresiona más del gran misterio del universo? El gemido del viento en las chimeneas. Y el silencio que siguió al suicidio de mis padres. Buenas noches, estimado colega.»
«Pero ¿por qué dices eso, estás seguro de que te impresiona el gemido del viento en las chimeneas?», me pregunté de repente a mí mismo. Bajé los brazos, renuncié a escribir el breve mensaje. «Tal vez tu cuerpo está bajo de electricidad», oí que decía el doctor Ingravallo. «¿De electricidad?», le pregunté. «Necesitas que alguien te cargue las baterías», dijo Lobo Antunes. Miré y no había nadie. Me dije que no era mi enloquecimiento tan noble como el de Hölderlin o como el de Walser, pero no podía negarse que no estuviera yo tocado por «el viento de la demencia», que era como llamábamos a la locura en el hospital de Manhattan. Me dije esto y luego me pregunté si no debía yo mismo ingresarme en algún centro psiquiátrico. En el de Herisau, por ejemplo. «Podrías ahí pasarte veintitrés años», oí perfectamente que decía el doctor Ingravallo.