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El doctor en psiquiatría que se quedó acurrucado y después dormido en aquella cama de hotel tenía cuatro padres, ocho abuelos, dos infancias, dos juventudes y dos edades maduras, dos padres ahogados, un matrimonio fallido, una hija muerta, un pasaporte, un oso babeante en el interior de sí mismo, una triple identidad que era una carga pesadísima, una sola escritura (privada), ningún amor ni alegría alguna, o tal vez sólo una, esa escritura privada que apuntalaba la belleza de su desdicha.

Cuando al día siguiente despertó, el doctor seguía teniendo todo esto. Lo constató él mismo fácilmente, pero se planteó un problema que otras personas se plantean también al despertar. ¿Qué sería de cada uno de nosotros sin su memoria? La de cada uno es una memoria superflua, pensó, pero al mismo tiempo esencial. No es necesario, siguió pensando, que para ser quien soy tenga que recordar, por ejemplo, que he vivido en Barcelona, Nueva York, Malibú y Nápoles. Y, sin embargo, al mismo tiempo, yo tengo que sentir que no soy el que fui en esos lugares, que soy otro. Ése es el problema que nunca podremos resolver, el problema de la identidad cambiante.

Pensó todo esto y luego recordó a San Pablo que dijo que moría cada día y a Borges, que, comentando esa frase, dijo que no era en modo alguno una expresión patética: «La verdad es que morimos cada día y que nacemos cada día. Estamos continuamente naciendo y muriendo. Por eso el problema del tiempo nos toca más que los otros problemas metafísicos. Porque los otros son abstractos. El del tiempo es nuestro problema. ¿Quién soy yo? ¿Quién es cada uno de nosotros?»

El doctor en psiquiatría que aquel día despertó en la rue Vaneau recordó a San Pablo y a San Borges y después pasó a sospechar que nuestra presencia aquí en la tierra es un error cósmico, es decir, pasó a sospechar que nosotros estábamos destinados a algún otro planeta lejano, al otro extremo de la galaxia. El doctor que aquel día despertó en la rue Vaneau comenzó a preguntarse cómo se las arreglarán aquellos que estaban destinados a vivir aquí, cómo les estará yendo en ese otro planeta. Y sintió un breve escalofrío. Él era el doctor Pasavento. No estaba muy convencido, pero lo mejor sería ser ese doctor en psiquiatría. Tengo cuatro padres, volvió a pensar, ocho abuelos, dos infancias, dos juventudes y dos edades maduras, dos padres ahogados, un matrimonio fallido, una hija que se llamaba Nora y está muerta, un pasaporte, un oso babeante en el interior de mí mismo, una triple identidad que es una carga pesadísima, una sola escritura (privada), ningún amor ni alegría alguna, o tal vez sólo una, esta escritura privada.

Sé que pensó dos veces casi exactamente lo mismo, porque quien allí despertó fui yo, el mismo que está ahora contando esto a través de mi escritura escondida. Soy la única persona de este mundo que sabe que aquel día, al despertar, pensé en el Tiempo y en mis tres identidades y luego, para evitarme más problemas, decidí que para el mundo exterior yo seguiría siendo simplemente el doctor Pasavento. Para reafirmarme en esa personalidad, me dediqué a recordar un fragmento de una película vista en mi infancia en el cine Chile, me quedé recordando unas palabras de Sandokán en la costa malaya, unas palabras de aquel elegante pirata que tantas veces había sido mi héroe moral: «Hago un esfuerzo titánico en mi labor de no hacer nada

Qué extrañas palabras en alguien como Sandokán, pensé de inmediato. ¿Por qué había yo recordado esas palabras precisamente y no otras? Eran raras en alguien tan activo y agresivo como el tigre de Malasia, aquel caballero pirata llamado Sandokán que odiaba a los hombres blancos y que, movido por un justificado rencor, había decidido dedicar su vida a la acción y la venganza. Eran raras aquellas palabras en alguien como Sandokán, y aún más lo eran si uno recordaba que en la película seguía a ellas un silencio que era sorprendente en una cinta de acción que apenas tenía momentos de calma. Eran raras pero, por lo que fuera, las únicas que recordaba de Sandokán, y no sé cómo fue que pasé a recordarlas como si por sí solas constituyeran ya una novela entera, una de esas novelas de Robert Walser (El bandido, por ejemplo) en las que los personajes callan de golpe y dejan hablar al relato, como si fuera éste un personaje. Pasé a recordar aquellas palabras como si en ellas estuviera concentrado aquel espíritu de Walser que Musil dijo que le evocaba la riqueza moral de uno de esos días perezosos y aparentemente inútiles en los que nuestras convicciones más estrictas se relajan y se convierten en una agradable indiferencia.

No hacer nada. Seguro que Sandokán sólo una vez en su vida había hablado de no hacer nada, pero, por caprichos del azar, esa frase era la que más grabada me había quedado en la memoria. ¡No hacer nada! Ahora, en estos precisos instantes, me parece curioso ver incluido a Sandokán entre los héroes negativos de la literatura. Aunque tal vez de curioso no tiene tanto. Después de todo, Sandokán tiene muchas diferencias, pero un punto en común, uno solo, pero un punto en común con el protagonista de El bandido: ambos son seres totalmente incapacitados para encajar en el orden inmoral y político predominante, porque no poseen ninguna de las cualidades apreciadas por ese orden, y además ellos desean mantenerse aparte. De todos modos, pasando por alto ese punto en común, sus casos son diametralmente opuestos. En el de Sandokán, el pirata de Mompracem, la queja se vuelve rencor: «Los hombres de la raza blanca han sido inexorables conmigo. ¿No me han destronado con el pretexto de que yo era un rey salvaje y debían civilizarme? Pienso vengarme horriblemente de ellos.» En el caso del bandido, en cambio, todo es muy diferente, porque para el personaje de Walser lo importante es someterse lo suficiente como para apenas ser visto y así poder desaparecer diluyéndose por las grietas del orden establecido.

Ese bandido walseriano se diluye y se embosca tanto en el texto que acaba incluso desdoblándose en dos: el que protagoniza la historia y el que la cuenta. Y ese que la cuenta tiene un extraño sentido del humor. «Durante la redacción de estas páginas me he visto por supuesto obligado a perderme un concierto», dice hacia el final de esa desconcertante novela sobre el tema del desconcierto que es El bandido, esa novela en la que pensé ese día 2 de enero, por la mañana, ese día en París en el que me acordé de Sandokán y de Walser y luego bajé, con paso de poema, al pequeño y discreto hall del Suède y allí, tras haber sido inesperadamente saludado por la directora del hotel («Bonjour, monsieur Pasavento», dijo, y casi me asustó, porque pensaba que no conocía mi apellido, siempre se había mostrado conmigo indiferente, cuando no antipática), pasé un rato sentado en un sillón observando los razonables parecidos que existían entre aquel hall y el pequeño vestíbulo del cine Chile de mi infancia.

Entrando en el hotel a mano izquierda, había un rincón de ese hall que estaba decorado con unas vitrinas donde se exhibían libros de Christian Bourgois-éditeur, entre ellos un ejemplar de la traducción de una de las novelas que había yo escrito en mi vida anterior, concretamente Mi abismo preferido. Esas vitrinas me recordaban el rincón más mágico del vestíbulo del Chile, el espacio en el que, entrando en el cine a mano izquierda, se exhibían en escaparates las fotos de las dos películas que iban a pasarse no la semana siguiente (se cambiaba el programa cada semana), sino dos semanas después, aunque el cartel que las anunciaba no decía «dentro de quince días», sino algo que tenía un matiz más ambiguo y misterioso y que parecía querer esconderle al niño la palabra «futuro», que era sustituida por un inolvidable cartel de letras mayúsculas y rojas sobre un fondo blanco eterno en el que se leía: «Próximamente».

Estaba pensando en aquel fascinante y para mí espectacular cartel cuando, al introducir la mano en el bolsillo de mi pantalón, encontré aquel papelillo en el que sólo estaba escrito Locura. Sólo tenía título y el resto estaba en blanco, en un blanco de nieve o desvarío. Pensé enseguida en tachar el encabezamiento, cambiarlo por otro. Pero acabé no tachando nada, no hice nada durante un buen rato en el que me quedé casi inmóvil en mi sillón, hasta que decidí desayunar. En lugar de hacerlo como siempre en mi cuarto, lo haría en una de las mesas habilitadas para eso en el mismo hall. Sólo con el buen tiempo se desayunaba en el pequeño jardín que separa el conjunto de habitaciones con ventanas a la rue Vaneau de las que dan a la parte trasera del edificio. El resto del año tocaba desayunar en el hall. No lo había hecho hasta entonces para no correr riesgos innecesarios, pero aquel día me pareció que necesitaba sentir alguna emoción de vez en cuando. Así que fui del sillón a una mesa y desayuné copiosamente, me demoré de tal forma que parecía que quisiera que alguien por fin descubriera que estaba allí escondido, desaparecido en pleno París. Luego regresé a mi cuarto y, en el momento de entrar en él, de golpe, no lo olvidaré nunca, no sé por qué me vino a la memoria la frase más desdichadamente bella que conozco, la que Walser le dijo paseando por las afueras del manicomio a su amigo Carl Seelig cuando éste se interesó por saber si seguía escribiendo. «No estoy aquí para escribir, sino para enloquecer», le dijo. Recordar la frase me llevó a escribirla debajo del título que había escrito yo en aquel papelillo recién encontrado en el bolsillo. Y el papelillo se convirtió en un relato ultracorto.

LOCURA

No estoy aquí para escribir, sino para enloquecer.