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Algunos clientes se quedaron boquiabiertos, como si les hubieran interrumpido algo. Cuando vi las intenciones que llevaban los dos camareros que venían hacia mí, me marché con toda la rapidez de que era capaz, me marché, crucé el boulevard Saint-Germain con el rostro entre avergonzado, temeroso y compungido. Poco después, la nieve me hizo resbalar y caí ridículamente de culo al suelo, a unos dos metros de la puerta de la brasserie Lipp, y por unos instantes fui el hombre más necio de la tierra. Me pregunté qué pasaría si en aquel momento extendiera la mano mirando al cielo y pidiera limosna. ¿Me haría alguien caso? ¿Sería visto por algún piadoso transeúnte? Mucho me temía que no, que seguiría sin merecer la atención de nadie salvo que volviera a gritar el salvaje oso que llevaba dentro de mí. Sentado allí en el suelo, mirando hacia la otra acera donde estaba el clochard amigo de Scorcelletti, mi mente comenzó a divagar como una rueda de molino que se hubiera puesto a girar por sí misma, y comencé a decirme —en parte para no hundirme— que en realidad yo era un poema. Nadie seguramente le iba a dar limosna a ese poema, pero no era esto lo más importante. Debía estar contento yo de ser lo que era, feliz de ser un poema errante. Y luego me dije que el poeta que había escrito ese poema había perdido identidad en un vagabundeo infinito y hasta había perdido su nombre. En cuanto al poema, éste decía que no hay identidad sino identidades y que también las identidades son una carga pesadísima, y hablaba de paso de lo mucho que había que desconfiar de las ideologías que exaltan los méritos discutibles del concepto de identidad. En fin, el poema no era de ninguna parte, iba a la deriva y, en su perpetuo movimiento, hablaba de la errancia fúnebre en la que viajan los nombres.

Acabé extendiendo la mano y pidiendo dinero para un poema. Nadie me dio nada. Luego, me levanté y emprendí el camino de regreso al hotel. Caminé largo rato con decisión, con un inventado (por mí mismo) paso rítmico de poema, tal vez un paso poético parecido al de Walser cuando deambulaba por los alrededores del manicomio los sábados y los domingos, los días que en Herisau tenía permiso de salida. «Volvía el señor Walser siempre a la hora, era de una puntualidad admirable. Solía comentar que la puntualidad era una obra maestra», decía el enfermero Wehrle en la tristona entrevista que acababa de leer.

Anduve con ese paso de poema y, una vez alcanzada ya la rue Vaneau, frené mi deambular poético al ver a lo lejos el sombrío y lujoso apartamento de Marx, pero luego recuperé el ritmo antiguo de mis pasos poéticos al encontrarme ya situado ante la puerta del hotel. Decidí no entrar todavía y dar una última ojeada a la rue Vaneau. Descubrí que en el número 23 estaba la sede de una empresa llamada Mortis, dedicada a la exterminación de ratas e insectos en viviendas. Después, fui hasta la embajada siria, cuya fachada contemplé un buen rato sin ver nada que no hubiera visto hasta entonces. Luego, di media vuelta con la intención de entrar ya en el Hotel de Suède y, cuando por fin iba a hacerlo, me llegó la tentación de mirar hacia la misteriosa mansión de las tres sombras inmóviles y de los pocos voltios en sus bombillas. La miré ya con miedo antes de mirarla, y el miedo tal vez condicionó lo que vi. Tal vez una fuerte imaginación generó el acontecimiento, pero el hecho es que en la planta baja, débilmente iluminada, vi esta vez cuatro en lugar de tres sombras inmóviles, muy apretadas en el marco de una de las ventanas. Cuatro sombras y a decir verdad una de ellas nada inmóvil, pues se movía como se mueven con el viento algunas desquiciadas hojas de árbol. Quise volver a mirar, pero preferí no complicarme más la vida y seguir mi camino.

Entre claroscuros, la calle volvió a parecerme en un extraño estado de inmovilidad, como a la espera de una catástrofe. Al entrar en el hotel, vi que las venas de mis manos eran más gruesas que de costumbre. Para no morirme de miedo, saludé al conserje que no me devolvió el saludo, como si yo hubiera vuelto a no ser percibido por nadie. Ya en la habitación, cogí la manta de lana que no sé por qué me pareció ingeniosamente entretejida como una funda con el colchón, y me dije que si conseguía meterme por su estrecha abertura, me sentiría tan abrigado como en una bolsa de aire caliente. Lo conseguí y me dormí convencido de que nadie en el mundo me supondría oculto en un lugar como aquél, me dormí como un gran animal agazapado en su madriguera.