Al atardecer de ese primer día del año, ya no sé exactamente a qué hora, como fuera que me vino en gana dar un paseo, me planté el sombrero de fieltro en la cabeza y abandoné el cuarto de los escritos o de los espíritus, y bajé la escalera para salir a buen paso a la calle a pisar la nieve. Hasta donde hoy puedo acordarme, me encontraba, al salir a la rue Vaneau, en un estado de desquiciada ansiedad. Y me quedaban restos todavía de un dolor de cabeza que horas antes había alcanzado su más fuerte intensidad. ¿Tenía yo realmente aspecto de doctor en psiquiatría eventualmente retirado? Por suerte, había leído en mis cuadernos fragmentos de la historia de mi desaparición y eso me ayudaba a no sentirme tan dominado por el látigo de mi recién implantada memoria entera. Entre la bufanda, que me tapaba media cara, y el sombrero de fieltro, no estaba yo demasiado reconocible. Eso tal vez pudo ser la explicación de que poco después no fuera visto en la calle por Eve Bourgois, que, en su calidad de relaciones públicas de la editorial, acompañaba a Lobo Antunes al hotel. Me topé con ellos a la altura de la casa de André Gide. Estaba claro que el escritor portugués, después de su lectura en la librería Compagnie, había decidido quedarse a pasar el fin de año en París. Y ahora, tras un paseo, regresaba a su cuarto de hotel.
Al ver yo que sabía perfectamente quiénes eran ellos dos, creí darme cuenta de que, a pesar de mi memoria compacta y de mi compulsiva enajenación de las últimas horas, estaba dejando de tener únicamente los recuerdos del doctor Pasavento. Andaban Lobo Antunes y Eve enzarzados en una conversación, pero eso no les impidió para nada verme. Verme perfectamente. Lobo Antunes, debido a que no sabía quién era yo, reaccionó con la lógica indiferencia. Pero Eve me miró, me vio, y no me reconoció. O creyó que veía una extraña reproducción mía. Un Pasavento clonado, con paraguas y bufanda y sombrero de fieltro. Se dilataron algo sus pupilas, como si hubiera visto con sorpresa una mala imitación mía. Pero en ningún momento hizo un gesto para saludarme o algo por el estilo.
¿Me había cambiado tanto la Nochevieja hasta el punto de haberme vuelto irreconocible a los ojos de personas que me conocían? ¿Acaso mi eterno abrigo rojo no me delataba? Me quedé entre perplejo y hundido, mirando hacia el cielo o, mejor dicho, hacia la sexta planta del inmueble donde había vivido Gide. «Lo que no es extraño, es invisible», decía su amigo Paul Valéry. Yo debía de ser extraño, porque para ser invisible aún me faltaba mucho. Pero parecía que fuera invisible. Y extraño a la vez. En todo caso, lo más extraño era que Eve no me hubiera reconocido. ¿Tanto había yo cambiado?
Estuve unos segundos pensando en todo esto, hasta que di media vuelta y me dediqué a seguir discretamente a Eve y Lobo Antunes, tal vez con la esperanza de que ellos se volvieran de repente para ver mejor al señor de rostro huidizo y bufanda y paraguas y sombrero de fieltro con el que se habían cruzado y que ahora les seguía. Pero no, en ningún momento se volvieron, siguieron hablando de sus cosas. Cuando entraron en el hotel, yo entré en la Dupeyroux, que ese día había abierto como farmacia de guardia. Pedí aspirinas. Y enseguida vi que la dependienta no era la misma de la anterior ocasión en que había entrado yo allí también a pedir aspirinas. Mi memoria compacta, la que me ataba a una doctoral y única personalidad, parecía estar cada vez aflojándose más. Volvía lentamente a mí la compleja personalidad que tenía yo el día anterior poco antes de emborracharme con tanta ferocidad. Parecía pues confirmarse que estaba dejando de tener únicamente los recuerdos del doctor Pasavento. La farmacéutica me dio las aspirinas y yo en ese momento fui alcanzado por un insolente y breve flash mental que me trajo el recuerdo del momento en Nueva York en que presencié cómo mis padres eran rescatados del fondo del río Hudson.
«Que conste que he visto esta farmacia antes en Internet», le dije así a bote pronto a la farmacéutica, tal vez nervioso por la imagen repentina de los dos ahogados. «Pues muy bien», me contestó ella, y se me quedó mirando con una media sonrisa. Por fin alguien me veía. Silencio. Lo rompí yo. «¿Ha leído Fuga sin fin de Joseph Roth?», pregunté. Sonrió con amplitud, como si llevara rato buscando un motivo para reír. «Usted es escritor, seguramente. En el Hotel de Suède hay siempre muchos escritores. ¿Publica en la editorial de Christian Bourgois?», dijo. Fue como si me hubieran hecho la pregunta más difícil del mundo. «Soy un escritor secreto. ¿Cómo voy a publicar ahí?», le respondí. Entendió que le había dicho que era policía secreto. «Ésta es la calle de los policías disfrazados, ya empiezo a estar cansada. Además, antes al menos eran secretos de verdad y no lo decían. El mundo está cambiando demasiado deprisa», dijo. Deshice el entuerto, le expliqué que no era policía y acabé enterándome de que se llamaba Chantal y no trabajaba allí, tenía la carrera de farmacia terminada, pero estaba sin empleo, si la veía allí detrás del mostrador se debía a que había simplemente sustituido en aquel día festivo a una amiga.
«A su amiga la conozco», quise decirle. Pero callé. «Su amiga también sale en Internet. Detrás del mostrador», pensé en decirle, pero de nuevo me retuve. «Y entonces, si no es policía, ¿qué es?», preguntó ella. Me mostré dubitativo, buscando desesperadamente una respuesta. «¿Sabe usted una cosa? Siempre que alguien me pregunta quién soy, me limito a mostrarle el pasaporte», acabé diciéndole. «¿Y qué pone ahí, en su pasaporte?», preguntó con un gesto divertido, pero algo ya incómoda al ver que le daba demasiada conversación. «Que soy el doctor Ingravallo», le contesté. Me salió del alma. O, mejor dicho, dentro de mi desvarío me pareció que me había salido del fondo de mi memoria recién trasplantada, como si desde ese fondo hubiera hablado una voz inesperada, una especie de variante de la voz de Serge Reggiani que había yo escuchado mil veces en un bar francés del Bronx: «Je ne suis jamais seul avec ma solitude.» Pero era una voz que al mismo tiempo me recordaba a aquella voz interior o fantasmagórica que había oído en lo alto de la torre de Montaigne. ¿Era el doctor Ingravallo mi soledad, ma Solitude?
Pagué, le sonreí. Ella no me devolvió la sonrisa.
¡El doctor Ingravallo! En el breve silencio que siguió, me acordé de un doctor Ingravallo bien diferente, aquel escéptico y sabio policía de la gran novela El zafarrancho aquel de Via Merulana, de Carlo Emilio Gadda. «Non sono dottore», repetía con paciencia ese personaje a todos los que le llamaban de ese modo. «Non sono dottore», le dije a la farmacéutica sustituta. «¡Oh, vamos, tómese una buena aspirina!», me contestó ella, riendo de nuevo, pero ahora dándose la vuelta y entrando en la trastienda, dejándome con la palabra en la boca, sin duda cansada ya de mí y, además, sospechando —sin equivocarse demasiado— que andaba yo entre el extravío, la resaca de fin de año y una posible enajenación vertiginosa.
Salí a la calle y, aunque no muy convencido del todo, me sentí un derrotado de la vida y un expulsado del mundo. Y a modo de modesta rebelión contra las transformaciones que habían tenido lugar en mi memoria, decidí llamarme doctor Ingravallo, al menos durante el resto de aquel día primero del año, aquel día que ya decaía. Una venganza contra el invisible médico con modales de oso que me había trasplantado una memoria entera. Me alejé de allí y fui andando hacia Saint-Germain, anduve a buen paso durante unos minutos, hasta que llegué al quiosco que hay junto a la librería La Hune, donde compré un periódico sin darme cuenta de que ya lo había comprado y leído el día anterior.
«La nieve no da frío», me dijo desde el suelo el clochard amigo de Scorcelletti. «No lo da, es cierto», contesté amable y educadamente al tiempo que le dedicaba una sonrisa enorme, como de reconocimiento de su estatus de clochard y como si él fuera, además —seguramente lo era—, mi mejor cómplice y amigo. Entré en La Hune, abierta siempre los días festivos. Encontré una revista literaria que en portada anunciaba una entrevista con Josef Wehrle, «enfermero de Walser en Herisau». No había pensado comprar nada en La Hune, pues no cabían más libros ni revistas en mi maletín, pero dar con esa entrevista con un enfermero del que nunca había oído hablar me llevó inmediatamente a hacerme con esa revista. ¿Era casual que Herisau hubiera vuelto a entrar así de golpe en mi vida? Me pregunté esto y luego salí de nuevo a la calle y entré en el Flore, donde pedí mesa y, nada más sentarme, me tomé una aspirina y un café corto. El efecto —creo que sobre todo de la aspirina, el café me pareció insulso— no se hizo esperar, me cambió un pensamiento, sólo uno; pero suficiente. Y es que dejé de creer que necesariamente yo fuera el doctor Ingravallo y volví a ser el doctor que era antes, lo cual tampoco era que fuera demasiado tranquilizador.
Al abrir el periódico y leer los titulares de un artículo sobre la neuroquímica del yo, me di cuenta de que todo eso ya lo había leído la tarde anterior. En el artículo, Francis Crick, descubridor con Watson de la estructura del ADN, afirmaba que el yo surgía de una combinación de azúcar y carbono. «Antes de sospechar que Crick está loco», me dije, «debes pensar que una aspirina cambia un pensamiento, aunque aún nadie sepa el porqué. Si una aspirina puede hacer eso, ¿qué no podrá hacer la medicina con nuestro cerebro?» Poco después, al leer el artículo contiguo, me encontré con otra noticia ya leída, la que hablaba del Laboratorio de Estudios de la Memoria de Edimburgo, donde se preparaban para ya pronto implantar memorias enteras a los enfermos. Me toqué la nuca, como si fuera en ella donde me hubieran insertado la memoria completa del doctor Pasavento. Con un avance incontrolable en mi cerebro, la aspirina parecía estar haciéndome más efecto del acostumbrado y me estaba curando la resaca. ¿O era simplemente que se estaba reforzando mi estado de locura? Sentí que el doctor Ingravallo me tocaba la nuca. ¡El doctor Ingravallo! ¡La misma persona que acababa yo de dejar de ser! Ligeramente aterrado, sintiendo cierto pánico de mí mismo, me encasqueté aún más el sombrero de fieltro. Llegué al convencimiento pleno de que estaba irreconocible. Con razón Eve Bourgois no me había reconocido. En ese momento, precisamente en ese momento, me pidieron un autógrafo. Un matrimonio me había confundido con Albert Cossery, el gran escritor egipcio, cliente habitual del local. Me angustió mucho el equívoco, pero les dediqué el libro. Les pregunté cómo se llamaban. Michel y Marie. Les puse: «Para Michel y Marie, que fueron a su casa y no volvieron.» Noté que me gustaba mucho dedicar los libros que habían escrito otros.
Una media hora después, la aspirina y el paulatino derrumbe de la resaca comenzaron a incrementar su ritmo de cambiar las cosas y poco a poco fueron infiltrándose en la memoria del doctor Pasavento aún más recuerdos de la primera personalidad que había tenido antes de dedicarse a la psiquiatría. Y descansé al comprobar que no había andado desencaminado al confiar en que todo aquel horror resultara ser al final sólo el producto de una dura resaca. A cada minuto que pasaba, recuperaba cada vez más mi memoria doble. De nuevo y felizmente, como antes de la Nochevieja, los recuerdos del doctor y el escritor se mezclaban. Vi que por fin volvía a ser un hombre de pasado doble.
Entonces, me animé y sin miedo alguno decidí que lo más coherente sería resumir en un tercer nombre mis dos personalidades, instalarme en una especie de tercera identidad, tercera vía de la verdad. Dadas las circunstancias, ser el doctor Ingravallo me pareció en aquel momento, aunque hubiera renunciado hacía poco a llamarme así, lo más justo y oportuno. Implantaría memorias completas a los otros, y a mí que me dejaran en paz. Si ya había sido Ingravallo, ¿por qué no probar de nuevo a serlo? Además, ¿acaso no llevaba a la Solitude en el interior de mí mismo? ¿Acaso esa Solitude no era una especie de oso gruñón, que me acompañaba en mis derivas?
Aunque a medida que vencía a la resaca, perdía locura, observé que la locura no tenía, en cualquier caso, muchas intenciones de retirarse del todo. Le hablé al oso que llevaba dentro: «¿No te molesta, supongo, que me llame como tú?» Después, simulando que hablaba con un móvil (no he tenido nunca ninguno, ni pienso jamás tenerlo, pues hoy en día no tengo ya a nadie a quien llamar), seguí hablando con mi oso, con mi oso interior, con mi íntimo cirujano neuroquímico. Le dije, por ejemplo, que sabía que los supuestos enloquecimiento, de personajes como Hölderlin, Nietzsche, Artaud o Robert Walser no eran tales, sino más bien extravagantes discursos literarios que eligieron un modo de comunicarse poco común, más lúcido probablemente.
Dejé el Flore y fui a cenar al café de al lado, al café Les Deux Magots, donde, tras desplegar teatralmente el periódico ya leído, le di mi nombre al camarero. «Estoy esperando una llamada de teléfono, soy el doctor Ingravallo», dije. Y luego pensé que debería haber añadido: «El famoso doctor que implanta memorias completas a los enfermos dañados por el Alzheimer, por la senilidad o por la locura.»
No me llamó nadie, por supuesto. Pero de vez en cuando, en un privado y modesto juego perverso, miraba a los ojos al camarero, como si estuviera preguntándole cómo era que aún no me habían telefoneado. «La llamada es desde Suiza y me llegará de parte de la bella desdicha», tenía ganas de decirle. O bien: «¿Aún no hay noticias de mi metáfora personal del fin del mundo?» Pero me contenía, contenía mis palabras, una forma de dominar mi propia locura. Otra manera de contenerla era inventar recuerdos que tuvieran algo que ver con mozos de hotel y teléfonos portátiles. Me acordé de un día en el bar de un hotel de Ginebra. Un día en el que yo estaba mudo y atemorizado entre Juan Benet y Álvaro Pombo, que se hablaban de usted y se trataban entre ellos de don Juan y de don Álvaro. Me acordé de que, de pronto, apareció un botones que anunciaba en un cartel una llamada telefónica, y Pombo miró hacia el cartel al tiempo que decía irónicamente esperanzado: «Esa llamada podría ser para mí.» Breve silencio. «¿Y quién le va a llamar a usted, don Álvaro, quién le va a llamar?», dijo entonces un socarrón Benet.
Aparte de contener mis palabras o de recordar escenas de hotel, se me ocurrió que otra manera de contener la locura era ponerme a leer. Pensé que me habría ido bien tener conmigo un libro, pues el del enfermero Wehrle no me servía, no era más que una revista que contenía una seguramente simplona entrevista. Organicé un libro propio en mi cabeza, un ensayo que hablaría de que nuestro ciclo cultural empezó con figuras dobles (esfinges, centauros, dioses con cabeza de perro) y con nosotros se encuentra en una culminación de vida doble, pues pensamos siempre algo distinto de lo que nos disponíamos a pensar, y no sólo eso: a la hora de escribir, por ejemplo, escribimos siempre algo distinto de lo que hemos pensado (que encima no es exactamente lo que íbamos a pensar), y, en fin, lo que acabamos transcribiendo en el papel es algo muy distinto de lo que teníamos proyectado.
Unos minutos más tarde, renuncié a ese libro propio en mi cabeza y me dediqué a la más modesta labor de leer. A falta de otra cosa, me resigné a abrir la revista que contenía la entrevista con el enfermero Josef Wehrle, un hombre más bien ridículo y fantasioso, pues aseguraba haber visto en Herisau a Walser escribir anotaciones en papelillos que luego guardaba en los bolsillos de sus pantalones y que siempre acababa ocultando de la vista de sus cuidadores y logrando que desaparecieran. Como se sabe perfectamente que Walser no escribió nada a lo largo de sus veintitrés años de encierro en Herisau (y en los de Waldau, el primer sanatorio, tampoco), pensé que lo más probable era que Wehrle, que seguramente había oído hablar de los microgramas (que tienen algo de papelillos), se hubiera inspirado en ellos para inventar aquello.
Pero la invención de Wehrle dejó cierta huella en mí, pues poco después, aun contando con la posibilidad de hacerlo en este cuaderno, me entraron ganas de escribir unas anotaciones en el primer papelillo que encontrara, y le pedí al camarero una hoja en blanco y allí mismo, sin saber qué sería lo que anotaría exactamente, le puse al papelillo, a mi improvisado ensayo de café, el título de Locura. Pensé que escribir aquello podía servirme de terapia para frenar una enajenación que me estaba llevando a oír voces (las de Ingravallo, Serge Reggiani, y las de los dos Pasavento al mismo tiempo), un fenómeno auditivo parecido al que le llegó a Walser en un hotel de Berna cuando comenzó a oír voces. Puse el título, Locura, y dejé el texto del papelillo para más adelante.
El fenómeno auditivo de Walser. Se cuenta que los primeros médicos del escritor consideraron que eran simplemente «alucinaciones acústicas». Fueran lo que fueran, el hecho es que esas voces irrumpieron repentinamente en la vida del escritor y lo hicieron en ese hotel de Berna, en un atardecer de invierno que aparece en todas las biografías del escritor. De pronto, oyó las voces y al mismo tiempo le molestaron los clientes que estaban a su lado cenando en el comedor del hotel. «¿Pero cómo es posible que ustedes sólo susurren?», les dijo muy enojado. Fue la primera vez que en un lugar público Walser delató ciertos síntomas de un suave desequilibrio mental.
Después, tras el incidente, él mismo escribió una carta a su hermana, Lisa Walser, en la que, consciente del horror de aquella escena en el restaurante del hotel, le exponía sus temores a que con aquellas voces hubiera entrado en su cuerpo la enfermedad que otros antepasados de la familia habían en otro tiempo padecido, una enfermedad que rayaba con el desvarío y el suicidio y a la que Walser tenía pavor, pero que, según le dijo a Lisa en esa carta, no le impedía ser poeta: «Tengo una enfermedad mental difícil de definir. Al parecer es incurable, pero no me impide pensar en lo que me place, ser amable con las personas o disfrutar de las cosas, como una buena comida, por ejemplo. Aquí, ante la ciudad, como en un baluarte, he escrito una nueva serie de poemas.»
Pensé en la belleza de la palabra «baluarte» e imaginé baluartes voladores. Después, aunque seguía en el sedentario Deux Magots, la idea de ponerme a volar allí mismo empezó a tentarme. También la de armarle un escándalo al camarero por no haberme anunciado la llamada telefónica imaginaria. Cada vez que le veía pasar por delante de mí tenía más ganas de pararle y decirle, por ejemplo: «¿Podría traerme una aspirina de las que ayudan a llevar una doble vida?» O bien: «¿Cree usted que mi oso interior lleva un peinado que parece un radiador?»
La verdad es que estaba algo nervioso y empezaba a sublevarme la actitud de indiferencia que el mundo entero había adoptado desde siempre hacia mí y estaba ya a punto de estallar, allí mismo, en el Deux Magots, a punto de llamar la atención de una vez por todas, a ver si era posible que por fin alguien se dignara verme o al menos, aunque con señal débil, me percibiera. Pero llamar la atención no parecía que fuera lo que más me conviniera, de modo que estuve allí un buen rato tratando de frenar mis ansias de sublevación y de escándalo, tratando de frenar mis impulsos. Tenía muchas ganas de dirigirme a dos individuos que estaban en la mesa de al lado y decirles: «¿Pero cómo es posible que ustedes sólo susurren?»
Tenía ganas de cosas así, y es que en mi cabeza tenía un potente guirigay, formado esencialmente por las voces de los dos Pasavento, de Reggiani y del doctor Ingravallo. Y ese bullicio no hacía más que buscarme problemas con muy malas artes e ideas, pues las voces me recomendaban que diera yo un grito y lograra por unos segundos que las miradas de los clientes confluyeran sobre mí. Pero mucho me temía que si llevaba a la práctica aquella idea me prohibieran a partir de entonces la entrada al local, y eso hacía que me contuviera.
Hasta que de pronto descubrí que el doctor Ingravallo no tenía los mismos intereses que los Pasavento, a él no le importaba dar aquel grito y que al día siguiente la dirección del café ejerciera su derecho a la admisión de clientes. El doctor Ingravallo —lo vi muy claro enseguida— no tenía por qué necesariamente ser partidario, como los Pasavento, de desaparecer si, después de todo, aún no había tenido casi ni tiempo de aparecer en este mundo. Tenía derecho a vivir, a asomarse un poco más, de vez en cuando, al exterior. Tanto si era amigo como enemigo, había que respetarle su felicidad cuando salía a respirar el aire mundano de París. Los Pasavento, sin embargo, no le dejaban ni moverse. «¿Te has hecho ya una idea del lugar donde estás? ¿No ves que deberías quedarte en la madriguera interior y no salir nunca al exterior?», oí que le preguntaban con su madurada voz.
Cogí el abrigo rojo, guardé en un bolsillo el papelillo Locura, llamé al camarero, pagué la cuenta, y me marché lo más discretamente posible, como Walser se habría ido. Ya en la calle, le oí decir al doctor Ingravallo: «Pero ¿cómo es posible que ustedes, los Pasavento, sólo susurren?» Volví a entrar en Les Deux Magots y el terrible aullido de oso herido y babeante que se oyó no me gusta pensar que fue mío, pero lo fue, lo fue, no voy ahora a engañarme. Hubo primero el aullido, y luego una pregunta en forma de grito que oyó todo Les Deux Magots: «¿Y quién le va a llamar a usted, don Álvaro, quién le va a llamar?»