En la mañana del 1 de enero, al despertar tras unos sueños agitados, me encontré en mi cama convertido en un doctor en psiquiatría al que otro médico, sin duda un médico monstruoso, le había implantado durante la noche una memoria tan completa como artificial, una memoria extraña y sin fisuras, una memoria muy distinta de la que tenía antes de dormirse.
Aterrado, me resultó imposible no pensar enseguida en una noticia que horas antes había leído sobre el Laboratorio de Estudios de la Memoria de Edimburgo, donde se había ya comenzado a hablar de implantar una memoria completa a los enfermos dañados por el Alzheimer, por la senilidad o por la locura.
Había pasado yo a tener única y exclusivamente la memoria del doctor Pasavento, esa memoria y ninguna otra. Mis otros recuerdos habían quedado todos pulverizados, todos salvo (tal vez por su proximidad en el tiempo) los de la noche anterior, la noche de fin de año. Pero si quería memorizar algo más sobre la persona que yo había sido antes de esa noche, debía recurrir ahora a la biblioteca portátil de mi maletín o a los cuadernos donde, como pude ver tras una rápida ojeada, me dedicaba a contar la historia de mi desaparición.
Como mi mente ya no funcionaba del mismo modo que en la noche anterior cuando era todavía un precario Frankenstein de los recuerdos, es decir, cuando era un puzzle de diversas memorias personales que convivían entre ellas, no tardé en comprender que mis intentos de cambio de identidad habían ido demasiado lejos y mi imprudente juego había terminado por propiciar que de la noche a la mañana mi imperfecta personalidad de doctor Pasavento hubiera dejado de tener fisuras pasando a ser espantosamente compacta y perfecta, tan perfecta que ahora tenía única y exclusivamente la memoria de ese doctor. No me hizo la menor gracia, no le pedía tanto yo a la vida. Quise creer que la implantación de aquella memoria artificial era provisional, una consecuencia brutal de los agitados viajes mentales y etílicos con los que había celebrado a solas la Nochevieja.
¡Nochevieja! Antes de que sonaran las doce campanadas de fin de año, ya me había encontrado mal. Un importante vértigo me había empujado a sentarme en la cama para descansar un rato. Cuando me había cansado de reposar, había comenzado a ir de un extremo a otro de mi habitación y había sentido con más fuerza que nunca que me había extraviado, perdido, y había tratado de orientarme de nuevo, lo cual tan sólo me había llevado a emitir numerosos y ridículos suspiros. Ni siquiera ante mí mismo había sido capaz de disimular el hecho de que estaba angustiado. Y entonces había visto al radiador de la calefacción sonreír. Hasta ahí podíamos llegar, me había dicho a mí mismo. ¿Me había estado destrozando lentamente la excesiva soledad de los últimos días? Tras preguntarme esto, vi al radiador sonreír sarcásticamente desde su imperturbable quietud radiadora. «A ti no te afecta nada», le grité furioso y con verdadera indignación, «a ti no te afecta porque no estás sometido a ningún tipo de inquietud. No te afligen las calamidades. Tú no te has equivocado, claro. Y eso te hace sentirte presuntuoso, claro.»
Estaba fuera de mí. Nochevieja fatal, pensé. Volví a sentarme en la cama. Después de mi discurso al radiador, me pregunté si no sería que me había vuelto completamente loco. Y como si estuviera viendo por anticipado lo que iba a pasarme, es decir, como si estuviera viendo lo que, tras los sueños agitados, me ocurriría a la mañana siguiente (es decir, como si estuviera ya viendo que despertaría con una horrible y compacta memoria trasplantada), me pregunté si no sería que tenía yo la conciencia programada por un destino que tenía todos los naipes marcados y movía de vez en cuando sus hilos, los movía lo suficiente como para ir logrando que le hablara a los radiadores y que cometiera más locuras de este estilo y acabara siendo víctima de mi extrema soledad ingresando en un manicomio.
Nadie pensaba en mí. Me encontraba en una situación sin salida. En un cuarto de hotel de París. En soledad rigurosa desde hacía días y ante una Nochevieja que se presentaba trágica. Para escapar de la situación que me tenía atrapado, no se me ocurrió mejor cosa que pensar en el manicomio de Herisau. ¿En qué lugar de la misteriosa Suiza estaría escondido ese sanatorio? ¿También los manicomios ansiaban desaparecer? Y, puestos a preguntarse, ¿no podía ser Herisau un lugar ideal para que el doctor Pasavento se escondiera definitivamente del mundo?
Pensé en todo esto y me pregunté si no sería que, detrás de mi cada vez más recurrente deseo de conocer ese sanatorio, no estaría escondido, aparte de mi posible locura, el mito de la desaparición. Hasta entonces había pensado mucho en la desaparición, pero no en el mito. ¿Había realmente un mito de la desaparición? ¿Y cómo no iba a haberlo? Para muchas personas, ese mito se encontraba, por ejemplo, detrás de la fantasía poética de la Patagonia, es decir, detrás de la idea de hundirse en la desolación del fin del mundo, en ese lugar, la Patagonia, donde uno es muy consciente de que la belleza puede conducirte a la desolación, a veces por lo más impensado, a veces sólo porque todos los días ves lo mismo, la misma belleza. Pensé en esto y después me acordé de la alameda del fin del mundo por la que un día había yo transitado. Y finalmente vino a mi memoria una frase que no recordaba quién había dicho: «Viajar a la Patagonia debe ser, por lo que imagino, como ir hasta el límite de un concepto, como llegar al fin de las cosas.»
Me dije que la Patagonia o el manicomio de Herisau eran, por supuesto, metáforas. Desde hacía unos minutos, el manicomio de Herisau era mi metáfora personal del fin del mundo. La Patagonia, en cambio, una metáfora que era propiedad del mundo entero. Cuanto más lo pensaba, más claro creía verlo. Herisau parecía un lugar muy apropiado para desaparecer, pues era incluso más probable que fueran a buscarme a la Patagonia que a ese manicomio de la Suiza oriental. Aunque lo más probable era que no me buscara nunca nadie en ningún lugar. ¿Era eso deseable o todo lo contrario? Aún no lo sabía bien, pero lo cierto era que me estaba habituando a la idea de que no era percibido por apenas nadie, lo que podía interpretarse como que iba perdiendo, a notable velocidad, presencia.
Me había empezado a habituar a la idea de que yo era un casi perfecto hombre invisible, y también un desdichado. Tenía, eso sí, la compañía de mi imaginación, que sólo me servía para ser el escritor oculto que tan satisfecho estaba de ser. Volví a ir a la ventana y escuché los imaginarios rumores y quejidos del viento que cruzaba por la rue Vaneau. Faltaban unas horas para las campanadas de fin de año. ¿No debería huir de la confusión entre las diferentes juventudes e infancias que ahora tenía? Sobre estas cuestiones y todas las demás podía, más que nunca, decidir lo que quisiera. A fin de cuentas, nadie se enteraría, pues yo no era nadie en medio de aquella noche de fin de año y, además, era un escritor oculto, un doctor en psiquiatría que practicaba una escritura privada.
Inventé que llegaba a mis oídos el rumor de un carruaje del siglo XIX que avanzaba por la rue Vaneau y se mezclaba con las campanadas de las doce y los aullidos del viento y acababa entrando por las ventanas del antiguo apartamento de Marx y volvía a salir de él para regresar a la calle y colarse en mi cuarto de hotel y hacer que volara el humilde sombrero de fieltro que Morante me había regalado en Nápoles. No tardé en darme cuenta de que en muy pocos minutos mi locura había ido en aumento. ¿Habría sido yo, sin saberlo, abducido por la rue Vaneau? Recordé que, en otra época, cuando tenía amigos, les había pedido a éstos que me avisaran el día en que me volviera loco. ¿En quién podía confiar ahora para saber si había perdido la razón? Tenía siempre abierta en la mesita de noche mi inútil libreta de números de teléfono y en ese momento la miré como si fuera la primera vez que la veía y la repasé y, como en tantas ocasiones en los días anteriores, acabé una vez más llegando a la conclusión de que no tenía a quién llamar. Había algunos nombres de antiguos amigos, claro. Pero llamarles, aparte de que ninguna alegría iba a darles, sólo podía estropear la remota posibilidad de que algún día, aunque fuera un día muy lejano, me echaran en falta. No era necesario darle más vueltas al asunto. No tenía a nadie a quien recurrir para saber si había caído en la demencia. No tenía a nadie, ni siquiera al bueno de Mario Gombricz, un amigo del Bronx tempranamente desaparecido, un amigo de verdad, un amigo al que cuando le comuniqué que iba a tener una hija que se llamaría Nora no le hizo ninguna gracia y me preguntó, muy asustado, si había alguien que me hubiera garantizado que esa hija no sería una asesina.
Pensé en Mario Gombricz y después en las asesinas y en los aullidos de éstas y en el de las sirenas de las ambulancias que trasladan en Nueva York a los asesinados y en unos versos sobre esa ciudad que decían que «la sangre no tiene fronteras / en vuestra noche boca arriba», y después me pregunté si el ser humano se seguiría sirviendo de la palabra durante mucho tiempo o si recobraría poco a poco el uso del aullido. Con esto ya me angustié más. ¿Todos los que enloquecían acababan aullando? Decidí cambiar de actividad mental, buscar otras diversiones para la horrible Nochevieja. Me acordé de unas instrucciones de Georges Perec: «Describe tu calle. Describe otra calle cualquiera. Después, compara.» Encontré distracción para unos minutos. Tumbado en la cama, me dediqué a imaginar que describía los puntos clave de mi calle. ¿Y cuál consideraba que era mi calle? Pues la rue Vaneau, claro. En ella había seis puntos esenciales, del mismo modo que también había seis lugares esenciales en el Paseo de San Juan de mi infancia. Los de la rue Vaneau eran más que evidentes: la casa de Gide, la embajada de Siria, la misteriosa mansión de las sombras inmóviles, la farmacia Dupeyroux, el apartamento de Marx y el Hotel de Suède. Después, imaginé que describía los seis lugares clave del Paseo de San Juan de mi infancia: el portal de luz submarina, el cine Chile, la tienda del librero judío, la bolera abandonada, el castillo encantado y la escuela.
Comparé. Había una clara correspondencia entre cada uno de los lugares de la rue Vaneau y los del Paseo de San Juan. El enigmático castillo encantado, por ejemplo, parecía relacionado con la misteriosa mansión de las tres sombras inmóviles. El vestíbulo del cine Chile tenía las mismas dimensiones que el hall del Hotel de Suède, etcétera. Durante un buen rato estuve conectando los lugares de una calle con los de la otra, hasta que agoté todas las combinaciones posibles, y mi mundo mental acabó reducido a dos calles que descubrí que en realidad eran una sola, la calle única y solitaria de mi vida.
Miré las dos botellas de whisky y el pastel que, con cierta desesperación, había comprado en un colmado tunecino de la rue Varenne. Era ya la una de la madrugada cuando me decidí finalmente a probar el whisky y a pensar en mi adolescencia y comencé a recordar de pronto mi diario adolescente, el que me regalaron el día de Navidad y que escribí a lo largo del invierno de 1963 y que tenía como fondo el Paseo de San Juan y que se parecía, aunque sólo remotamente, a los cuadernos en los que desde hacía unos días andaba yo escribiendo la historia de mi desaparición. Se iniciaba el 31 de diciembre de 1962, lo recordaba muy bien, y contenía una escueta anotación. «Susto de muerte a mis padres.» Traté de recordar aún más, adentrarme en el misterio de aquella frase. ¿Era una forma normal de inaugurar un diario de adolescente? Acabé recordando que tenía en aquellos días la costumbre de hacerles creer a mis padres que no estaba en casa, y para ello me escondía debajo de la cama y pasaba allí horas, pensando. Eran momentos en los que disfrutaba de la soledad con verdadera locura. A veces mis padres intuían que había alguien más en el hogar y entraban a husmear en mi cuarto y yo, con un miedo grandioso a ser descubierto, contenía la respiración y acababa sintiendo un placer inmenso al ver que había logrado, allí bajo el colchón, desaparecer a los ojos de todo el mundo.
Ya en los años de mi adolescencia tenía cierta tendencia a desaparecer. En realidad, me dije, tendencia a aparecer sólo la tuve de verdad cuando me dio por publicar libros. Fue justo diciéndome esto cuando de golpe, hacia las cinco de la madrugada, tras haberme bebido una botella y media de whisky, caí dormido convirtiéndome posiblemente en el flanco perfecto para que hicieran su aparición los sueños agitados que facilitaron la labor del doctor invisible, especialista en neuroquímica del cerebro, que iba a implantarme la horrible, por compacta, artificial memoria.
A la mañana siguiente, transformado inequívocamente en el doctor Pasavento y horrorizado de tener una identidad tan compacta y única que una vez más me confirmaba que la identidad es una carga pesadísima, abrí bien los ojos, sin atreverme a moverme de la cama. Se oía el trinar de unos pajaritos en los jardines de Matignon y un silencio total en la rue Vaneau, en este caso un silencio de resaca general de la fiesta de fin de año, resaca que seguramente se extendía por todo París. Había nevado, seguramente al amanecer. Un golpe de viento había abierto, no se sabía cuándo, la ventana del cuarto, y una luz extrema, casi irreal, creaba la sensación de que había despertado yo en el otro mundo. Estaba en una especie de paraíso celestial, pero con un fuerte dolor de cabeza y con la memoria única de un doctor en psiquiatría.
Deslumbrado y alterado por esa luz, pero también por ser únicamente el doctor Pasavento, quise creer que todo lo que me pasaba era, simple y llanamente, producto de una fuerte resaca. Porque si uno lo pensaba bien, ¿era verosímil que durante la noche un médico, sin duda monstruoso, probablemente un neuroquímico del cerebro, me hubiera implantado la memoria completa del doctor Pasavento? Me hice todas estas preguntas con el fondo, cada vez más odioso, del dolor de cabeza y del trinar de los pajaritos de Matignon.
No podía resignarme a pensar que me tocaba ser únicamente el doctor Pasavento el resto de la vida, y me seguí haciendo preguntas. ¿Y si en realidad no estaba equivocado al creer que la extrema y extraña luz de la nieve que había cambiado tanto mi cuarto estaba indicándome que yo había muerto en el transcurso de la noche y estaba viviendo ya en el otro mundo? Un sudor frío. Miedo. ¿Estaba loco? ¿Había muerto? ¿Era un muerto que estaba loco? ¿Había simplemente bebido demasiado? Recordé que un escritor sueco del XVII, el doctor Swedenborg, sostenía la teoría de que cuando un hombre muere, no se da cuenta de que ha muerto, ya que todo lo que le rodea es igual. Se encuentra en su casa, lo visitan sus amigos, recorre las calles de su ciudad, no piensa que ha muerto; pero luego empieza a notar algo, que al principio lo alegra y que lo alarma después, nota que todo en el otro mundo es más vívido que en éste.
Me aterré ligeramente cuando me di cuenta de que en realidad ese recuerdo de Swedenborg había sido siempre ajeno a mí, es decir, había leído la historia en un libro pero luego la había olvidado, no la había recordado nunca hasta aquel momento. Tal vez se trataba de un recuerdo muy personal del doctor Pasavento, eso lo explicaría todo. Tal vez era un enojoso recuerdo central de mi memoria implantada.
Dejé de pensar en esto cuando vi que en mi cuarto de París había perdido fuerza la luz de la nieve que entraba por la ventana. ¿Cuántos minutos habían pasado desde que me había dedicado a recordar las teorías del doctor Swedenborg? ¿O era que poco después de mi despertar de monstruo había vuelto a caer dormido, vencido por la resaca y la locura que me envolvían? Daba la impresión de que el tiempo, en aquel primer día del año, transcurría más rápido que de costumbre. ¿No estaría muerto de verdad? Me asomé a la ventana y observé que en la rue Vaneau había algo más de animación que antes, aunque, como siempre, la calle registraba ese nivel acústico de quietud e inmovilidad que parecía preceder a una gran explosión de odio, el sordo horror de mundos al borde del grito. No sé cuánto rato estuve mirando la calle. El hecho es que una hora después me quedé helado y algo horrorizado al darme cuenta de que única y exclusivamente el doctor Pasavento podía recordar algunas de las cosas que yo en aquel momento recordaba. Tal vez un castigo por mi intento de llevar, como si nada, una doble vida. Ahora, debido a tanta osadía, ya sólo podía ser aquel doctor que tanto últimamente me había empecinado en ser.
Tal vez me había convertido tan sólo en un perfecto candidato para ser internado en el manicomio de Herisau. Que estaba loco no tenía por qué ponerlo demasiado en duda. Bastaba con ver que yo creía que un doctor habitaba en el interior de mí mismo y encima a ese doctor lo imaginaba con un peinado moderno que imitaba las formas de un radiador y con andares de oso babeante —porque así empecé a imaginarlo—, todo un señor especialista en neuroquímica del cerebro.
Pero, realmente, ¿había un doctor dentro del doctor que yo era? Pensando en todo esto, volví a quedarme dormido, sudé, eliminé toxinas del alcohol de la noche anterior. Soñé en las bodas de la locura con mi resaca. Y cuando hacia las cuatro de la tarde me desperté, vi que la resaca había descendido en intensidad, y, sin embargo, continuaba yo teniendo la memoria entera del doctor Pasavento. Como me pareció que ya no podía suponer que la maldita resaca había condicionado mi memoria, vi que me quedaban menos opciones ya para explicarme lo que me estaba pasando. Ya sólo quedaba (prescindiendo de una explicación extrema, la de que estaba muerto) confiar en que se confirmara que había sufrido un acceso de locura. Más vale estar loco que muerto, pensé. ¿Quién me iba a decir que algún día pensaría esto? Visto así, estar loco era un mal menor, casi deseable. Loco de manicomio, loco descomunal. Loco ideal para ingresar en Herisau. Eso explicaría que tuviera tan absoluta certeza de que me habían implantado una memoria entera. Pensé en Hölderlin, que en su demencia se hacía llamar, indistintamente, Buonarrotti, Skartanelli o Killalusimeno, y exigía que le dieran el título de bibliotecario. Recordé mi modesta biblioteca de maletín rojo y me senté en la cama a llorar. Fuera soplaba el huracán de Orawa que aullaba largamente en la chimenea de la mansión de Matignon y también en la casa de las sombras inmóviles y parecía como si todo se templara en una tremenda tensión, como si los muebles de la embajada de Siria se estuvieran hinchando y los cristales fueran a estallar en cualquier momento y un fantasma en forma de coche fúnebre se dispusiera a recorrer Europa. Me había vuelto loco. Eso era. Buonarrotti, Skartanelli, Killalusimeno. ¡Qué gran diversidad, qué variedad de nombres! ¡Qué envidia me daba aquello! Un genio como Hölderlin podía despilfarrar en nombres. Me levanté de la cama y seguí llorando. Qué vergüenza, qué horror, qué tristeza. Yo, en cambio, sólo era el doctor Pasavento.