10

Me marché súbitamente. Iba a decir que me marché repentinamente sin avisar a nadie, pero eso no tiene sentido. ¿A quién debía avisar? Me marché del Hotel Troisi sin nada, sólo con el maletín de mi abuela, con escasa ropa de recambio mezclada entre mi biblioteca selecta y el dormilón napolitano. Podría haberme ido sin pagar, tal como tantas veces —como buen hijo del Bronx— había hecho en mi juventud en algunos hoteles que se habían cruzado en mi camino. Pero en el Troisi me habían visto llegar sólo con ese maletín y tal vez los conserjes tenían instrucciones de estar atentos para que no me escapara con mi portátil equipaje. Pagué. Y después me puse el sombrero de fieltro, el sombrero del loco, el sombrero de Walser. Era una hora tan temprana de la mañana que no había ni un taxi en la parada que estaba junto al hotel. Fui caminando por calles desiertas, que no conocía. Al llegar a la Piazza Recomero, vi un autobús. Aceleré el paso, crucé corriendo la avenida y subí tras dos tristes viajeros. Todos en el autobús tenían cara de sueño, eran las siete de la mañana e iban a trabajar. Yo no sabía adónde iba. Me senté al fondo, en la cabina circular. Tuve el miedo más absurdo que he tenido en mi vida, terror a encontrarme con alguien que me conociera. Luego, sin previo aviso, fui invadido por el recuerdo de una imagen tan trivial como tenaz. Me quedé recordando un mojón fronterizo, una señal de carretera de la que hablaba fugazmente Carl Seelig en su libro Paseos con Robert Walser. ¿Era aquélla una forma perversa de despedirme del pobre Morante? Estuve un buen rato bajo los efectos de mi repentina fijación por ese mojón que, según había leído (y confirmé enseguida al consultar el libro de Seelig que llevaba en el maletín), servía para separar, entre negruzcos abetos, los cantones de Appenzell-Ausserrhoden y San Gallen. ¿Por qué me había puesto a pensar en aquel humilde e insignificante mojón? ¿Cómo era que me había quedado tan grabada aquella humilde señal en la memoria? ¿Quería indicar algo aquello?

Intenté olvidarme del asunto y, con la cabeza ligeramente ladeada hacia la ventana del autobús, me dediqué a observar, a modo ya de despedida, las calles de una Nápoles desierta a aquella hora tan temprana. Al adentrarse el autobús en un barrio que no había visto en mi vida, miré al joven que iba sentado frente a mí. Y, al devolverme él la mirada, pensé que debería taparme la cara con el sombrero y evitar así ser reconocido. Después, volví a la realidad. Me reí a solas, creo que desesperado. «¿Qué barrio es éste?», le pregunté al joven. Habría sido tal vez mejor no preguntar nada. «Pues no lo sé», me contestó después de pensarlo mucho. Me sentí realmente perdido. Comenzó a llover. Una señora, sentada al lado del joven, hundió su mirada en mi maletín. Y yo hundí de nuevo mi pensamiento en el mojón. Me dije que tanta fijación con esa señal de piedra ya empezaba a ser preocupante. Volví a mirar a la mujer y vi que seguía con su mirada puesta en el maletín. «¿Conoció usted a mi santa abuela?», estuve a punto de preguntarle. Me pareció que la fijación de aquella mujer con el objeto que había heredado yo de mi abuela podía ser parecida a la que tenía con aquel sencillo mojón de Appenzell. De pronto, me di cuenta de que podían pasar siglos, una eternidad, sin que ni el joven ni la mujer supieran quién era yo. Aquel autobús era un lugar perfecto para desaparecer del mundo. El anonimato puro. Todo aquello que buscaba lo acababa de alcanzar plenamente en aquel autobús. Comenzó a llover con más fuerza, con una intensidad melancólica. Allí, en aquel interior, ni siquiera era necesario ser doctor en psiquiatría, no era necesario ser nada. En el mundo perfectamente cerrado y eterno de aquel autobús, nadie necesitaba ayuda de ningún tipo, bastaba con viajar en silencio eternamente: dormir sin despertarse nunca, tal como hacía la figura del pesebre napolitano que me regalara un día Atxaga. Allí, en aquel interior, ni siquiera era necesario ser un desaparecido, no era necesario ser nada. Aunque la pregunta seguía ahí. ¿Quién era yo? ¿Alguien que se daba a sí mismo por desaparecido? ¿Alguien con un sombrero de fieltro? ¿Alguien que sólo pensaba en un mojón de Appenzell? A decir verdad, yo era alguien que empezaba ya a estar cansado de tantos gestos repetidos a diario. Me vino a la memoria una breve carta que había leído en cierta ocasión, una carta de despedida de un paciente que había tenido en el hospital de Manhattan y que se había ahorcado dejando una breve nota al mundo: «Tanto abrochar y desabrochar.»

Cada día me deprimían más las repeticiones y todo comenzaba a parecerme insoportable. Levantarse, vestirse, comer, escribir, defecar, desvestirse, acostarse. Todo me lo sabía ya de memoria, hasta la locura. ¿Cuántas veces, por ejemplo, había visto llover en mi vida? Escribí mentalmente un poema que hablaba de mis ansias grandes de realizar una excursión al fin de la noche, un deseo total de viajar sin retorno. Cuando terminé el poema, vi que llovía con más fuerza que antes, y ya no se veían las calles, el exterior había quedado completamente borrado. Se podía ya perfectamente viajar hacia el fin de la noche.

De pronto, con la misma brusquedad con la que me había ido del hotel, me marché de allí. Cogí el maletín de mi abuela y me bajé del autobús y, protegido por el providencial sombrero de fieltro del loco, me planté, bajo una fuerte cortina de agua, en la Via Scarlatti. La oscuridad y la lluvia cancelaban cualquier idea de ver algo más allá de dos metros de distancia. Fui andando durante un rato como quien se pierde a ciegas en un bosque de agua, anduve hasta que me refugié en un bello portal de Via Scarlatti. Miré hacia dentro, hacia la portería, que era bastante lujosa. Y sentí cierta tentación de adentrarme en aquella casa, tal vez porque de pronto recordé que las mejores historias clásicas son las que comienzan desde la parte del misterio, con el héroe sorprendido por una tormenta refugiándose en una casa en la que habita, en compañía de sus ancianos padres, una hermosísima doncella que lo enamora. Sin embargo, yo no era un héroe. Y, por tanto, no merecía doncella alguna. Eso terminó con mis especulaciones poéticas, que eran las que siempre me salvaban al final cuando no me quedaba nada más y estaba ya completamente desesperado. Una leyenda, una doncella, Daisy Blonde, siempre la imaginación o la poesía podían acudir a mi auxilio. Pero en aquel momento sentí que nada podía socorrerme. Volver a mirar al interior del lujoso portal equivalía a adentrarse en un túnel negro sin salida. Y en la calle seguía cayendo la lluvia con una fuerza inaudita.

No era un héroe, sino un hombre que se avergonzaba de haber desistido de continuar siendo lo que en su momento había sido: un odiador profundo de la grandeza, de esa obligación de tener que ser alguien en la vida, un odiador del poder. Un amante de los escritores de rostros secretos y de la discreción en la literatura.

Estuve un buen rato abatido, sin hallar salida alguna a la depresión, hasta que me marché súbitamente de aquel portal y caminé bajo la potente lluvia, sintiéndome más extraviado que nunca, aunque ya no tan deprimido. En Via Toledo encontré un taxi y, nada más subirme a él, decidí dirigirme al aeropuerto. Pero no había pasado ni un minuto desde que entrara en el vehículo cuando el indiscreto conductor comenzó a decirme que me tenía ya visto de Nápoles. Viví esto como un contratiempo más, sobre todo cuando comenzó a decirme que tal vez se había fijado en mí debido al «llamativo abrigo de color rojo que llevaba». El hecho es que me había visto en un café de la Piazza Bellini, donde él tenía habitualmente su parada. Me había visto con una señora del barrio. ¿No era así?

Me impresionó y después me horrorizó saber que era yo mucho más visto de lo que pensaba. Al decirle que era de Barcelona, comenzó a hablarme de un señor bajito de esa ciudad que, vestido siempre de negro de la cabeza a los pies, solía visitar Nápoles una vez al año y se sentaba en uno de los cafés de la Piazza. Era un enamorado ese señor del Cristo velato de la Capilla Sansevero y se pasaba horas en una esquina de la ciudad, próxima a la Piazza, porque decía que, al atardecer, esa esquina se convertía en el lugar más bello del mundo. Le había llevado a ese señor bajito muchas veces a su hotel, le conocía mucho. Se parecía en algunas cosas a mí, tal vez porque también era de Barcelona. Pero de todos modos yo era más alto y no llevaba barba ni tenía tanto aspecto de clérigo. «¿Es usted filósofo como el señor Luna de Barcelona?», preguntó de pronto el taxista. Me pareció saber de quién podía estar hablándome. Del cineasta Bigas Luna. Y le pregunté si había sido el mismo señor Luna quien le había dicho que era filósofo. No, no le había querido decir nunca a qué se dedicaba, pero su manera de hablar era de filósofo. Sólo le había explicado que era conocido en su país y también en Italia a causa de su oficio y que de él se había llegado a publicar que era bisexual cuando eso no era cierto, pues vivía con su mujer y la quería mucho.

«El señor Luna», susurró el taxista, con un apelmazado deje de admiración. Fuera, seguía lloviendo con una obstinación notable. Dejé que el taxista siguiera hablando de su admirado cliente barcelonés, y mientras tanto me dediqué a pensar en el pobre Morante, al que había tratado tan mal sin que él lo mereciera, pues qué culpa podía tener aquel hombre de acordarse de tantas cosas de mi pasado y, al mismo tiempo, qué culpa podía tener de encarnar al tipo de escritor con aspiraciones a ser un cero a la izquierda que yo, un día había renunciado a ser.

«Parece un cura, eso sí», oí que decía el taxista continuando con su no solicitado monólogo sobre su admirado Luna. Logró realmente cargarme, era demasiado trayecto el que me esperaba todavía hasta el aeropuerto, cada vez veía más claro que no podría soportarlo. «Pues se dedica al cine erótico», le dije. «¡Ah!», suspiró ridículamente. «Y ahora, en lugar de llevarme al aeropuerto, va a dejarme en el manicomio de Torre del Greco», le dije, casi a modo de reprimenda por su lunático monólogo. «¿Lo dice en serio? El señor Luna también es amigo de las bromas.»

Me marché súbitamente del taxi, me bajé en el primer semáforo. Le arrojé un buen número de billetes al taxista, los suficientes para que no tuviera motivo alguno para —salvo por la grosera forma en que había actuado— protestar. Me marché súbitamente y, con el maletín de mi abuela y el sombrero de fieltro y el paraguas, me perdí en la lluvia. Una hora después, llegaba a la residencia de Torre del Greco. Mi idea era despedirme de Morante, y de paso disculparme. Aún no había entrado a trabajar el doctor Bellivetti, lo cual me evitó verle fumar con su pipa pop y también me evitó una nueva conversación sobre Lacan que en aquel momento yo para nada deseaba. Con la ayuda gentil de una enfermera localicé a Morante, que se hallaba, junto a otros dos enfermos, clasificando cajas de cartón en unas dependencias próximas a la cocina.

En cuanto le vi, me puse de rodillas y, con gestos innegablemente teatrales pero sinceros, le pedí perdón por haberle tratado tan mal en las últimas horas. Le conté qué era lo que me había exasperado tanto de él. «No puedo concebir que yo le dé envidia», me dijo con su cara de no enterarse de nada, que muchas veces le llevaba precisamente a enterarse de todo. Preferí hacer como que no le había oído, pero dejé de estar de rodillas. Él me lo agradeció y dijo: «Oh, doctor Fausto, me hacía sufrir verle ahí en el suelo, humillándose de esa forma sólo por una minucia, sólo porque yo escribo sin ser visto. Y, además, hágame un favor, doctor, mire la cara que ponen las enfermeras y mis amigos. Sentimos todos vergüenza por su comportamiento, doctor Fausto. Se diría que quiere quedarse a vivir aquí.»

Miré y efectivamente estaban todos un tanto horrorizados. Pero también yo lo estaba bastante, no sólo por mi comportamiento grotesco, sino por haber sido tratado repetidamente de doctor Fausto ante el personal sanitario.

«Su interés en desaparecer», susurró entonces Morante, con un deje de desprecio. «¿Cómo ha dicho?», pregunté. «No, nada», dijo. Volvió a mí la imagen del mojón de Appenzell. Y me acordé de Walser, en conversación en Herisau con Seelig: «No pido más. En el sanatorio tengo la paz que necesito. Que los jóvenes hagan ruido ahora. Lo que me conviene es desaparecer, llamando la atención lo menos posible.» «Su interés en desaparecer», repitió Morante, de nuevo susurrando pero como pensando en voz alta, y acompañándose de una mueca que me pareció de engreimiento y que logró que me arrepintiera de haber visitado aquel sanatorio. Y me arrepentí mucho más cuando sacó del bolsillo de su chaqueta un microensayo, que dijo haber escrito durante la última noche y que le gustaría leerme. El texto, según me dijo, empezaba hablando de la volubilidad de las cosas humanas que tantas veces, con sólo un ligero movimiento, pasan de un estado a otro muy distinto. «Como usted mismo», añadió con una ambigüedad entre burlona y trágica. Morante estaba muy cambiado, no se comportaba como en nuestros encuentros anteriores, él sí parecía un ejemplo de volubilidad. Le pregunté si se estaba riendo de mí. «Algo, sólo un poco», dijo, «pues se diría que quiere usted, doctor Fausto, quedarse a vivir aquí. Desde luego es un buen lugar para escribir y esconderse del mundo y luego irse de él sin que lo note nadie, salvo su sombrero, que es mío.»

Me marché de forma muy brusca, me marché súbitamente, y pensé que esta vez por fin iba a notarse mucho que me iba de un lugar, iba a verse perfectamente que desaparecía. En mi fulgurante salida derribé una torre entera de cajas de cartón, que no me detuve a recoger. De golpe, volvía a estar con mi maletín bajo la lluvia. Pero entonces tuve la nefasta idea de volver a entrar para ver qué impresión había causado mi marcha. Ninguna. Se limitaban a recoger del suelo las cajas. Y Morante, en un rincón, estaba arrojando a la papelera su microensayo, y se reía.