Con semejante descanso, al día siguiente me levanté de buen humor, pensando en mi alegre aunque difícil juventud en el Bronx, recordando mis amoríos en Malibú con Daisy Blonde (y cómo a veces, de tanto que la quería, la engañaba con otras) y recordando también los consejos que el joven De Niro me había dado aquel día en que hicimos una peligrosa incursión en Greenwich Village. Era un buen amigo De Niro, una de esas personas que, de haber leído a Robert Walser, aún sería mejor persona. Pero no todo es posible. Un actor de Hollywood como él, así como casi todo el resto de los ciudadanos de los Estados Unidos de América, están sentenciados, condenados, destinados a no acceder nunca al aire puro de las montañas suizas por las que paseaba Walser. Eso no significa que no sean gente pura, lo son, pero no leerán nunca a Walser. No es un autor idóneo para ellos. Además, para un norteamericano, no es suizo el aire de las montañas, del mismo modo que el cañón del Colorado nunca estuvo pensado para el paseante Walser. Por razones parecidas, De Niro nunca podría interpretar en el cine las inmóviles aventuras del doctor Fausto Pasavento en Nápoles. ¿Era yo ese doctor Fausto? Pues claro, me dije. Y fui a mirar de cerca la reproducción del cuadro de Pierre Auguste Renoir que tenía enfrente de la cama y que desde que había llegado al hotel había mirado con absurda displicencia. Era una pintura que se titulaba La bahía de Nápoles y el Vesubio y reflejaba el bullicio de una tarde de finales del siglo XIX en la amplia calle que rodea a la bahía, repleta de gente paseando y de carruajes. Bullicio también en el mar, con muchas embarcaciones. Y todo esto con el Vesubio humeante al fondo.
Recordé frases que sobre ese volcán Bernardo Atxaga me había dicho, quince años antes, en la misma ciudad en la que ahora me encontraba. Pensar en los días del pasado me trajo una leve pero cierta depresión y tuve que volver a recordar, como pude, mi vida en el Bronx. Me acordé de una sala oscura, el Napolitan Grand Café, ya en los límites del barrio neoyorquino, donde unas ancianas, sentadas en sillas de terciopelo, estaban comiendo sorbetes con largas cucharillas el día en que el joven Scorsese y yo entramos allí y, al ver aquel panorama, rompimos en mil carcajadas. «¿Has visto todas esas princesas rusas exiliadas para quienes los relojes andan marcando horas que ya fueron?», recordé que más o menos me había dicho, con mucha gracia, Scorsese. Después, volví a pensar en Atxaga. ¿Ni siquiera él podía sospechar que yo me encontraba en paradero desconocido? ¿Y De Niro? ¿Y DeLillo? ¿Tampoco ellos se preguntaban nada? Nadie me buscaba y, además, no tenía a nadie en el mundo. O, mejor dicho, tenía a la soledad, tal vez la mejor acompañante. Recordé una canción que cantaba Serge Reggiani y que había yo escuchado mil veces en un bar francés del Bronx: «Je ne suis jamais seul avec ma solitude.»
Y tampoco estaba solo, por supuesto, cuando tenía a Morante a mi lado tratando de que volviera a la vida de la que había huido. Pero eso era más bien una desgracia, un contratiempo. Tenía que huir de la única persona del mundo que parecía estar interesada en verme. Volví a mirar el cuadro de Renoir y luego pensé que si alguien sabía lo que era cambiar de nombre, ése era precisamente Bernardo Atxaga, que había sustituido su verdadero nombre, Joseba Irazu, por uno que pertenecía a un antiguo compañero suyo de colegio. Se hizo famoso con el nombre de su compañero de pupitre. Y un día, caminando por las calles de Bilbao, se topó con él frente a frente y, al disculparse por haberle sustraído el nombre, se encontró con esta inesperada respuesta de su antiguo compañero de colegio: «Pero yo siempre me he llamado Cornelio y no Bernardo, me llamo Cornelio Atxaga, y no comprendo cómo un nombre así puede habérsete olvidado.»
Encendí la televisión y busqué en los informativos nuevas noticias de fútbol (cada día más escasas por haber entrado en plena época navideña) y, en medio del sonámbulo zapping, al pasar por el canal 2, vi que anunciaban para la noche la proyección de Retorno al pasado, de Jacques Tourneur, una película cuyo título me pareció que tenía todo el aspecto de ser una señal dirigida directamente a mí, una señal como de advertencia de algo, tal vez del peligro serio que encerraba el profesor Morante con su idea de regresarme al pasado. No era la primera vez —bastaba con recordar las de la rue Vaneau— que ciertas señales o mensajes del mundo exterior tenían todo el aspecto de estar más allá de la casualidad y actuar en realidad como un consciente motor que hacía avanzar silenciosamente la historia de mi vida, es decir, la historia de mi desaparición.
Decidí dejar la televisión y mirar hacia otro lado, mirar de nuevo el cuadro de Renoir. Era una bella pintura impresionista que reflejaba la gran actividad portuaria de una tarde lejana ya en el tiempo, y eché en falta, entre los personajes que allí aparecían, a esa simpática figura que siempre está en los pesebres navideños de Nápoles, ese muchacho que se halla tendido en la hierba y que duerme eternamente. Precisamente Atxaga me había regalado una figura de ese dormilón del pesebre a su paso por Nápoles hacía quince años y yo la había conservado siempre como amuleto de la buena suerte.
Sí, eché en falta al dormilón napolitano en el cuadro de Renoir y luego que alguien de este mundo, ya daba igual quién fuera, me echara en falta a mí. Volví a la cama diciéndome que no volvía en busca de un placer perezoso a ella, sino que tal vez volvía porque, como una consecuencia lógica de mi desaparición, poco a poco estar tumbado iba a convertirse en mi estado natural.
Pero ¿había yo realmente desaparecido? Allí tumbado, pensé en las musarañas, esas pequeñas sabandijas. Y luego me dio por memorizar nombres de doctores, como si estuviera en un concurso de televisión. Recordé primero los de aquellos que Nabokov odiaba tanto: el doctor Freud, el doctor Zhivago, el doctor Schweitzer y el doctor Castro. Y recordé después a otros: el doctor Jekyll, el doctor Moreau, el doctor Nadie, el doctor No, el doctor Frankenstein, el doctor Johnson, el doctor Mabuse, el doctor Aira, el doctor Caligari, el doctor Fausto y el doctor Rip. Luego, volví a pensar en las musarañas. Y eso acabó llevándome a pensar en otra clase de sabandija, el portero de mi casa de Barcelona. Sin pensarlo dos veces, le llamé por teléfono. Con mi mejor acento italiano, me hice pasar por un señor de Nápoles que preguntaba por mí. «Hace días que no logro comunicar con él. ¿Sabe usted si lo han dado por desaparecido? He oído rumores acerca de esto último», le dije. Un breve silencio al otro lado del teléfono. «Lo que pasa no lo sé. Yo aquí tengo un montón de correspondencia para él», me contestó con su mejor acento carpetovetónico. «¿Y quién es usted, cómo sabe mi teléfono?», añadió. No había previsto la pregunta, pero salí bien del paso. «El doctor Scomparire, de la policía italiana», le contesté. Y colgué. Tal vez a partir de aquel momento, pondría mi portero más atención e interés en saber por dónde andaba yo. En cualquier caso, quedaba más que confirmado que nadie me buscaba, nadie me echaba en falta, que cada hora que pasaba me convertía yo más en el hombre tal vez más olvidado de la tierra.
Para no desesperarme, me puse a pensar en mi adorable novia de los años de juventud, la sensacional Daisy Blonde. Me acordé del día en que la había visto por vez primera. Estaba acodada en la barra del Flamingo de Malibú y le pregunté desde lejos su nombre. Era una rubia platino guapísima, esbelta, imponente y muy segura de sí misma. Había una puesta de sol como no he visto nunca otra en mi vida, y ella me miraba desde un porche rosa. «Mi nombre es Charlaine, aunque todos me llaman Daisy Blonde, y soy la Bomba.» Eso dijo cuando ya estaba a un palmo de ella, una forma graciosa de presentarse. Era explosiva en todo y fueron años muy fantásticos los que pasé con ella. Entre sus virtudes, estaba la de ser una mujer no dada a los recuerdos. Puede decirse que la Bomba, la gran Daisy Blonde, había logrado algo que le envidio, había conseguido que su pasado fuera «una secuencia borrosa y fluctuante, una película imperfecta que mostraba las acciones de unas personas desconocidas», que diría Dorothy Parker, que amaba decir frases burbujeantes de este estilo y amaba —como yo— a mujeres como la Bomba.
Me entró nostalgia por mi juventud pasada junto a Daisy Blonde. Y recordé, de forma más o menos aproximada, unas palabras del Fausto de Goethe: «Devuélveme el impulso sin mesura, la dicha dolorosa en lo profundo, la fuerza del odio y el poder del amor. ¡Devuélveme otra vez mi juventud!»
Mefistófeles estaba por llegar. Yo aún no lo sabía, pero estaba a punto ya de llamar a mi puerta. Andaba más suelto por Nápoles de lo que yo había llegado a imaginar. Abandonaba la residencia de Torre del Greco cuando le daba la gana. Era casi peligroso, o, mejor dicho, así quería verlo yo. Llamó a la puerta de mi cuarto cuando yo estaba leyendo en una revista un artículo sobre el misterio de la desaparición física en 1959 de Camilo Cienfuegos, el amigo revolucionario de Fidel Castro. Estaba preguntándome cómo era posible que Cienfuegos hubiera desaparecido, cuando volaba de Camagüey a La Habana, sin dejar el menor rastro. ¿Podía uno volatilizarse tan fácilmente? ¿Podía uno esfumarse sobre las costas cubanas sin dejar ni el menor rastro, ni la menor huella? Estaba preguntándome esto cuando golpearon la puerta de mi cuarto. Pensé que era la camarera y abrí. Era Morante. Y no tardé en verlo como si fuera Mefistófeles. Era Morante y Mefistófeles al mismo tiempo. Supe que venía a cerrar un pacto conmigo cuando me dijo, muy educadamente, que podría olvidarme yo de mi desgraciada juventud (que ya había notado que me molestaba mucho recordar) si le dejaba entrar en el cuarto y le escuchaba unos segundos. Protesté enérgicamente. Le dije que en todo caso, ya que era Mefistófeles, preferiría un pacto por el cual me devolviera mi juventud, pero la que había transcurrido en el Bronx. No me contestó, parecía o simulaba estar perplejo. Salió de mí entonces un torrente brutal de palabras. «Deje de hablar, si quiere que le escuche», me interrumpió.
Traía otro microensayo. Era un texto sobre la conveniencia de que un autor decida soberanamente a qué género literario quiere dedicarse. «¿De verdad que quiere usted hablarme de esto ahora?», le dije furioso. «Si uno no sirve para la novela, debe retirarse a la concha de caracol del relato corto y el artículo literario», dijo. ¡No me lo podía ni creer! Ya todo aquello no tenía la menor gracia. ¿Qué era eso de la concha del caracol? Su presencia en mi cuarto sólo auguraba mi retorno al pasado y dificultades para ir consolidando mi personalidad de doctor en psiquiatría, temporalmente retirado. «No me interesa la literatura», le dije, «sólo su caso clínico. No soy literato y ni ganas de serlo, soy psiquiatra psiquiatrizador.» Me miró con cara de no entender nada y de gran susto. «Y, además», añadí, «no tiene usted ningún pacto que proponerme, ni ningún pasado que recordarme. Si vuelve a memorizar algún momento de la vida de ese joven al que usted conoció hace años, le advierto que, como doctor en psiquiatría psiquiatrizadora que soy, haré que, por falta más que evidente de locura, le expulsen del manicomio. ¿Me ha oído bien? Le voy a dejar en la calle.»
Nunca imaginé que Mefistófeles pudiera quedarse con esa expresión tan curiosa de no entender nada. Me hizo pensar en un libro de dibujos animados de Käthi Bhend sobre la vida de Walser, un libro que se titulaba El que no se entera. Algo, en cualquier caso, había entendido el profesor Morante. De algo se había enterado. «No le recuerdo, a usted no le recuerdo de nada, se lo juro, no conozco su juventud, me portaré bien», me dijo hablando de pronto casi como un niño. Y guardó, resignado y con un gesto de infinita tristeza, el microensayo que había sacado de su bolsillo. Una vez más, me pareció que era un literato honrado y que eso era lo que más admiraba y al mismo tiempo menos podía soportar de él. Me parecía cada vez más intolerable su íntima grandeza de escritor, de humilde y gran cero a la izquierda, de hombre sonámbulo sin ambiciones. Pensé en una frase que había leído hacía tiempo y en la que alguien decía que en el mundo de hoy el único lugar que le quedaba a un poeta verdadero era el manicomio. Sí, le admiraba. Pero no podía soportarle. Aquel hombre conocía demasiado mi pasado y era un obstáculo grande para que yo avanzara en la construcción de esa nueva vida a la que tenía derecho.
Volví a acordarme de Walser y de su casi permanente estado de sonambulismo. Un ser disociado de la vida común, destilando en soledad una literatura originalísima. Un hombre sin ambiciones. Un odiador profundo de la grandeza pública, de esa obligación de tener que ser alguien en la vida, un odiador del poder. Un escritor que, al igual que el pastor eternamente dormido de los pesebres napolitanos, no se enteraba de nada, o bien simulaba no enterarse y ser ingenuo para hacernos intuir los trasfondos más impensados de las cosas. Un hombre modesto, conocedor a fondo de lo que era realmente retirarse y desaparecer de verdad. Alguien que seguramente sólo deseaba decir sus verdades sencillas antes de hundirse en el silencio. Para muchos, alguien que escondía su angustia. Y para casi todo el mundo, un asombroso escritor que narraba con una absoluta y extrema ausencia de intención. El amo y señor del parloteo, de la escritura por la escritura. El secreto vencedor de una batalla contra las novelas con mensaje. Un creador que escribía para ausentarse.
Había ido Morante a buscarme al hotel, porque temía —y temía bien— que no fuera yo a buscarle más a él, pero sólo le había movido la búsqueda de compañía y, sobre todo, poder leerme su microensayo. Eso era todo, dijo. Pero ese «todo» era peligroso para mí. Si no me libraba de Morante estaría escuchando toda la vida microensayos y recordando mi juventud, no la del Bronx, sino la que creía ya superada. Tenía que ser consciente de que era preciso que diera pasos más consistentes para ser ya del todo un doctor en psiquiatría, temporalmente retirado. De modo que la ecuación era bien sencilla: o él o yo.
«Voy a pasar un informe a Bellivetti, al médico-jefe de su residencia», le dije, «y en esos papeles explicaré que usted se cree Mefistófeles. Eso le vendrá bien, pues hará que le consideren loco de remate y que no le pongan en la calle, podrá continuar con sus microensayos y mintiéndole a su protectora Leonisa, que a su vez miente a su marido. Pero ahora váyase de aquí si no quiere que le cuente mis años de juventud en el Bronx y mis años en un hospital de la Avenida Meridiana de Barcelona. Váyase, váyase.»
Vi cómo me miraba, vi cómo pensaba que yo estaba completamente loco, y también vi cómo, por puro miedo, no se atrevía a decírmelo. «Ya no tengo ganas de hablar con usted», acabó susurrando compungido y en voz muy baja, como ofendido. Y se marchó. Fue como un milagro, pero se marchó. Se fue con su microensayo. Pero aún le sobró tiempo para regalarme su sombrero de fieltro. Fue inútil que le dijera que no lo quería. Cuando se hubo marchado, me lo probé ante el espejo. Y luego me lo quité llevándolo junto a mí, a un lado. Me di cuenta de que estaba encantado de tener aquel sombrero. Comencé a sentirme encantado de todo, como si el sombrero me hubiera transmitido de pronto una gran alegría. Todo estaba bien. De pronto, todo era maravilloso. Con la marcha de Morante, mi juventud verdadera se había desplazado a cien millones de kilómetros. Miré por la ventana y contemplé un buen rato la bahía de Nápoles. Y luego recordé el día en que vi por primera vez a Daisy Blonde. Esbelta, majestuosa, con las manos suavemente apoyadas en las caderas, mirándome desde un trivial porche color rosa del Flamingo, con el fondo de una no menos trivial puesta de sol californiana, con un viento casi apaciguado haciendo temblar la llama de la vela colocada sobre la mesa en la que poco después se sentaría como si se estuviera acostando. Era el amor. Y era una bomba. No sabía yo entonces que el amor era tan trivial.