Me despedí en silencio, lógicamente afectado por lo que acababa de escuchar. Como no era fácil encontrar taxis aquella noche, fui a buscar el autobús nocturno de la Via Enrico de Nicola, el mismo autobús con el que había viajado con Morante hasta la residencia. Y como fuera que esperé en la parada un buen rato, tuve tiempo, con mi imaginación de borracho, para decidir que, en el caso de que apareciera Mefistófeles, pactaría con él la radical desaparición de la penosa juventud del detestable Andrés. Ya sabía pues qué pedirle a cambio de la cesión de mi alma: que arrojara por la borda todo mi insensato y nada interesante pasado. Eso me facilitaría, por ejemplo, la nostalgia de una juventud atractiva y única en las calles del Bronx.
Cuando por fin llegó el autobús, tuve la impresión de que me retiraba a llorar al hotel y que, por lo tanto, quien se retiraba era yo, el doctor. De nuevo, volvía a ser el doctor. ¿De verdad que volvía a serlo? ¿De verdad que se había desvanecido mi engorroso pasado? Tal vez si se había borrado mi pasado era porque, sin darme cuenta, había firmado ya el pacto. Me dolía la cabeza, estaba muy borracho, era consciente de que mis ideas andaban todas metidas en una gran confusión. En un momento dado, se me ocurrió mirar hacia atrás, al fondo del autobús, y, entre los que cantaban horribles canciones navideñas, creí ver a Mefistófeles, ladino y sonriente, confirmándome, con un rápido guiño de ojo, que era mi aliado y que el pacto ya estaba firmado y llevaba nada menos que la fecha cristiana del día de Navidad.
Al día siguiente, superando como pude la dura resaca, me hice fuerte en mi cuarto de Hotel Troisi y, mientras imaginaba y anotaba en mi cuaderno pasadas historias mías en el barrio del Bronx (con las que reforzaba mis recuerdos sobre mi juventud americana), me negué a recibir al profesor Morante, que había salido o se había escapado de la residencia, tal vez con el exclusivo propósito de volver a recordarme mi personalidad de antes. Llamaron desde recepción para decirme que estaba abajo el señor Morante. Desde mi cuarto hablé por teléfono con él y con todo tipo de excusas logré que no subiera a verme. Me quedé todo el día allí tumbado, medio zumbado por los bloody-marys que fui pidiendo con la esperanza de superar la resaca y de paso olvidarme de la juventud que Morante pretendía resucitar.
A última hora de la tarde, me subieron a la habitación Il Mattino, porque quería ampliar las noticias futbolísticas que había oído en la televisión, y allí, en las páginas que seguían a las de deportes, leí que el coro del Teatro San Carlo de la ciudad se había plantado ante una escena blasfema en la ópera Fausto de Charles Gounod: «El pisoteo del Crucifijo fue considerado innecesario y ofensivo por quince de los ochenta miembros del coro, que firmaron una carta de protesta dirigida a la alcaldesa de Nápoles.»
No sé cómo ni por qué fue, pero lo cierto es que esa noticia de Il Mattino acabó actuando a modo de sedante e interesante somnífero y me dio el mismo sueño que habrían podido producirme quince ovejas que se hubieran negado a entrar en una de las iglesias vacías de Nápoles, y acabé durmiéndome recordando un proverbio suizo que en Oberbüren, en la pared de una casa que estaba junto a un prado, había visto Robert Walser en compañía de Carl Seelig: «La desdicha y la dicha / sobrellévalas, / que las dos pasarán / igual que has de pasar tú.»
Me dormí pensando en alguien que, hablando de Walser en sugerentes términos, escribió que éste encarnaba la bella desdicha, pulcras palabras para describir una forma de vivir que yo conocía muy bien. Se trataba de todo un estilo de vida, de una ciencia, de un alegre deslizamiento hacia el silencio, de una ética de las desesperaciones. Me dormí y luego ya no pensé en nada. Pero es que en nada. En nada de nada. Desaparecí, con una grandísima facilidad, en el sueño.