7

«¿Hasta cuándo duró su juventud, doctor Pasavento?», me preguntó Morante a bocajarro, el día de Navidad, en cuanto me vio aparecer en la residencia. Parecía que hubiera estado toda la Nochebuena preparando esa pregunta. Iba a responderle algo cuando cambió la cuestión, aunque sólo muy ligeramente. «¿Hasta cuándo duró su juventud, doctor Fausto?» Y se rió. Era la risa esta vez de un loco.

No quise que me viera dudar demasiado y allí mismo, en las escaleras de la entrada al centro, le robé la juventud a un hombre imaginado, a un joven inmigrante catalán, de apellido Pasavento como yo, que habría pasado su infancia y adolescencia en Barcelona y parte de su juventud en el Bronx italiano de Nueva York, viviendo en la misma calle por la que andaban jóvenes que luego se hicieron famosos y cuyas familias vivían todas casi en la misma manzana: Robert de Niro, Daniel Libeskind, Don DeLillo y Colin Powell, buenos amigos suyos del barrio.

«Y hasta puede decirse que Scorsese, en Malas calles, se inspiró en mí para el personaje del joven que se va a Manhattan a estudiar para doctor», le dije. Morante me miró sin mirarme, parecía que lo hiciera deliberadamente, sin expresión alguna en sus ojos. Yo continué, allí mismo en aquellas escaleras de la entrada, hablándole de la densa atmósfera del Bronx y de cómo la vida la pasaba uno en la calle, rodeado de gangs de jóvenes que controlaban el baloncesto y el béisbol. Le conté que fui vigilante de parking y redactor de anuncios por palabras hasta ahorrar lo suficiente para, con la ayuda de mi madre, poder matricularme en Medicina y buscar la rama psiquiátrica.

«Me gradué en Melancolía y psiquiatría», seguí diciéndole mientras íbamos bajando las escalinatas, «quiero decir con esto que tenía veleidades poéticas. Escribía poemas algunas tardes en las que me quedaba aburrido en compañía de otros médicos melancólicos, en un hospital de Manhattan. Me quedaba esas tardes solo y quieto, dentro de mi bata blanca. Eran tardes planas, ideales para escribir poemas en los que decía precisamente que las tardes eran planas. Fue un tiempo de poemas de hospital, de versos escritos entre monjas y luces de algodón. A veces, recibía la visita de mi amigo, el arquitecto Daniel Libeskind, que leía los poemas y los comparaba con edificios que él había soñado. Después, regresé a mi país y trabajé en un hospital de la Avenida Meridiana de Barcelona, donde en otras tardes planas escribí más poemas, y hasta escribí uno despidiéndome de mis años de juventud.»

Silencio completo de Morante. «Una juventud poética», sentencié mirando al suelo, mirando una mancha de grasa que había en una de las gradas de aquella pretenciosa escalinata. Luego levanté lentamente la vista hacia Morante, se trataba de intentar de nuevo averiguar en su mirada el grado de incredulidad con el que había acogido mi versión de mis años de juventud. Se trataba de ver si me daba un golpe en la espalda y me decía amistosamente que ya estaba bien de hacerme pasar por otro y que con lo del Bronx me había excedido o, por el contrario, poseído por su ambigua enfermedad mental, aceptaba sin problemas la versión que le había dado de mi juventud.

«¿Quién es Colin Powell?», se limitó a preguntarme.

Aunque no podía estar del todo seguro, me pareció que se reía de lo que le había contado, no había motivos para pensar en otra posibilidad que no fuera ésta. «Dígame la verdad», le dije entonces, «usted se acuerda perfectamente de mí, de los tiempos del Instituto, ¿no es así?» Un silencio largo, imponente. Morante se quitó el sombrero, llevándolo junto a sí, a un lado, de la misma forma que lo había hecho varias veces dos días antes, y me pareció entender que este gesto formaba parte ya de nuestro ritual de paseo y que para él seguramente significaba algo muy concreto. «Cambiemos de tema», podía ser lo que significara aquel señorial gesto. Dejamos atrás la escalinata y alcanzamos la Via Enrico de Nicola. «¿Me recuerda o no?», insistí implacable y también, todo hay que decirlo, algo desesperado. «Es inaudito. Usted y yo bromeamos como si nos conociéramos desde hace tiempo», me dijo.

Aguanieve en Nápoles, y yo con bufanda y cuello alto. Morante con su sombrero encasquetado y su traje a rayas y su viejo pero elegante abrigo gris que le llegaba casi hasta los pies y del que, supongo que bromeando, me dijo que había pertenecido a Gabrielle D’Annunzio. «El mío», le quise contar yo, «lo compré en Venecia y hubo una época en la que me gustaba mucho llevarlo porque yo sabía que llamaba la atención.» Un taxi nos condujo al Café Gambrinus, donde había reservado mesa. En otro tiempo, las comidas de Navidad habían sido para mí traumáticas. Como aquel día aún no me había inventado una infancia en una calle artúrica (no sabía que debía esperar al día de hoy, aquí en París, para semejante invención), a lo largo de mi almuerzo con Morante me dediqué a veces a recordarme en silencio a mí mismo en mi infancia llamémosla verdadera, a recordarme en aquellos días en los que la latosa Navidad estaba relacionada con la necesidad de huir de ella y al mismo tiempo con la espantosa obligación de celebrarla. Por suerte, no tardaron en desvanecerse aquellos malos recuerdos.

Almorzar con el desmemoriado Morante, aparte de un conjuro para mi soledad, empezó a revelarse como una forma inteligente de huir de la Navidad y de la memoria de ésta. Y la verdad es que al principio del almuerzo nada indicaba que yo hubiera podido equivocarme. Hasta habría jurado que Morante estaba empeñado, a modo casi de reto personal, en hacerme olvidar heridas de antiguas navidades pasadas con mi familia. Se le veía alegre, pero sólo iba a estarlo en las primeras horas. Hacia el final del día exageró en la alegría y todo se volvió turbio. Pero al principio yo me sentía contento. A cada minuto que pasaba, creía ir viendo con claridad que Morante era la persona ideal para que me olvidara del día en el que estábamos y también para que empezara por fin a olvidarme de parte de mi pasado y me volcara, ya de una vez por todas, en mi nueva biografía. Una nueva biografía que, por otra parte, no excluía a la otra. Yo estaba haciéndome con una vida con dos juventudes, por ejemplo. No estaba mal. Uno podía respirar mejor así, con dos juventudes. Donde no alcanzaba una, llegaba la otra. Pero a la hora de los postres todo empezó a cobrar un giro algo oscuro. Empecé a ver en Morante una amenaza directa a la construcción de mis dos juventudes. Y es que de pronto me pareció que, por mucho que no le interesara mostrarla, él mantenía más que intacta su memoria, incluida, por supuesto, la memoria de quién era o había sido yo. La sospecha creciente de que se acordaba perfectamente de mí comenzó a volverse terrorífica.

Noté, además, que mi balanza comenzaba a inclinarse más del lado de la repulsión física que del lado de la atracción por él. Su manera de manejar el tenedor, por ejemplo, empezó a parecerme sumamente vulgar y torpe. Y a veces, cuando hablaba, le encontraba insoportable, algo que no me había ocurrido al principio de la comida. Tal vez el pobre Morante, con su mundo puro de los microensayos, me recordaba a mí mismo en los días en los que fundé unos principios morales y una visión del mundo que después había yo mismo traicionado. Eso era tal vez lo que me llevaba a sentir cierta necesidad de alejarme de él. Sin pretenderlo, Morante me recordaba constantemente que yo había querido ser un discreto hombre de letras no ligado a las pompas solemnes del mundo. Verle a él situado con tanta comodidad y rigurosidad en las regiones inferiores empezaba a resultarme intolerable, pues me producía envidia.

Sólo me calmaba la idea de que en los últimos días había yo pasado a ser un escritor secreto. Ya no era el hombre que había caído bajo el tormento del reconocimiento público, esa especie de laurel que en realidad uno arrebata siempre a los otros, a esos otros entre los que están algunos escritores de verdad que, como decía Canetti, precisamente porque eran escritores de verdad terminaron «apagados y asfixiados, pudiendo escoger entre vivir como mendigos que molestan a todo el mundo o vivir en el manicomio».

Pensando en todo esto, me di cuenta de lo felizmente oportuna que había sido mi decisión de desaparecer. Sin embargo, tenía la impresión de que aún me faltaba mucho para moverme en las regiones inferiores con la admirable y odiosa soltura con que lo hacía Morante. Le miré. Vi que me sonreía de una manera ambigua. Comenzó a parecerme que debía darme prisa para averiguar, ya de una vez por todas y cuanto antes, si, tal como comenzaba a sospechar con fuerza, él se acordaba perfectamente de mí, de cuando yo trabajaba en el Instituto Cervantes.

«Profesor, ¿usted no se acuerda de nada?», le pregunté coincidiendo con la llegada de los postres. Un silencio largo, imponente. Esta vez tomó el sombrero y se lo puso, se lo encasquetó más que nunca. Sonrió, se lo quitó de nuevo y pasó a deshacerse en elogios del Corvo, el vino siciliano del que llevábamos ya tres botellas y media. Cuando terminaron los elogios, su cara adoptó un aire meditabundo. «Debe usted saber, doctor Fausto», me dijo, «que el microensayo que escribí ayer para poder contárselo hoy aquí, porque no se lo voy a leer sino a contar, es una especie de paseo errático en torno al tema de la vejez y la felicidad.»

Le odié en ese momento, le odié como hasta entonces no le había odiado. Me pareció que, con toda su malicia, me estaba recordando que en otros días yo había querido escribir ensayos erráticos sin la intención de publicarlos. Lo peor fue que no me atreví a prohibirle que me contara su microensayo. Y él pasó a contarlo hablándome de un cuento de Navidad que tenía por escenario un pueblo donde nevaba por primera vez en su historia y, sin que hubiera una relación entre causa y efecto, descubrían que estaban condenados eternamente a sufrir de la incapacidad de tender a la felicidad.

Tras este breve cuento que encontré estúpido y que Morante me confesó que le había explicado el loco más loco de su residencia, el microensayo derivó hacia un relato de Svevo que Morante veía relacionado con el cuento del pueblo incapaz de tender a la felicidad. El relato de Svevo, una amarga fábula con el mito de Fausto de fondo, ya lo conocía yo. Es la historia de un anciano —un viejo salvaje podríamos llamarlo— que está a punto de acostarse junto a su vieja esposa, que ya duerme y ronca. Mientras se desviste, piensa que es medianoche, la hora en la que podría presentársele Mefistófeles y proponerle el antiguo pacto, y piensa que estaría dispuesto a hacerlo y a cederle su alma, de no ser porque no se le ocurre qué pedirle a cambio: la juventud no, que es insensata y cruel, si bien la vejez es intolerable; tampoco la inmortalidad, porque la vida es insoportable, aunque tal conclusión no mitigue la angustia de la muerte. El anciano, entonces, se da cuenta de que no tiene nada que pedir al diablo y se imagina el embarazo del pobre Mefistófeles, representante de una empresa que no tiene nada atractivo que ofrecer. Al imaginarse al pobre Diablo rascándose la cabeza en el infierno, estalla en una carcajada, a la vez que entra en la cama, donde su mujer, medio desvelada por la risa, le murmura entre sueños: «Feliz tú que a esta hora de la noche tienes ganas de reír.»

En este relato de Svevo, al igual que en el cuento del pueblo donde nevaba por primera vez, veía Morante la conclusión de que el dolor más intenso no era la infelicidad, sino la incapacidad de tender hacia la felicidad. Aquella carcajada del anciano, que en realidad ocultaba con ironía la desesperación de quien ya nada espera, era para Morante la última playa. «¿La última playa?», pregunté. Había empezado a resultarme exasperante conversar con él. «La última playa alcanzada por el nihilismo de Occidente», me contestó. Se quedó cabizbajo de pronto, como un niño que acabara de cometer una fechoría. Poco después, le pidió al camarero la caja de los cigarros puros. «Occidente», musitó. «¿Occidente qué?», le dije, casi perdiendo los nervios. «En Occidente», me contestó, «deberíamos intentar ir más allá de esa última playa que hemos alcanzado. Deberíamos poder hacernos de nuevo a la mar. Buscar nuevos caminos, ser optimistas, creer en la felicidad, ¿No le parece, doctor Fausto?»

Dijo todo esto, y luego la sobremesa se alargó de una forma desesperante, y nunca mejor dicho. El microensayo de Morante se deslizó hacia la reflexión sobre la desesperación de quien ya nada espera y, poco a poco, esa reflexión derivó hacia la cuestión de la felicidad y de la necesidad, repetida hasta la saciedad por Morante, de que nos hagamos de nuevo a la mar. La vejez, vino a decirme, era en realidad ideal, porque en ella se alcanzaba una libertad que antes uno no tenía. Gran bocanada de humo después de decir esto. Rabia contenida, por mi parte. Se le veía feliz y bordeando una alegría extrema, insultante. Decidí preguntarle si no le parecía una obscenidad insoportable ser feliz. Respondiéndome como si hubiera detectado el odio que en aquel momento le tenía y quisiera aumentarlo, me dijo que, con mi permiso y aunque fueran ya las cinco de la tarde, iban a seguir varias reflexiones más sobre la felicidad, la última de las cuales giraría en torno a la felicidad de fumarse dos puros habanos en Navidad. Y luego comenzó una larga monserga en torno a la idea de que eran libres e insubordinados los años de la vejez. Dijo que el viejo en general es un verdadero hombre, porque sabe que es un hombre fuera de lugar, es alguien que llena de vida el espacio vacío de la vida y entiende el juego mejor que el jugador porque, al estar fuera de él, no está distraído por el esfuerzo al que está obligado quien participa en él.

Entendí que me estaba tratando a mí de joven y eso me animó, me reconcilió ligeramente con él. «Soy viejo y veo acercarse la tan esperada disolución del yo. Me disolveré en medio del gran flujo de las masas de esta ciudad», dijo poco después de una forma un tanto pomposa. Brindamos por su desaparición, estábamos ya los dos bastante borrachos, sobre todo él. Pedí más vino. Cuarta botella de Corvo, nos la bebimos entera, y luego hubo todavía una quinta botella, y después salimos a la calle.

En las avenidas de Nápoles, frío y aguanieve. Y yo con mi bufanda y mi jersey de cuello alto, caminante dominado por cierta zozobra, pero en el fondo sintiéndome bien acompañado por el viejo, que me seguía con paso firme aunque algo atolondrado por los efectos del Corvo. Pensé que aquellas avenidas, repletas de gente que paseaba después de la gran comida familiar del día de Navidad, eran, efectivamente, un lugar perfecto para disolverse en el flujo constante de las masas, en el flujo feliz de todas esas oleadas incesantes de seres baldíos que, desde tiempo inmemorial, venían desde el fondo de los tiempos a morir sin cesar a aquella ciudad inmortal. Y, sin embargo, pensé, seguimos ahí esperando acontecimientos, no sabemos cuáles. ¿Esperaba algo yo? ¿Qué tenía que decirle a Mefistófeles? ¿Qué se me ocurriría pedirle a cambio, en el caso de que él apareciera?

Caminando los dos entre la multitud, me hubiera gustado decirle a Morante que no había mejor escuela para educarse en la vida que proponerle a ésta incesantemente la diversidad de tantas otras vidas. Y decirle también que eso era algo que el viaje ofrecía, el viaje siempre inolvidable por las calles de Nápoles, siempre llenas de riadas de gentes. Todo eso, un tanto confuso por los efectos también en mí de las botellas de Corvo, habría querido decirle a Morante, pero andaba él algo tambaleante y, sobre todo, ensimismado en la alegría que le reportaba su condición de viejo situado fuera del juego, escritor feliz y loco. Y yo andaba receloso de él, pues cada vez se agrandaba más mi sospecha de que conservaba de mí una memoria intacta.

Confiaba yo en los efectos del vino para que él acabara confesándome la verdad. Pero, como si hubiera intuido que estaba próximo a cazarle, comenzó Morante a decir cosas raras: «La tensión fáustica ha terminado.

Usted no se da cuenta, pero la tensión entre los dos ya se aflojó. También en el mundo en general ya se aflojó. Se acabó la tensión fáustica para todos. ¿Y sabe por qué?» No tenía ni idea de sobre qué me hablaba, pero sospechaba, aunque andaba muy tocado por el Corvo, que no hablaba por hablar. No tenía yo conmigo mi Moleskine. De haberlo llevado encima, creo que me habría parado un momento en la calle y habría anotado alguna de sus frases raras. Hablando del cuento de Svevo, vino más o menos a decirme —lo hizo de una forma un tanto confusa— que el individuo de hoy en día, falto de unidad, no puede ya desear nada, pues no es ya individuo de los de antes, ya no es sujeto capaz de pasiones, ahora sólo es un manojo de percepciones, una especie de hombre fragmentado, que es nada y al mismo tiempo una carcajada desesperada.

Me pareció que, hablando de ese cuento de Svevo, al mismo tiempo estaba tratando de hablar directamente de mí. Me hubiera gustado decirle a Morante que no se preocupara, que yo estaba perfectamente bien, encantado de haber cambiado un estado malo por otro incierto, feliz en la incertidumbre de mi vida de doctor. Una incertidumbre que, como mínimo, me había abierto puertas al futuro, puertas que antes no tenía cuando vivía simplemente aburrido y desesperado como escritor de cierta y relativa fama absurda. Mi vida de inseguro doctor se había instalado en la esperanza de precisamente tener algo que proponerle a Mefistófeles cuando decidiera abordarme, aunque todavía no sabía qué iba a pedirle a cambio de cederle el alma. Tal vez que me ayudara a desaparecer de verdad.

Aunque nadie en el mundo se había enterado de que yo me había esfumado, lo cierto era que tanto el hecho de desaparecer como las palabras felices del viejo Morante sobre su vejez me habían rejuvenecido. El profesor Morante era viejo (libre y feliz, había que creerle) y yo, que hasta hacía muy poco era viejo, ahora era joven, gracias a las palabras del viejo, y me sentía dispuesto a relajar la tensión del mito fáustico. Desaparecer (aunque aún no hubiera desaparecido del todo, no era cuestión de lanzar las campanas al vuelo) me había colocado en buena situación para dialogar con el Diablo cuando a éste le viniera en gana visitarme. En este sentido, ser joven me privaba de la libertad que daba ser viejo, pero me abría puertas al futuro que antes, cuando me sentía viejo, no tenía nunca a la vista. Por eso me habría gustado decirle a Morante que no se preocupara por mí, que no me hiciera sentirme como el bandido, como ese personaje de Walser que sufría y se desgarraba por las presiones y obligaciones de la felicidad impuesta por los otros («todo el mundo se ha preocupado por el bien del bandido, incluso demasiado»), que no me presionara con su mirada protectora, pues me sentía fantásticamente bien sintiéndome un inadaptado incluso con dudas acerca de mi propia inadaptación.

Entramos en un bar de la Piazza Dante, y allí continuó hablando del anciano del cuento de Svevo y, al mismo tiempo, de mí, que —como le repetí varias veces— no necesitaba sus cuidados. «Tras rechazar al pobre Mefistófeles», me dijo acodado en la barra del bar, «la risa del conocimiento brota en el viejo del cuento de Svevo con desencanto, la misma que exhibe usted. Observo su personalidad rota, su amable risa y su elegante desencanto, y todo me lleva a evocar el dibujo cambiante de las nubes.» Hizo una breve pausa y luego, como tomando fuerzas para seguir hablando, notablemente ebrio, continuó más o menos así: «Yo tiendo a la felicidad, usted no. Usted espera que yo me emborrache y muestre mi verdadera alma. Pero el vino Corvo, amigo, no saca a flote la verdad, sólo nos revela la historia pasada y olvidada, afloran únicamente las cosas de antes, no las del futuro, no las de la persona que podríamos llegar a ser.»

«No le acabo de entender», me limité a decirle, algo alarmado. Sonrió. «El vino es horrible», continuó diciendo, «¿quiere volver a ser usted el que era? Pues tome otro vaso más. Tome otro, doctor Fausto. Enseguida vuelve el pasado. Después de todo, el futuro no es más que una figura retórica.» Me disponía a pedirle que bajara la voz y la excitación cuando sucedió algo que no esperaba que fuera a suceder precisamente en aquel momento. Morante comenzó a recordarme toda mi juventud. Lo que tanto había estado temiendo, me había comenzado a suceder. Morante sabía más sobre mí que yo mismo. Con gran horror, confirmé por fin que él representaba todo aquello de lo que precisamente yo huía. Ya sólo le faltaba llamarme Andrés. Comenzó a recordarme mi vida de profesor en Nápoles, y luego a hablarme de los libros que yo había tenido «la osadía de publicar», y hasta me reprochó mi deserción de los principios morales de mi primera juventud. Lo recordaba o lo sabía casi todo sobre mí. Mis amores desgraciados. Mis padres ahogados. Mi ternura reprimida, mis miedos, mis costumbres anticuadas, mi conducta ejemplarmente burguesa, la muerte de Nora, mis penosas frases supuestamente ingeniosas en las entrevistas, mis miserias cotidianas, mi alma mercantil, mi poca gracia en todo.

La vuelta imprevista del pasado. Con su vuelta, paradójicamente mi identidad se volvía aún más precaria, pero en el sentido menos deseable. Con Morante no sólo había reaparecido aquel sujeto llamado Andrés Pasavento, con Morante volvían enteros los días del ayer. Estaba claro que había perpetrado yo un falso movimiento al acercarme al ambiguo profesor loco, pues éste me había llevado a descubrir que la verdad, en efecto, no estaba en el vino de Corvo, sino en el pasado que está ahí, que no se ha ido, que fluye en el fluir del tiempo y está a nuestro lado, que no quiere marcharse, no quiere hundirse tras el supuesto horizonte que tenemos delante.

En el pasado rompí con más de un amigo precisamente porque me recordaba el pasado. Consciente de que mi personalidad juvenil había sido horrible, terminé con más de un amigo o amiga de aquella época para no sentirme ni un minuto más ligado a una realidad miserable de los días del ayer que tanto me horrorizaban. Ni una fotografía podía ni puedo soportar de aquellos tiempos. No es extraño que la aparición imprevista del pasado, que me llegó de pronto de la mano de Morante —implacable testigo de mis días de profesor en Nápoles y seguidor implacable de mi carrera literaria—, me dejara aterrorizado. Diría que aún lo sigo estando. Si de algo me he refugiado en París es de los embates de Morante, que de pronto en Nápoles, ante mis horrorizados ojos, se convirtió en el voceador de mi pasado, se convirtió en el más serio obstáculo para que yo fuera otro y pudiera cambiar de vida y obra, pudiera escribir sobre cómo iba poco a poco desapareciendo para luego, en el momento oportuno, intentar desaparecer del todo, lo más difícil de cuanto me proponía, pues no había que olvidar que si alguien de verdad quiere ir más allá de su obra, primero debe ir más allá de su vida y desaparecer, lo cual es ante todo muy poético, pero también muy arriesgado, que es lo que debe ser en el fondo la poesía o cualquier desaparición total y verdadera: puro riesgo.

Miro ahora hacia los jardines de Matignon, y me parece como si de la rue Vaneau ascendiera toda la tensión fáustica de la calle. El mundo entero está en guerra y muchos lo saben en esta calle en la que vivió durante tantos años André Gide y en la que hoy el recuerdo de Karl Marx duerme. Miro hacia el idílico Matignon, y de las copas mismas de los árboles parece surgir un aire blanco que penetra por mi ventana entreabierta cubriéndolo todo con un mar de niebla que me trae un vértigo y me hace retroceder hacia la cama, donde me tiendo y siento de nuevo el regreso del pasado, el recuerdo de mi renuncia a mi éxito interior, el regreso de todos los abismos. «Les habla el doctor Pasavento», me digo en voz muy baja y suave para mí mismo. Y vuelvo por unos momentos al pasado, en este caso a mi pasado más soportable, que no es otro, claro está, que el más reciente. Vuelvo a los últimos momentos del día de Navidad, ya en la puerta de la residencia de Torre del Greco, noche ya cerrada, ebrios los dos, Morante y yo, a la hora del cierre de aquel patético cuento de Navidad que habíamos vivido juntos, borrachos perdidos. Estábamos en las escaleras de la entrada y sonaron las campanas de la iglesia vecina, que imaginé vacía.

«Voy a revelarle algo», me dijo Morante cuando dejaron de tañer las campanas, «hace unos meses vino aquí un hombre como usted, de ojos verdes y pelo tan negro como el suyo. Dijo ser doctor y dio un nombre que no recuerdo, pero que nunca pensé que fuera su verdadero nombre. Me dijo que yo le había quitado una novia, y vi enseguida que él no sabía que esa novia, Leonisa, me pagaba secretamente la estancia en esta residencia, y tampoco sabía que yo, cuando ella venía a visitarme, hacía como que no la conocía, para evitarme amores y de paso no tener que agradecerle nada a la pobre incauta y poder escribir tranquilamente mis microensayos. Buenas noches, doctor.»