Me disponía ya a abordar la narración de mi segundo paseo con Morante cuando me he quedado pensando en otro tipo de paseo. De repente se ha cruzado en mi camino la memoria del Paseo de San Juan de mi infancia. ¿De mi infancia? Me he encontrado de pronto inventando una niñez diferente de la que tuve, que transcurrió en otro paseo de la ciudad de Barcelona, no en el de San Juan precisamente. Me ha encantado comprobar que por fin estaba construyéndole una infancia al doctor Pasavento, y me he dicho que quizás ese doctor en lo único que podía coincidir con el escritor que fui (que soy, pero ahora sólo de forma privada) era en el hecho de haber sido de niños, tanto el uno como el otro, vecinos en Port de la Selva de la familia del futuro poeta Angelo Scorcelletti. Tanto uno como el otro, a lo largo de un breve verano de la infancia, habíamos jugado con el niño Scorcelletti, aunque me apresuro ahora mismo a añadir aquí que se trata de un recuerdo completamente inventado. En realidad, eso explica mejor que puedan compartir un mismo recuerdo dos personas con pasados tan distintos.
Tan distintos o, como mínimo, no demasiado parecidos. El futuro doctor, por ejemplo, estudió en el colegio de los Hermanos Maristas del Paseo de San Juan de Barcelona, no en el Liceo Italiano del Pasaje de Méndez Vigo. Mi familia me habría llevado a ese colegio religioso porque caía cerca del entresuelo de la calle Rosellón, junto al Paseo de San Juan, donde vivíamos. Ese paseo había sido para mí lo que Via Babuino había representado para Morante, es decir, el centro del universo. Tenía gracia pensar que, en la vida real, quien había situado el centro del mundo en ese paseo de San Juan era quien realmente había vivido allí, mi primo hermano Arturo, que había estudiado en los Maristas y vivido con sus padres en la calle Rosellón y con el que coincidí, en tres largos veranos de la infancia, en dos torres, vecina una de la otra, en Sant Andreu de Llavaneres.
Ya cuando inventaba imágenes y recuerdos de mi relación infantil en Port de la Selva con el pequeño Scorcelletti (deliberada invención que iba difundiendo por todas partes para confundir a mis potenciales biógrafos y de paso a los de Scorcelletti), me apoyaba siempre en hechos reales que giraban alrededor de mi vecino de verano y primo hermano Arturo. Ni que decir tiene que esto me facilitaba mucho la invención. Así que Arturo tenía algo del niño Scorcelletti y Port de la Selva era más bien Sant Andreu de Llavaneres. Aunque hacía muchos años que no veía a Arturo, conocía muy bien su infancia, pues habíamos sido íntimos amigos y nos lo habíamos contado todo hasta el día en que Arturo, cuando tenía diecisiete años, fue enviado a Madrid a estudiar Medicina y ya no volvimos a vernos nunca más. Treinta y cinco años después de aquella separación, Arturo seguía en Madrid, donde ejercía de médico, y de él poco sabía, salvo que, según me habían comentado algunos colegas, asistía regularmente a las conferencias de un ciclo sobre enfermedad y literatura que organizaba la Fundación de Ciencias de la Salud. Más de uno de mis colegas había tenido que firmarle un libro a mi primo Arturo y todos coincidían en que era un tipo encantador, hablaba muy bien de su primo hermano, pero era un médico un tanto extraño, pues recomendaba fumar. No sabía yo mucho más de él. No sabía, por no saber, ni qué cara tenía en la actualidad. Le imaginaba con su rostro de los diecisiete años, con su pelo rubio revuelto y la piel muy pecosa, fumando cigarrillos Rumbo. Era mi primo hermano por el lado materno, de modo que no se llamaba doctor Pasavento como yo sino —de una forma que entiendo más modesta— doctor Sánchez.
La infancia del doctor Sánchez en el Paseo de San Juan me la sabía de memoria, y me la he apropiado yo esta mañana, ha pasado a ser mi infancia desde hace unas horas, en este cuarto de hotel de París. Resulta agradable robar o inventar los recuerdos de mi primo Arturo, rememorar esa infancia ligada al Paseo de San Juan, sobre todo teniendo en cuenta lo desagradable que era recordar la infancia del pobre escritor Pasavento en el barrio del Liceo Italiano de Barcelona, una infancia de la que sólo merecía ser rescatada esa pulsión por lo pequeño que en cierta ocasión hasta me había llevado a escribir en un cuaderno escolar que yo de mayor me contentaba con llegar a ser un humilde soldado del ejército de Napoleón.
Así que puedo decir ahora que el Paseo de San Juan fue para mí lo que Via Babuino representó para Morante, es decir, el centro del universo. Por las tardes, veía a algunas enfermeras paseando por él, pero sería tan falso como grotesco establecer ahora —no simpatizo demasiado con el doctor Freud— una relación directa entre la excitación que me provocaban los uniformes con faldas cortas de aquellas enfermeras y mi posterior vocación de médico.
No hace mucho, regresé a ese Paseo de San Juan de mi infancia, volví al camino que más veces (calculo que unas quince mil) habré recorrido a lo largo de mi vida. Lo conozco de memoria, pero sólo sobrevive ahí, en mi memoria, en mi recuerdo, ya que ese camino fundacional de casa a la escuela ya no es nada de lo que era, me lo han cambiado muchísimo, confirmando que sobrevivir a la ciudad de tu infancia es una experiencia moderna. El mundo, el mapa del planeta, iba desde el 343 de la calle Rosellón hasta la esquina de Valencia con el Paseo de San Juan, donde se hallaba el colegio de los Hermanos Maristas. Un recorrido intenso, de cartera colegial y Cacaolat (mi magdalena proustiana) para la mañana de invierno, que siempre se presentaba fría. Un trayecto tan breve como la infancia misma y que sobrevive sólo en mi memoria y es todavía hoy para mí el mundo, el mapa del planeta. Porque el resto, lo que estaba fuera del camino, era —sigue siendo para mí— un espacio en blanco, sin apenas significado, algo así como ese espacio imaginado que atrajo desde siempre a Arthur Rimbaud y que consistía en una calle que se extendía desde unas empalizadas hasta el pintarrajeo portuario de una ciudad que tenía que ser punta de avanzada de un desierto.
En este tipo de calle artúrica, ofrecida al niño como si fuera una secreta granada muy salvaje, se hallaba concentrado ya todo el mundo del poeta francés: la catedral, la casa del profesor rebelde, la escuela, la tienda de los sombreros turcos, la librería, las escarapelas, los licores fuertes como metal fundido y, al final del trayecto («tiene que ser el fin del mundo si avanzamos», pensaba él), esa ardilla en una jaula de mimbre que vio cómo embarcaban en una fragata danesa.
En mi caso, la cartografía del paraíso, mi calle de Arthur, fue en su día también una secreta granada salvaje que se extendía por seis puntos vitales de mi Paseo de San Juan, seis espacios que en la memoria todavía puedo visitar como cuando viajaba de niño con un dedo por los mapas de mi atlas universal: la luz submarina del portal de casa de mis padres, la oscura tienda del viejo librero judío que me vendía los tebeos, el deslumbrante cine Chile y su programación de cinemascope, la bolera abandonada, la misteriosa residencia para sordomudos y, al final del trayecto, las verjas puntiagudas de la entrada a la iglesia del colegio.
El mundo era eso, sigue siéndolo. Ese trayecto lo contenía, lo contiene todo para mí. En él encontramos lo que para mí es esencial, pues están los padres, la lectura y la libertad que llegaba con ella, el cine, la soledad de los paisajes abandonados, el silencio y la locura del colegio inútil. No hay vida fuera de este mundo tan vivo en mi recuerdo, con sus seis estaciones de amor y de dolor que todavía perdura en mí. El portal de la casa de mis padres (muertos de muerte natural a edades muy respetables) podía parecer lúgubre visto de cerca, pero no tanto cuando lo contemplaba de lejos, al volver del colegio en aquellas tardes de invierno. Siempre la escuela la asociaré al frío y a un trayecto, a un viaje de invierno. Visto de lejos, el portal de la casa familiar adquiría, en su luz al caer la tarde, cierta coloración extraña, muy propia del mundo de Jules Verne y también de los portales del Eixample barcelonés, con sus puertas de hierro historiadas y esos vidrios empañados por la humedad que, a cierta distancia, con el apoyo de las bombillas amarillentas, ofrecían al niño una sensación de nebulosidad submarina de camarote del capitán Nemo.
En el 341 de la calle Rosellón, en la tienda del viejo librero judío, se notaba que «algo sordo perduraba a lo lejos», se respiraba —aunque el niño no sabía nada de eso— la tragedia aún reciente de un pueblo judío perseguido, y también se respiraba a misterio con olor a incienso y aroma raro de países lejanos, de exóticas mercancías que, como en la de la infancia de Rimbaud, suponía yo que estaban escondidas en la inaccesible vivienda o trastienda de aquel viejo comerciante: fuegos de Bengala, cofres mágicos, cajas de música de Nuremberg (de donde había escapado el comerciante), libros extraños, polvorientas carpetas llenas de grabados y de apocalípticas historias del pasado y de crímenes todavía muy recientes.
Frente a la tienda del viejo judío, podía verse el inolvidable incendio de luz del vestíbulo del cine Chile. Más allá, antes de llegar a la calle Provenza, la misteriosa bolera abandonada. Después, al llegar a la Diagonal, la residencia para niños sordomudos que parecía un castillo encantado. Y finalmente el colegio, donde, al igual que en el Instituto Benjamenta, no aprendíamos nada, sólo aprendíamos que, si avanzábamos más allá, entrábamos en el fin del mundo.
No hace mucho regresé a ese Paseo de San Juan y vi que nada quedaba en pie de todos mis recuerdos. Regresé al camino que más veces he hecho en mi vida y vi que ha sido arrasado, lo han cambiado con ganas, y no precisamente para mejorarlo. Donde estaba el portal de la luz submarina, hoy puede verse una luz cavernosa y triste. El cine Chile es un vulgar parking que lleva el nombre del antiguo cine. La tienda del viejo librero es hoy el obsceno y desastrado Snack Bar Poppys. En cuanto a la bolera, hoy es una sucursal de una caja de ahorros. El castillo encantado de los sordomudos, el Palau Macaya, un edificio del arquitecto modernista Puig i Cadafalch, se ha convertido en un museo de actividades culturales de un banco catalán. Sólo el colegio permanece idéntico, con sus verjas afiladas como lanzas y sus alumnos de hoy exactamente iguales a nosotros cuando estudiábamos allí y no entendíamos ni aprendíamos nada.
Un extraño panorama para después de esa batalla perdida que es la infancia. Envejecer tal vez tenga su gracia, pero también es cierto que envejecer sirve para comprobar que hemos caminado y que el tiempo ha caminado con nosotros, sirve para comprobar que hemos avanzado por dunas movedizas que en apariencia nos han conducido al término de un trayecto y nos han situado en la punta avanzada de un desierto donde, al volver la vista atrás e intentar recuperar algo de nuestra calle de Arthur, sólo podremos ver un viejo camino en el que el Tiempo ha escrito el fin abrupto de nuestro mundo, del mundo. Sabemos que es el fin del mundo si avanzamos. Sabemos que si damos un paso más allá, desapareceremos. Y nos planteamos darlo, pues pensamos que es lo mejor, recordamos que ya ese paso lo dieron otros antes, y esos otros fueron siempre nuestros exploradores favoritos, los que admirábamos tanto cuando les veíamos difuminarse en las tenaces sombras del vacío.