Pensar en aquel 25 de diciembre en el que murió Walser me ha llevado al día de Navidad de la semana pasada, cuando fui al mediodía a buscar a Morante a la residencia de Campo di Reca en Torre del Greco. Aguanieve en Nápoles, y yo andando bien tapado, con bufanda y cuello alto. Por la tarde de ese día, después del almuerzo en el Café Gambrinus, andando entre la multitud, caminando junto al profesor Morante por las electrizantes calles de Nápoles, recordé que a Robert Walser le bastaba caminar entre el gentío para ser feliz, caminar le parecía tremendamente placentero.
Pensando en ese napolitano día de Navidad de la semana pasada, he ido caminando hacia el Hotel de Suède y hasta he acelerado algo el paso, como si tuviera ya ganas de ponerme a contar la historia de mi segundo paseo con el profesor Morante, ese paseo en el que me inventé mi juventud en el Bronx. Seguramente, en cuanto llegara a mi cuarto, me pondría a relatarlo. ¿O tal vez preferiría releer el libro de Jaeggy? Me he dado cuenta de que caminaba con demasiada ansiedad y he rebajado la velocidad de mis pasos por el boulevard Saint-Germain y me he puesto a pensar en todas esas frases de Walser que, como las de Jaeggy, siempre me parecieron deslizamientos hacia un gélido silencio. Y me ha venido a la memoria el único recuerdo que merece ser rescatado y conservado de mi pasado real. He recordado cómo en Barcelona, en el Liceo Italiano, tomé un día en secreto la decisión de no prepararme para entrar en el mundo, sino para salir de él sin ser notado. Tuvo mérito esto en una escuela como aquélla, en la que, a diferencia del Instituto Benjamenta de Jakob von Gunten, educaban exclusivamente para tener éxito en la vida. Me ha venido a la memoria ese recuerdo y también he recordado cómo yo me decía que, con un poco de suerte, con la obediencia y paciencia que ellos inculcaban, conseguiría tener ese éxito, pero no el que ellos recomendaban, sino un éxito interior.
Ya en esos días del colegio, era yo consciente de que en las aulas nos dedicábamos al simulacro de estudiar cuando en realidad todos, sin excepción, sabíamos que no había nada que aprender. Me gustaba mi escuela porque tenía la impresión de que involuntariamente, con aquellos profesores tan primitivos y necios, en lugar de formar la personalidad (tal como se dice en la jerga pedagógica), la deshacían, la disociaban. Ya me iba bien que fuera así. Sólo me encontraba a gusto en las regiones inferiores, tal como años después descubrí que también le sucedía a Robert Walser. Fijaba mi mirada solamente en los acontecimientos más minúsculos, en todo lo que me parecía provisional, transitorio. No me interesaban las grandes palabras, y si alguna vez había participado en los concursos de redacción del maldito Liceo Italiano y había escrito textos que por su título (Elogio de la patria, por ejemplo) parecían presagiar frases grandilocuentes, la verdad es que en todos esos textos se notaba enseguida que yo tenía una tendencia irrefrenable a moverme en las regiones inferiores, pues tras el arranque majestuoso, que se componía de frases con trascendentales reflexiones sobre el mundo, me desviaba muy pronto hacia las cosas minúsculas, a las que llegaba por una elemental asociación de ideas que me llevaba a territorios nada grandiosos y en cambio muy placenteramente ínfimos y que terminaban derivando hacia un arbitrario punto final de frases que para nada recordaban el solemne y arrogante comienzo.
Durante años fui fiel a las regiones inferiores y me moví con calculada perfección hacia el país de los Ceros a la Izquierda. Fui pues, durante mucho tiempo, aun antes de saber que lo era, fiel a mi futuro héroe moral, Robert Walser, que había escrito: «Si alguna vez una mano, una oportunidad, una ola, me levantase, y me llevase hacia lo alto, allí donde impera el poder y el prestigio, haría pedazos a las circunstancias que me hubieran llevado hasta allí y me arrojaría yo mismo hacia abajo, hacia las ínfimas e insignificantes tinieblas. Sólo en las regiones inferiores consigo respirar.»
Fui fiel a Walser antes incluso de saber que él existía. Y sólo cuando estalló (tan tardíamente, por cierto) mi vocación de escritor público y se editó mi primer libro y éste fue pasablemente bien acogido por los lectores, noté que había traicionado los principios morales que en secreto había yo fundado en el Liceo Italiano del Pasaje Méndez Vigo de Barcelona. Un sentimiento de repugnancia por haber abandonado esos principios y una obsesión constante por regresar a las regiones inferiores me fueron persiguiendo desde entonces, hasta que en Sevilla, en la estación de Santa Justa, di el primer paso para volver a ser el que había sido, para volver a ser aquel que no se preparaba para entrar en el mundo, sino para salir de él sin ser notado. Di allí en Sevilla el primer movimiento para volver a ser aquel que se apasionaba con la idea de hacerse cada día más pequeño para poder llegar a ser un perfecto cero a la izquierda, camino de desaparecer algún día.
Después de todo, si hoy poseo alguna certeza, ésta es la de que hay una gran injusticia en el trabajo artístico. Se escribe con la angustia de verse deshonrado por una obra fallida. El fracaso de una obra supone una gran vergüenza personal, porque uno no ha podido demostrar ni su inteligencia ni su talento. Encima queda uno como un vulgar ambicioso, un trepador de medio pelo. La angustia domina pues la realización de la obra artística, pero lo peor no es eso, lo peor llega cuando no llega el fracaso sino que la obra resulta más o menos lograda y consigue aplausos y, sin embargo, no se obtiene de todo eso ni siquiera una íntima satisfacción. Y es que en realidad no hay nada ahí en el reconocimiento, nada. Una obra lograda vive su propia vida, existe en alguna parte, al margen, y poco puede hacer ya por la vida de su autor. Y encima, para colmo, al autor lo agobian de pronto con superficiales felicitaciones, aplausos de un honor dudoso, grandes manotazos en la espalda, petición de ridículos autógrafos, cartas tétricas de amor, invitaciones a anudarse una soga al cuello en cualquier premio nacional.
Teniendo en cuenta todo esto, no habrá de parecer extraño si digo que hoy, caminando de regreso al Hotel de Suède, andando por el boulevard Saint-Germain, he intentado convencerme a mí mismo de que era una gran suerte ser consciente de que, a fin de cuentas, el doctor Pasavento no había publicado nunca nada y por lo tanto no tenía detrás el peso de una obra, no tenía nada de lo que arrepentirse, podía vivir a fondo su bella infelicidad, su llamémosla «ética del hielo y la desesperación». Feliz de no tener obra, he ido andando inesperadamente radiante hacia el hotel, pensando en una enigmática frase de Walser («Dios está con los que no piensan») y pensando que esa frase, en el caso de que uno la pensara, tal vez venía a decir que sólo en el Dios personal y doméstico de cada uno de nosotros puede surgir la libertad reflexiva. De todos modos, me he dicho con un punto de ironía, ¿de qué me sirve la libertad reflexiva si sólo advierten mi existencia los conductores de coches que temen los problemas que pueda causarles atropellarme?
Ya en mi habitación, he decidido que me pondría a escribir sobre mi segundo encuentro con Morante en Nápoles, nuestro encuentro el día de Navidad. En esta ocasión, tenía que comenzar por el principio, comenzar con esa frase que, nada más verme, me soltó a bocajarro el profesor:
—¿Hasta cuándo duró su juventud, doctor Pasavento?