Esta mañana, he hundido la mirada en los jardines de Matignon, los idílicos jardines del primer ministro de Francia, que es la vista que puedo contemplar desde este cuarto de hotel de la rue Vaneau de París, y he sentido la tan traída y llevada atracción del abismo y poco después un vértigo fuerte que ha hecho que diera un paso atrás y me sentara en la cama. El silencio de la mañana era aterrador, parecía uno de esos momentos de extraña quietud que se dan antes de una gran explosión. He logrado destruir mi vértigo cuando me he acordado de que en el maletín rojo debería haber incluido un ejemplar de una novela que olvidé llevarme de mi casa de Barcelona y que para mí siempre fue un fetiche, un libro que está relacionado con el mundo de Walser. Acordarme de esto me ha calmado. He decidido entonces que iría a la librería La Hune, en el boulevard Saint-Germain, y miraría si tenían algún ejemplar de Los hermosos años del castigo, de Fleur Jaeggy.
Después de todo, me tenía bien merecido un paseo por París tras haber escrito ayer sobre mi primer paseo con Morante en Nápoles. Antes de salir del cuarto, me he quedado pensando en lo perfectas que suenan en italiano (desde hace años, me las sé de memoria) las primeras frases de El paseo, de Walser, y las he recitado en voz alta. Después de todo, estaban relacionadas con lo que me disponía a hacer: «Un mattino, presso dal desiderio di fare una passeggiata, mi misi il cappello in testa, lasciai il mio scrittoio o stanza degli spiriti, e discesi in fretta le scale, diretto in strada.»
Diretto in strada. Es lo que he hecho. He abandonado el cuarto de los escritos o de los espíritus y en unos segundos, bajando por las angostas escaleras, me he plantado ante el pequeño mostrador de la recepción del Suède. Muy cerca de ahí, sentado en uno de los sillones que hay junto a la puerta de entrada, leyendo tranquilamente Le Figaro (que es el periódico que ofrecen en el hotel), estaba Antonio Lobo Antunes. No puede decirse que me haya sorprendido demasiado encontrármelo. Ha levantado la vista del periódico y me ha mirado y, tal como suponía (y deseaba), ha dado signos evidentes de no conocerme a mí de nada. Me he sentado en un sofá cercano, como si esperara que vinieran a buscarme. He jugado con fuego, porque en cualquier momento podía aparecer alguien de Christian Bourgois-éditeur. Pero en realidad el riesgo de ser descubierto no dejaba de excitarme. Por otra parte, al igual que en aquel cuento de Poe de la carta robada, me ha parecido que estaba yo tan a la vista que costaría que se me viera. Desde el sofá cercano, me he dedicado a evocar el manicomio de Lisboa en el que escribe sus novelas Lobo Antunes. Las escribe todos los días en el hospital Miguel Bombarda de Lisboa, un conjunto arquitectónico del siglo XVIII que en sus pabellones alberga enfermos psiquiátricos con distintas características mentales. Durante años, Lobo Antunes trabajó como médico en ese hospital, y aunque hace años que dejó de pasar consulta sigue conservando allí su despacho y es en él donde escribe todas las mañanas cuando está en Lisboa.
He pensado en ciertos parecidos entre Lobo Antunes y el doctor Pasavento que en Nápoles visitaba la residencia de Campo di Reca donde estaba Morante, es decir, he pensado en ese punto en común (de orden médico) que hay entre Lobo Antunes y yo. Me he quedado simulando que miraba hacia la calle, pero en realidad jugando a pensar que estaba controlando, en la medida de lo posible, los movimientos de Lobo Antunes, como si él fuera un paciente mío internado en el psiquiátrico de Lisboa, pero en libertad provisional aquí en París. Y me he puesto a evocar ese hospital Miguel Bombarda en el que nunca he estado, pero sobre el que he leído muchas cosas. Me he quedado recordando —como si hubiera estado de visita allí algún día— a todos esos enfermos que, como si desearan escaparse y salir a la calle, se agolpan, según me han contado, a la entrada del edificio principal, aunque también hay muchos deambulando por los jardines. Y he pensado en ese manicomio en el que escribe todas las mañanas Lobo Antunes y en el que muchos de los enfermos allí recluidos están inscritos con nombres y direcciones falsos, porque es la forma que tienen las familias de deshacerse de ellos y así no tener que volver nunca más a visitarles. Y, sentado ahí en el salón de entrada del Suède, a pesar de la crueldad de esos parientes, me ha entrado de pronto una profunda envidia de todos esos locos de Lisboa que, a diferencia de mí, al menos tienen familiares en el mundo, aunque éstos se hayan desentendido de ellos.
Manteniendo en suspenso mi idea de salir a la calle, he ido al cuarto de las conexiones con Internet y he entrado en mi correo electrónico y he comprobado que sigo sin ser buscado. A lo sumo, algunos mensajes más con respecto a ayer, pero en cualquier caso no he encontrado a nadie planteándose la posibilidad de que haya desaparecido. Nadie me busca, ésa es la realidad. A cada hora que pasa, más dolido me siento. No me esperaba algo así. Creía que, al menos a la larga, mi desaparición se notaría. Ya han pasado casi dos semanas y, aunque algunos puedan creer que sigo de vacaciones de Navidad, algún destello de preocupación por parte de alguien podría haberse producido. Pero la verdad es que nadie se muestra inquieto por saber dónde ando, nadie salvo una admiradora mexicana, que dice que me está buscando y se pregunta dónde estoy:
«Profesor Pasavento: Mi nombre es Violeta Toledo y soy de México D.F. En este momento me encuentro en Madrid tratando de localizarlo, pues traigo conmigo un ejemplar de su último libro y quisiera su autógrafo. Le suplico me ayude, pues he recurrido a mi embajada y a otras instituciones aquí en España y, bueno, por fin encontré su e-mail. Le pido que me dé una cita en Barcelona o en Madrid, donde usted viva o se encuentre ahora, para tener el honor de que firme el ejemplar. Créame que para mí llegar a mi país sin su autógrafo me provocaría grandes estragos.»
Me he quedado perplejo. Incluso el hecho de que me llamara profesor me ha dejado desconcertado, y diría que hasta estragado. Estaba claro que ya no podía quejarme de que no me buscara nadie. Me he sentido muy desgraciado. Para colmo, he entrado en las webs de los periódicos españoles, y allí, tras un largo rato de consultas, he podido comprobar que nadie, absolutamente nadie, da la noticia de que he desaparecido y, por no dar, no dan la menor noticia sobre mí. Esto, que debería haberme encantado (en el fondo, un paso más para desaparecer), me ha dejado en realidad preocupado. He sentido cierto pánico a no ser citado ya nunca más por nadie (ni por mis novelas ni por haberme esfumado) y a convertirme de esta forma en un escritor maldito (hoy en día, a diferencia de antes que estaban desesperados y bebían absenta, los escritores malditos son simplemente aquellos a los que ya no cita nunca nadie), pero pronto he visto que era muy chocante que un doctor y escritor oculto como yo tuviera temores de ese estilo. Es más, me he dicho, ya va siendo hora de que me aleje aún más del escritor conocido que fui y me invente una infancia para mí, no puedo andar por el mundo con mi infancia de siempre, el doctor Pasavento tiene que tener una infancia distinta.
Eso me he dicho en la sala de Internet del Hotel de Suède, y también que si bien la juventud ya la tenía inventada y no en vano en nuestro segundo paseo por Nápoles se la había contado al profesor Morante (una dura pero alegre juventud en el Bronx), los recuerdos de infancia y adolescencia aún no se los había robado a nadie ni me había dedicado a fantasearlos, y ya comenzaba a ser hora de que lo hiciera.
Necesitaba una infancia y adolescencia para así completar mi nueva biografía. Me he dicho esto, y luego he vuelto al salón de la entrada. Había una turista norteamericana con un gran mapa de París, armando un gran revuelo en la conserjería. Pedía, con notable exasperación, que le volvieran a contar cómo podía ir andando hasta la Tour Eiffel. Lobo Antunes ya no estaba. Al comprobar esto, he enarcado una ceja, riéndome de mí mismo. Y es que los desaparecidos como yo disponen de tantas horas libres que hasta les queda tiempo para reírse de ellos mismos. Es tan pavorosamente trágico que yo no tenga a nadie en este mundo que hasta le entran a uno ganas de reír y así al menos sentirse acompañado por la risa propia. Está el consuelo, eso sí, de saber que en realidad la soledad es la manera más pura de comunicarse, pero no me parece un consuelo perfecto.
¿También Lobo Antunes está solo en el mundo? Eso me he preguntado poco después de ver que había desaparecido. Son ganas de hacerse preguntas idiotas, he pensado luego. Si Lobo estaba solo, no era de mi incumbencia y, además, no podía llegar a saberlo, pero lo que estaba claro es que ya no estaba allí. He caído entonces en la cuenta de que, precisamente porque no estaba allí, podía ser que estuviera fuera en la calle con alguien de la editorial de Christian Bourgois, lo cual no dejaba de encerrar para mí el peligro de ser descubierto y que la noticia se expandiera fácilmente a Barcelona.
«Bonjour, monsieur Pasavento», me ha dicho el conserje cuando he pasado por delante del pequeño mostrador. Y me ha parecido que mi apellido había retumbado por todo el hotel. Me he tapado la cara con la bufanda y me he puesto las gafas negras y he salido a la rue Vaneau. Enseguida he visto que no había nadie en la calle, salvo la policía que vigila, noche y día, la residencia de Matignon. Seguía la rue Vaneau bajo los efectos de esa tensión invisible que creí descubrir en una anterior estancia en este rincón de París, es decir, que seguía allí todo ese infernal y sordo horror de mundos a punto de estallar.
En esa calle, tensas energías parecen salir, día y noche, desde la embajada siria en dirección a Matignon, y a la inversa. Ya hoy mismo, una hora antes de que me alcanzara el vértigo, he creído tener visiones extrañas que he acabado relacionando más con mi mente que con la realidad, pero el hecho es que todavía ahora me es imposible prescindir de lo que me ha parecido ver o, mejor dicho, intuir, y que sigo intuyendo ahora (ya se sabe que una fuerte imaginación genera acontecimientos), y que se resume diciendo que mientras la embajada siria y Matignon emiten una especie de constantes ondas eléctricas invisibles que dan a ambos edificios una notable vivacidad, el inmueble donde vivió Marx, por el contrario, parece completamente muerto o dormido.
Cerca ya del boulevard Saint-Germain, al ir a cruzar en rojo un paso de peatones, un coche, que aún estaba muy lejos, ha comenzado a frenar, como si temiera que yo fuera a caer inmediatamente bajo sus ruedas. He quedado casi conmovido, porque me ha parecido que ese conductor, aunque sólo fuera porque atropellar a alguien siempre crea problemas, era en cualquier caso la primera persona que después de mucho tiempo tenía el detalle de fijarse en mí y, por tanto, dar fe de algo que casi empezaba a dudar, dar fe de mi existencia. Y es que ya decía Beckett que ser no es otra cosa que ser percibido.
Luego, en el siguiente semáforo, se me ha ocurrido pensar que tal vez si en lugar de ser hijo único hubiera tenido once hermanas (once, por cierto, como los días que he pasado en Nápoles), alguna de ellas me habría querido, y otro gallo cantaría. Una sola hermana entre las once habría sido suficiente para no estar solo en el mundo. Una hermana con un cutis de rosa y nieve, siempre despeinada, alegre, de ojos ingenuos… Grandes bocinazos. Ha estado a punto de atropellarme un elegante Ford negro. Me he preguntado si imaginar a una hermana podía llegar a ser tan peligroso. ¿No sería aquel automóvil el coche fúnebre que erraba por París, según el título de una novela que yo había imaginado? He pensado que era mejor tomárselo todo con humor. Y he recordado, aún con mejor humor, que uno de los primeros anuncios publicitarios de la casa Ford, uno de principios del siglo XX, decía: «Usted puede escoger el color que quiera, siempre que sea el negro.» He pensado en Nora, mi hija. La droga destruyó la posibilidad de que tuviera yo a alguien en este mundo. Y he terminado andando con un paso más firme del que llevaba, aunque en el fondo era un paso temeroso.
En la puerta de la librería La Hune, en el boulevard Saint-Germain, frente al quiosco de revistas y sentado en el suelo como es su costumbre desde hace años, he visto a ese educado y culto clochard, que yo sé que es amigo de mi antiguo amigo Angelo Scorcelletti. Es un hombre muy refinado, no sólo por su exquisito comportamiento (da los buenos días muy educadamente a los transeúntes que se detienen frente al quiosco o entran en la librería), sino porque se dedica a leer a los clásicos, sentado ahí sobre los cartones que ha dispuesto en el suelo y desde donde contempla, de vez en cuando, el mundo. En ocasiones, se pone de repente de pie —lo he visto más de una vez así— y fuma, con gran ostentación y notable satisfacción, grandes y costosos puros habanos y desconcierta a los paseantes.
Un día, hasta le oí citar a un clásico. Iba yo a entrar en La Hune cuando, como si él supiera que yo soy español, me dijo: «Verme morir entre memorias tristes.» Una cita de Garcilaso. Me quedó grabado aquel momento. Siempre me pareció una suerte —para poder saber más cosas de él— que este hombre fuera amigo del escritor italiano Angelo Scorcelletti. Un día del año pasado, comprando periódicos en el quiosco, me encontré con Scorcelletti y decidí dar el paso que llevaba meses meditando, le pedí que me dijera de qué solía hablar con aquel amigo suyo clochard. Recuerdo que se lo pedí caminando sobre la nieve, porque ese día nevaba en París. Y la historia que Scorcelletti me contó sucedía en un atardecer en el que nevaba también en París y él estaba solo en esa ciudad y, sintiéndose angustiado en su apartamento de la rue de l’Université, decidió salir a dar una vuelta y no encontró a nadie, hasta que por fin tropezó con su amigo el clochard, al que le comunicó su desasosiego de aquel día de invierno. El hombre, por toda respuesta, le invitó a sentarse a su lado y ver el mundo desde su modesta posición a ras de suelo. Y el escritor no dudó en aceptar la invitación. Estuvieron los dos largo rato en silencio, allí en la entrada de la librería, contemplando desde abajo el paso apresurado o errante, pero siempre indiferente, de los transeúntes invernales, hasta que el clochard rompió el silencio para decirle: «¿Lo ves, amigo? Pasan los hombres y no son felices.»
Así que él se consideraba feliz. Cuando pienso en esa historia que me contó Scorcelletti me digo siempre que ese clochard tiene algo de aquellas ballenas felices que describen a los hombres en un relato de Dama de Porto Pim, el libro de Tabucchi sobre las Azores. Las ballenas, en ese breve relato, dicen, con trágica ternura, que los hombres que se les acercan «enseguida se cansan y, cuando cae la noche, se duermen o contemplan la luna. Se alejan deslizándose en silencio y es evidente que están tristes».
El caso es que he visto esta mañana al clochard y, cuando estaba ya a cuatro pasos de él, me he preguntado si no andaría por ahí Scorcelletti y también me he preguntado qué haría si me lo encontrara. ¿Trataría de que no me viera y me pondría directamente la bufanda sobre las gafas? ¿O me presentaría ante él como un admirador suyo, como el doctor Pasavento, y le pediría un autógrafo con el mismo entusiasmo con que me lo pedía por correo electrónico la estragada Violeta Toledo estragándome a mí? He seguido avanzando, he dado cuatro pasos y, al cruzar el umbral de la librería, el clochard me ha dado, con voz cálida y susurrante, los buenos días y no me he atrevido a devolvérselos. Antes de encontrar el libro de Jaeggy, me he dado casi de bruces con una novedad literaria, una novela cuyo título, El atentado de la rue Vaneau, me ha sorprendido. He visto que Marc Pierret era su autor. La he ojeado un buen rato y me ha parecido que hablaba de un salvaje atentado que habría tenido lugar cerca de la casa de André Gide, en la rue Vaneau. Todo pura ficción, lo que me ha representado cierto alivio. Un escritor llamado Louvetard, justo antes de morir, lee en la pantalla del ordenador un sorprendente silogismo asesino. Si he entendido bien, ese silogismo dice: «Todos los escritores son mortales. Para algunos de ellos, borrarse sigue siendo la mejor corrección. Allah Akbabar.» He cerrado el libro, no he querido leer más. Puede que haya entendido mal. En cualquier caso, he creído ver que se juntan en el libro una fetua, un escritor, la muerte y la rue Vaneau. Demasiadas coincidencias con mi vida. O tal vez no.
He cerrado esa inesperada novedad literaria y he preguntado si tenían Les années bienheureuses du châtiment (Los hermosos años del castigo) y me lo han encontrado pronto. Antes de comprarlo, he leído allí mismo, con felicidad, esa primera página tan walseriana del libro de Fleur Jaeggy: «A los catorce años yo era alumna de un internado de Appenzell. Lugares por los que Robert Walser había dado muchos paseos cuando estaba en el manicomio, en Herisau, no lejos de nuestro instituto. Murió en la nieve. Hay fotografías que muestran sus huellas y la posición del cuerpo en la nieve. Nosotras no conocíamos al escritor. Ni siquiera nuestra profesora de literatura lo conocía. A veces pienso que es hermoso morir así, después de un paseo, dejarse caer en un sepulcro natural, en la nieve de Appenzell, después de casi treinta años de manicomio en Herisau. Es una verdadera lástima que no hubiésemos conocido la existencia de Walser, habríamos recogido una flor para él. También Kant, antes de morir, se conmovió cuando una desconocida le ofreció una rosa. En Appenzell no se puede dejar de pasear.»
Aunque no debería haberlo hecho porque deseo acabar con todo mi pasado (o al menos dejar que se infiltren en mí una segunda infancia, adolescencia y juventud), he pensado en mi colegio, el Liceo Italiano de Barcelona, y después, por una perversa asociación de ideas, en los manicomios de todo el mundo, sobre todo en el de Herisau. He pensado un buen rato, allí mismo en la librería, en temas como la soledad y la locura, temas que Walser y Jaeggy comparten a menudo, aunque sus estilos son muy diferentes, atravesados ambos, eso sí, por un parecido exquisito sentimiento de malestar. He pensado en esto y luego he comprado el libro y he salido al boulevard Saint-Germain y, mientras iniciaba ya el camino de regreso al hotel, he vuelto a pensar en lo mucho que me gustaría pasear algún día por la región de Appenzell, ir a Herisau y ver el manicomio donde Walser, que estuvo allí veintitrés años encerrado, encontró su sepulcro natural en aquella Navidad de 1956.