Dirigiéndome hacia Campo di Reca, fui pasando revista a todo lo que sabía de Morante. Si no me equivocaba demasiado, el profesor procedía de una familia de Toledo que se había trasladado a vivir a Barcelona en los años treinta y que, tras la caída de la República, se había exiliado, primero al sur de Francia, a Albi, y después a Roma, donde el joven Ricardo había estudiado en un instituto de la Via Babuino (él siempre hablaba de ese instituto y de esa calle romana que para él era el centro del universo) y ganado unas oposiciones que habían terminado por llevarle a Génova, donde bien temprano había tenido sus primeros trastornos mentales pasajeros, que le habían conducido a llevar una vida entre los sanatorios y las aulas. En la época en que yo le conocí, superadas algunas crisis y gracias a la recomendación desde Madrid de un alma caritativa, había entrado a trabajar, ya con cincuenta años, en el entonces recién inaugurado Instituto Cervantes de Nápoles, donde tuvo nuevas crisis que siempre logró remontar, hasta que, años después de que yo dejara la ciudad, le llegó un ataque mental casi irreversible, a las puertas de su jubilación.
Una crisis definitiva, al estilo de un Walser, volví a pensar. El destino de Morante, salvando todas las insalvables distancias, parecía, en efecto, guardar cierto paralelismo con el de Walser, del mismo modo que el de éste guardaba un paralelismo extraño con el de Hölderlin. Recordé las conmovedoras palabras de Walser sobre la demencia y el silencio de Hölderlin a lo largo de esos treinta y seis años que pasó encerrado en la torre de Tubinga: «Estoy convencido de que, en su largo periodo final, no fue tan desdichado como se complacen en pintárnoslo los profesores de literatura. Poder dedicarse tranquilamente a soñar por los rincones, sin tener que estar haciendo los deberes todo el rato, no es ningún martirio. ¡Sólo la gente hace que lo sea!»
Cuando llegué a la residencia de Campo di Reca, en Torre del Greco, el profesor Morante, junto a una joven enfermera, ya me estaba esperando, algo inquieto, en el extremo superior de la escalera que conducía a la entrada de aquel centro. El profesor Morante, que cultivaba cierto parecido con el Vittorio de Sica de los últimos años, vestía de forma elegante y no había perdido —es más, había aumentado— su encanto de otro tiempo. Llevaba un impecable, aunque viejo, traje a rayas que me recordó bastante el del pasajero del tren de Sevilla, y en la cabeza un pequeño sombrero de fieltro, que más tarde, ya en un bar de un pueblo junto al Vesubio, cuando se cansó de «sentir su peso en la cabeza», se quitó llevándolo junto a sí, a un lado de su cuerpo, en un gesto que tanto mi abuelo (según las fotos que he podido ver), como el abuelo de W. G. Sebald (según ha contado éste), como también Robert Walser (por las fotos que en su momento le hiciera su amigo Carl Seelig) acostumbraban a hacer cuando salían a dar un paseo.
«Bienvenido, herr doctor», me dijo un sonriente Morante. No dando muestra alguna de acordarse de mí, me alargó la mano desde lo alto de la escalera para estrechármela muy caballerosamente. La enfermera me dijo: «Doctor Pasavento, le estábamos esperando, tendrá que firmar un permiso, un breve trámite.» La seguí, fui a una oficina, donde saludé al doctor Bellivetti, y me tomaron los datos, firmé unos papeles, todos como doctor Pasavento, me sentí muy feliz al poder actuar por fin de aquella forma, como el doctor en psiquiatría que era.
Conversé con el doctor Bellivetti acerca de algunos problemas mentales relacionados con el consumo de opio, y la breve conversación entre colega y colega se adentró por rutas inesperadas. El doctor Bellivetti tenía unos cuarenta años y un aire de hombre moderno, llevaba un arete en la oreja izquierda, fumaba en una pipa pop y adoraba a Lacan, aunque daba la impresión de haberlo leído muy mal, si es que lo había leído. Parecía un tanto pedante y sobre todo esnob. «Pero, bueno, doctor Pasavento, eso ya lo decía Lacan…», me interrumpió varias veces. Utilicé teorías de psicoanálisis que había aprendido en mi juventud en las clases que daba el profesor Oscar Massota en Barcelona y la verdad es que me lucí, quedé de lo más brillante y convincente ante aquel médico-jefe, que, por otra parte, no era precisamente una lumbrera.
El profesor Morante, de pie en el umbral del despacho y acompañado de la enfermera, escuchaba en riguroso silencio —como si estuviera asombrado de nuestros conocimientos y hasta asustado— la conversación entre los dos médicos psiquiatras, a cuál más pedante. De vez en cuando, yo citaba al mítico Ronald D. Laing, el doctor que en los años sesenta fue el adalid de la antipsiquiatría. Y me divertía ver lo perdido que el doctor Bellivetti andaba en este tema.
Cuando terminó la competición para ver quién de los dos era más sabihondo, salí finalmente a pasear con el profesor Morante. La enfermera nos deseó un feliz almuerzo y los dos nos quedamos mirándola, embobados durante unos segundos. Recordaba a una actriz de Hollywood, pero no sabía yo a cuál. Le pregunté a Morante si la enfermera no le recordaba a alguien. «A ella misma», me respondió seco y taciturno. Poco después, iniciamos nuestro paseo. Ante todo, quise asegurarme —en la medida que me fuera posible— de que yo también le recordaba únicamente a mí mismo, es decir, al doctor Pasavento, al que acababa de conocer. Para averiguar esta cuestión, le dije: «¡Y pensar que me quitó usted una novia!» «¿No habrá venido a hablarme todo el rato de mujeres?», me respondió sonriente Morante, no aclarándome con su respuesta nada. «Entonces, ¿se acuerda de Leonisa?», le pregunté. Me miró de arriba abajo, como si hubiera llegado el momento de estudiar cuál era mi aspecto físico y mi manera de vestir. Estuvo unos segundos allí inmóvil, examinándome, parecía reprocharme algo, pero no sabía yo muy bien qué podía ser. Le vi mirar fijamente uno de los botones de mi abrigo. En lugar de mirar el abrigo completo —comprado en Venecia hace quince años y del que durante un tiempo tan orgulloso estuve, tal vez por su color rojo burdeos que yo sabía que no pasaba desapercibido—, se fijó sólo en un botón.
«Si los botones o, mejor dicho, las mujeres supieran aburrirse, podrían llegar a convertirse en hombres», dijo finalmente. Me pregunté si no era una frase hermética un tanto forzada, una frase para hacerse pasar por loco, tal vez. Y también me pregunté si no estaría tratando de decirme que, dijera yo lo que dijera, pensaba él actuar siempre de tal forma, que me resultara imposible saber si realmente a mí me veía como doctor Pasavento o más bien como a un pobre tipo al que le había robado, en otro tiempo, una novia llamada Leonisa. De modo que cambié de tema enseguida, pensé que cualquier cosa era preferible a que, en lugar de verme como a un afable y sabio doctor en psiquiatría, me viera como a un profesor al que le habían quitado una amante. Al hilo de lo que él me había dicho, le hablé del aburrimiento. Le pregunté si realmente creía que los hombres se aburrían y las mujeres no. «Ante todo», dijo, «antes de contestar a su pregunta, debería yo saber adónde vamos, adónde quiere llevarme, herr doctor.» Lo dijo como ilusionado, como si fuera un niño al que iban a sacar de paseo y estuviera fascinado ante la perspectiva. Chirriaba algo, eso sí, lo de herr doctor, que parecía puntuar irónicamente sus palabras. Después de estudiar varios lugares posibles, decidimos ir algo lejos, aunque al mismo tiempo lo suficientemente cerca para que pudiera él estar de retorno en Campo di Reca a la hora que yo había pactado con el doctor Bellivetti.
Tomamos un autobús en Via Enrico de Nicola, en una parada próxima a la residencia, y nos dirigimos, por una carretera secundaria, a los desperdigados pueblos que están en las laderas del Monte Vesubio. Apenas hablamos durante el trayecto y yo a veces tenía la impresión de que él desconfiaba enormemente de mí. De todos modos había que pensar que, si realmente no recordaba que nos habíamos tratado mucho en una época que tampoco es que fuera tan lejana, era muy lógico que desconfiara de aquel doctor nuevo que había aparecido a las puertas de su residencia. Al mismo tiempo, el hecho de que recelara se contradecía con su distendido y confiado saludo en la puerta de entrada. De una forma exclusivamente provisional, llegué a la conclusión de que su locura era ante todo ambigua, a veces real y otras muy fingida, lo que significaba que en realidad se acordaba a veces perfectamente de mí, algo que no tenía por qué molestarme pues, a fin de cuentas, lo que me interesaba era que me permitiera ensayar mis primeros pasos en firme como doctor Pasavento, ir descubriendo yo mismo quién era yo, es decir, quién era ese doctor en el que me había convertido.
Bajamos del autobús en uno de los pueblos de las laderas del Vesubio y decidimos ir a tomar unas cervezas a un bar de las afueras de ese pueblo, un bar que era también restaurante y donde vimos que podíamos quedarnos a comer. Era un lugar confortable, con terraza y vista al volcán. Por el frío, decidimos quedarnos en el interior del bar, pero próximos a la panorámica cristalera que colindaba con la terraza. De música ambiental sonaba en esos momentos O sole mío, en la versión rara y extrañamente bella de la cantante napolitana Pietra Montecorvino. ¿Podía el profesor Morante beber alcohol? Se lo pregunté y, con cierta ironía y con su demencia ambigua, contestó: «Potencia mi locura.» Le dije enseguida: «Los locos nunca dicen que están locos. ¿No lo sabía?» Sonrió. «Y usted seguramente no sabe que donde hay dos locos nunca hay más de dos locos», respondió.
Apenas había clientes en el local. Nos atendió una camarera gruesa y bajita, casi ofendida porque la habíamos molestado, ya que estaba en aquel momento comiendo. Estuvimos callados un buen rato, hasta que decidí romper el hielo, le pregunté si le gustaba contemplar el volcán. Una pregunta a todas luces absurda, porque en ningún momento había él mostrado interés por la montaña y sí en cambio por el cielo. Pero pensé que una pregunta incoherente podía producir más palabras de respuesta que una pregunta convencional. Me miró entre extrañado y divertido. Volvió a mirar hacia arriba, y luego dijo: «Soy el último escritor feliz.» Iba a preguntarle por qué decía eso cuando añadió: «Me encantan las nubes, por ejemplo. Una nube puede ser tan sociable como un buen y callado compañero.»
Entendí que me instaba a seguir callado. No era lo que más me interesaba a mí, que necesitaba que de vez en cuando él me llamara doctor Pasavento. «Y, bueno, ¿cuál es su misión, doctor?», me preguntó de repente. No tenía yo prevista esta pregunta y le respondí lo más rápido que me fue posible, en cuanto se me ocurrió algo. «Escucharle. Ante todo, escucharle, profesor Morante», le dije. Me miró muy extrañado. «¿Y por qué ha venido del extranjero para escuchar?», preguntó. Era una cuestión muy atinada y difícil de responder, difícil incluso de que me la respondiera yo mismo, pues realmente cabía preguntarse qué diablos hacía yo con un anciano loco en las laderas del Vesubio. Inventé de nuevo sobre la marcha: «Me darán trabajo en la casa si salgo intacto de la difícil misión que me han encomendado y que tiene mucho que ver con usted.» «¿Tiene que ver conmigo, herr doctor?», dijo. Y, como si estuviera de repente ilusionado, quiso saber en qué consistía la misión. «En saber escucharle, como ya le he dicho», contesté. «¿Pero escuchar qué?», preguntó. Tuve unos momentos de duda, y acabé respondiéndole lo primero que se me ocurrió y que, por cierto, me salió del alma: «Escuchar lo que yo consiga que usted me cuente. Por ejemplo, me gustaría que me explicara sobre qué escribe en esas cuartillas en las que se le ve trabajar en la biblioteca todos los días.» Se quedó muy pensativo. «¿Por qué le interesan mis microtextos?», dijo finalmente. No me atrevía a mirarle a los ojos. Me pareció que no tardaría en llover a cántaros, por momentos el cielo se estaba ennegreciendo con peligrosidad. «Va a llover», dije. Y él se puso a reír y dijo que ya había llovido unas horas antes y luego dijo que sentía demasiado el peso de su sombrero en la cabeza y se lo quitó, llevándolo junto a sí, a un lado de su cuerpo. «¿Los llama usted microtextos?», pregunté.
Era inevitable no recordar que Robert Walser, a partir de la década de los años veinte y hasta 1933 (año en que entró en el primero de sus dos manicomios, el de Waldau, y cesó toda actividad literaria), produjo lo que posteriormente se conoció como microgramas, textos escritos a lápiz en letra minúscula no sólo sobre hojas en blanco sino también sobre recibos, telegramas y otros papeles por el estilo. Durante mucho tiempo se había pensado que esos textos estaban redactados en un tipo de escritura indescifrable inventada por el propio Walser, hasta que se descubrió que se trataba simplemente de cursiva alemana corriente, escondida, eso sí, detrás de la pequeñez del trazo.
Morante, en cualquier caso, escribía sus microtextos en el manicomio mientras que Walser cesó toda actividad literaria cuando fue ingresado primero en el sanatorio de Waldau y posteriormente en el de Herisau. Sin embargo, era inevitable no reparar en la semejanza entre las palabras microtexto y micrograma, que era algo que también parecía aproximar a las figuras del profesor Morante y Walser, aunque en otros muchos aspectos eran, como pronto no tardaría en comprobar, dos personas muy opuestas.
«Bueno», comenzó diciendo, mirando por vez primera al volcán, «le agradezco su disposición a orientar el oído hacia uno de mis microtextos. Pero conviene que sepa que jamás llegará al final de lo que yo le cuente, del mismo modo que esto no es un comienzo, aunque puede que, en compensación, estemos en el comienzo de nuestra amistad.» Le dije la verdad, le dije que no sabía qué había intentado exactamente indicarme con aquello y que si podía yo anotar la frase en mi cuaderno de notas para estudiarla por la noche en mi hotel. Enarcó una ceja, se quedó pensativo. Miró el cuaderno de notas Moleskine —el segundo ya que utilizaba desde que desapareciera en Sevilla— y miró mi lápiz con el que, por cierto, cada día hacía yo una letra más pequeña.
Vio el cuaderno de escritura apretada. «¿Qué pone usted ahí tan comprimido?», me preguntó. «Nada», le dije, «me cuento a mí mismo lo que me viene ocurriendo desde hace unos días, pero también me sirve para tomar notas médicas, como es ahora el caso.» «¿Y de esas notas qué tiene usted que estudiar preferentemente esta noche en el hotel?» No sabía qué decirle, no le había dicho que tuviera que estudiar las notas. «¿Y cómo se llama el hotel?», preguntó. Le di el nombre del Troisi, e inauguré mis notas médicas. Él anotó en la servilleta el nombre del hotel y lo guardó en un bolsillo de su pantalón. Sonrió enigmáticamente. Sucedía —vino poco después a decirme— que casi en el sitio exacto en el que estábamos, en esa carretera que subía al volcán, transcurría una secuencia muy interesante de Viaggio in Italia, la película de su vida.
La película de su vida, lo repitió dos veces. Y también sucedía, dijo, que durante mucho tiempo él había trabajado en un microtexto sobre esa carretera o, lo que venía a ser lo mismo, en un escrito que partía del comentario de una secuencia de esa película de Rosellini, sin saber adónde exactamente iría a parar su ensayo. Lo había terminado ese ensayo y seguía sin saber adónde le habían llevado sus palabras. Le gustaban, me dijo, ese tipo de microtextos que él ponía en marcha como si se tratara de un paseo errático en el que, en cualquier momento, si le apetecía, podía irse por las ramas, pues a fin de cuentas no sabía en ningún momento, en el terreno ensayístico, adónde se dirigía, suponiendo que fuera a alguna parte. «Cosas de loco. Por esto me tienen encerrado», concluyó, mirándome irónicamente.
Le pregunté si había leído a Walser y me miró con expresión de no enterarse de nada, hasta que por fin reaccionó y dijo que ni una sola línea conocía de ese autor, pero que había oído hablar de su ridículo entusiasmo por la vida de los mayordomos. «¿Y no sabe que estuvo recluido muchos años en un sanatorio?», le pregunté. Me respondió con otra pregunta: «¿Fue mayordomo en ese manicomio?» Y luego me dijo que le preocupaban más otras cosas: «El abrumador avance de la ciencia, por ejemplo. Los agujeros negros. Los agujeros son más interesantes que los mayordomos. ¿No ha pensado alguna vez en ellos, herr doctor?» Me cogió por sorpresa, no supe qué decir. Morante bebió un trago de cerveza y, como si supiera que en aquel momento estaba yo algo desprotegido, pasó a narrarme su microtexto sobre los alrededores del Vesubio y empezó diciéndome que en los días de su segunda juventud, hacia los años setenta, todo era obligatorio y debía hacerse con un gran orden. Las cosas, por ejemplo, comenzaban todas por el principio y acababan por el final. Por eso, en esos días, habían sido una gran sorpresa para él, y no las había olvidado nunca, unas declaraciones del cineasta Godard en las que decía que le gustaba entrar en las salas de cine sin saber a qué hora había empezado la película, entrar al azar en cualquier secuencia, y marcharse antes de que la película hubiera terminado. Seguramente Godard no creía en los argumentos. Y posiblemente tenía razón. No estaba nada claro que cualquier fragmento de nuestra vida fuera precisamente una historia cerrada, con un argumento, con principio y con final.
El punto y aparte era algo intrínseco a la literatura, pero no a la novela de nuestra vida. A él le parecía que cuando escribimos, forzamos el destino hacia unos objetivos determinados. «La literatura», me dijo, «consiste en dar a la trama de la vida una lógica que no tiene. A mí me parece que la vida no tiene trama, se la ponemos nosotros, que inventamos la literatura.»
Pensé que seguramente estaba muy de acuerdo con él y con sus sensatas palabras. ¿Podía decirse de alguien que hablaba de esta forma que estaba loco? Pensé que sí, que podía decirse, del mismo modo que la locura de Alonso Quijano demostraba que los libros y la cultura tenían algún tipo de veneno mental. Pero, en cualquier caso, Morante hablaba —siempre había sido así— con más inteligencia que un profesor común. Y decía cosas con las que no podía yo estar más de acuerdo, como eso de que la vida no tenía trama y que éramos nosotros quienes se la poníamos, por ejemplo. Yo también pensaba eso. Lo sigo pensando. El viaje, por poner ahora un ejemplo casi evidente, resultó ser en la antigüedad la trama ideal, porque descubrieron que si algo tenía un comienzo y un final, ese algo era el viaje. Entonces no se sabía todavía lo que era contar una historia, pero sí perfectamente qué era un viaje. Los viajes tenían un comienzo y un final. Eso ponía un orden a las cosas si uno quería contar una historia y acotarla de forma que empezara y terminara. Por eso seguramente la Odisea, con su recuento de un viaje, es una de las primeras historias que se contaron. Hoy sabemos que cualquier persona que sale de viaje puede repetir la experiencia de Ulises, salvo que haya decidido no regresar nunca a casa. En el momento de salir el avión, siempre se pone en marcha una historia que tendrá un final al regresar a casa, salvo que hayamos entrado en esa fuga sin fin de la que hablaba Roth. Pero, ahora bien, ¿en qué momento realmente empezó esa historia? ¿Fue al facturar la maleta o cuando paramos un taxi para ir al aeropuerto o cuando la azafata nos sonrió al darnos los periódicos o cuando, diez años antes, comenzamos a soñar en ese viaje o bien cuando nos dormimos durante el vuelo y soñamos que no volábamos?
Lo que a Morante más le había llamado siempre la atención de Viaggio in Italia era que Rosellini, ya en el primer segundo de la primera secuencia de la película, creaba en los espectadores la impresión de que habían entrado en la sala con la película comenzada. «Con esa primera secuencia», me dijo, «yo creo que Rosellini era consciente de que, dado que la vida es un tejido continuo y dado que cualquier principio es arbitrario, una narración puede empezar en un momento cualquiera, por la mitad de un diálogo, por ejemplo. ¿No lo ve usted también así?»
Miré al Vesubio y pensé que, en efecto, también yo lo veía así, lo sigo viendo así. La película Viaggio in Italia comienza con una secuencia inicial en la que el espectador entra de golpe en medio de una discusión trivial —que se nota que debió de comenzar ya hace rato y no tuvo seguramente un arranque bien definido— de un matrimonio inglés (Ingrid Bergman y George Sanders) que viaja en coche por el sur de Italia. Y es curioso porque entramos en algo que no sabemos cómo ha empezado y que, sin embargo, entendemos inmediatamente, aunque al mismo tiempo no podemos decir que lo entendamos demasiado, ya no sólo porque no entendemos nada del mundo, sino porque, además, tenemos la impresión de habernos adentrado en una película de la que nos faltan las primeras secuencias o, si se prefiere, de habernos adentrado en un libro del que nos faltaría la primera página.
«En efecto», le dije a Morante, «estoy en todo de acuerdo con usted, y no sólo porque mi trabajo me obligue a no llevarle la contraria. Estoy de acuerdo porque también yo creo que la vida es un tejido continuo y que, por lo tanto, cualquier comienzo de una historia es arbitrario. Por ejemplo, ¿en qué momento exacto nos hemos conocido usted y yo?» Morante sonrió feliz y dijo: «Mire ese pájaro», señaló un colibrí que en la terraza bebía agua graciosamente y, levantando la cabeza, se la echaba garganta abajo, «seguramente usted y yo comenzaremos a conocernos de verdad en el momento mismo en que ese pájaro remonte el vuelo.»
Parecía un sabio o un cuentista chino. Apuré la cerveza, era la segunda que tomaba y comenzaba a tener hambre. Iba a preguntarle si quería que almorzáramos allí cuando el colibrí voló y Morante, al verlo, se puso a hablarme del día en que se durmió en un avión leyendo una novela y soñó que no volaba, que era un aduanero sellando pasaportes en el centro de la tierra. Pedí la carta a la camarera y luego le dije a Morante: «Mi obligación es escuchar, pero si no estuviera obligado a hacerlo, también estaría a gusto con usted, escuchando sus reflexiones sobre el comienzo y el fin de las historias, pues la verdad es que, aparte de que se ha despertado en mí cierta vocación de filántropo, me sobra el tiempo aquí en Nápoles. Por eso escribo en ese cuaderno todo lo que me va pasando, lo escribo casi convulsivamente. Los días son muy largos y a mí me los soluciona este lápiz.» Le señalé el lápiz con el que escribo estas líneas. Me miró y sonrió, me dijo con cierta ironía que no le tocaba a él escucharme, pero que si deseaba que también «su humilde persona no médica» atendiera, lo haría. «Sepa simplemente», le dije, «que me encanta escucharle y tomar algunas notas, porque yo a usted le admiro desde hace más años de los que puede imaginar. Ahora bien, debería decirme de qué trata esencialmente su microtexto sobre esta carretera junto al Vesubio, aún no he acabado de situarme en su carretera, o en su ensayo, como prefiera.»
«Perdone, pero ¿ha dicho usted que se sentía un filántropo?», preguntó, repentinamente, con expresión contrariada. Pensé que tal vez no debería haberme calificado a mí mismo de esa forma, pues a fin de cuentas un filántropo es alguien que ama a sus semejantes y Morante daba la impresión de que no necesitaba amor, sino que le escucharan, y, además, que lo hicieran con profesionalidad. En cualquier caso, ya no podía echarme atrás. Morante miró de nuevo al volcán y me dijo: «Pues mi microtexto yo creía que lo había terminado en la residencia, pero ahora veo que se sigue escribiendo aquí en este restaurante, a medida que usted y yo hablamos. Mi microtexto trata, querido filántropo, de cómo en realidad usted y yo nos hemos conocido, hace tan sólo un instante, este mediodía en las laderas del Vesubio, cuando voló el pájaro en esa terraza. Y trata también de cómo somos los únicos habitantes de este momento, que nadie sabrá decir nunca cuándo ha comenzado.» Asentí con la cabeza, como si le hubiera entendido perfectamente, y tomé las convenientes notas para recordar la frase. «En realidad», añadió, «mi microtexto es una reflexión sobre la ausencia, la desaparición de una certeza que hasta hace pocos años era entre nosotros inconmovible, la certeza de que todo tuvo que empezar en algún momento.»
También anoté esto y llamé a la camarera para encargar ya la comida. Morante volvió a ponerse el sombrero. «Es verdad que va a llover, vuelve la lluvia de primera hora de esta mañana», dijo. Y volvió a quitarse el sombrero. «¡Pero aquí estamos bien cubiertos, herr doctor!», dijo algo exaltado sonriendo como un niño. Parecía, en efecto, tal como me había dicho, un escritor feliz. ¿Había yo visto otro escritor feliz alguna vez? Pensé de nuevo en todos esos escritores que en vida, tras haber publicado algún libro, se escondieron para siempre de las miradas del mundo. Me habían dado siempre una gran envidia y siempre me habían parecido felices. Y a ellos, con mi escritura privada de doctor en psiquiatría temporalmente retirado, esperaba pronto poder parecerme. De hecho, cabía la posibilidad de pensar que había pasado ya a ser totalmente un escritor secreto.
Almorzamos el profesor Morante y yo casi todo el rato en silencio. Prácticamente sólo abrí la boca para decirle que me gustaría que volviéramos a vernos dos días después, el día de Navidad, podíamos dar un paseo en un escenario distinto, tal vez más cerca de la residencia. «Podríamos seguir hablando de ese misterioso lugar donde comienzan las historias», le dije. «¡Un paseo el día de Navidad!», me contestó con un extraño brillo en la mirada. «Sí, ¿por qué no?», le dije, sólo relativamente satisfecho de que a él le complaciera la idea. «¡Qué gran propuesta! Yo no tengo a nadie nunca, y menos ese día. ¿Tampoco tiene usted a nadie en Navidad? Si viene a buscarme, daremos un paseo distinto al de hoy, sí. Además, le propondré un tema diferente, otro microtexto, lo escribiré especialmente para usted, ¿qué le parece, herr doctor?» Me quedé callado, sin saber qué decirle. «Lo escribiré en Nochebuena y no hablaré sobre la Nochebuena», dijo sonriendo satisfecho de sí mismo, como si creyera que había dicho una frase ingeniosa.
Tenía yo la impresión de que, por lo que fuera, había en el profesor Morante una parte que me atraía y otra, en cambio, que me repelía. Atracción y repulsión parecían corresponderse con sus momentos de sensatez o de locura. Sensato lo estuvo cuando, terminado el segundo plato, me dijo: «Me gusta su serenidad. Me recuerda aquello que decía Petronio de que un médico no es más que un consuelo para el espíritu.» Le di las gracias. «De todos modos», dijo, «no le veo interesado por los avances de la ciencia.» Callé, no sabía por dónde iba él y, además, no sabía si en el fondo se reía de mí. Él también se quedó callado. Se produjo un largo silencio, hasta que dijo: «¿Sabe usted que tal vez no deberíamos preocuparnos tanto por nosotros mismos, por nuestro yo, pues dicen que la conciencia es simplemente una neuroquímica que muy pronto conoceremos? ¿Sabía eso, mi querido Petronio?»
Me quedé unos segundos bastante desarbolado. No había ido hasta allí para oír que me llamaba Petronio sino para consolidarme como doctor Pasavento. Por otra parte, andando como andaba yo algo obsesionado con la historia de la subjetividad en el mundo occidental y obsesionado también por consolidar mi personalidad de doctor, la sola posibilidad de que fuera cierto lo que Morante me decía —que un día no muy lejano pudiera ver mi nuevo yo convertido en un simple escombro neuroquímico—, no podía resultarme más frustrante. Sentí que protestar era mi obligación y le dije a Morante que recordara que para contestar a la pregunta qué soy yo, Montaigne había emprendido el estudio o, más exactamente, el ensayo de su individualidad, intentando, al mismo tiempo, encontrar una regla de vida, una ética; en una palabra, lo que el propio Montaigne llamaba mi ciencia. Ésa, le dije a Morante, era la ciencia que seguía interesándome, y no aquella de la que me hablaba y que lo convertía todo en un lamentable potaje neuroquímico.
«¿Y qué se hizo de Montaigne, aprobó finalmente el curso?», me preguntó haciéndose de repente el loco y como quien pregunta por un compañero común de colegio. No era fácil contestarle. Callé. Dijo entonces algo a lo que no le encontré un claro sentido, dijo: «El mismo día pasa.» Le pregunté qué significaba lo que había dicho. «Me gustaría», me respondió, «poder facilitar la comprensión de mi frase, pero, honestamente, no puedo hacerlo.» Callé de nuevo. ¿Qué decir o hacer ante algo así? Estuvimos en silencio otro buen rato. Sentía que no me serviría de nada preguntarle si fingía, si se hacía el loco. De nada me serviría. Y yo, por cierta higiene mental, comenzaba ya a necesitar saber si él creía estar ante un doctor en psiquiatría o ante Andrés Pasavento.
A la hora de los postres, nos partimos un exquisito tiramisú napolitano, que tuvo la virtud de ayudarme a recuperar la sintonía con mi acompañante, e incluso de ponerme a la altura de su felicidad y buen humor. Claro está que para eso tuve que olvidarme de si me veía como Andrés o como doctor en psiquiatría. Reímos al unísono, fue un momento con duende. No duró mucho, de todos modos, ese momento perfecto. Y es que de pronto cruzó por mi mente una idea fría. Se lo dije literalmente así a Morante: «En estos precisos instantes se está paseando por mi cerebro una idea fría.» Lo dije de una forma que el trastornado mental parecía yo y no él.
La idea fría no era nueva, estaba relacionada con mis ansias de desaparecer. Se lo dije. Supongo que le hice esa confesión con la idea de ver si por fin podía averiguar si existía una callada complicidad entre los dos, es decir, averiguar si me había reconocido, pero prefería no decírmelo. Me confesé ante él y le hablé, largo y tendido, de mi obsesión por el tema de la Desaparición en general. Me escuchó con interés, pero, cuando terminé de hablar, no comentó nada. Tal vez un aspecto notable de su personalidad de ambiguo demente era su facilidad para hacer como que escuchaba y en realidad ausentarse. Me dije: ¡Dios mío, él sí que sabe desaparecer! Y luego pensé en algo que había dicho Walter Benjamin acerca de Robert Walser: «Podría decirse que al escribir se ausenta.»
Cayeron las primeras gotas de lluvia y, antes de que se pusiera a diluviar, salimos del local y fuimos al pueblo, y luego a la parada de autobús, e iniciamos el regreso. Lento regreso. Le pregunté si de verdad no había casi oído hablar de Walser. «¿Otra vez quiere hablar del mayordomo?, ¿qué le interesa de él?», dijo. «Muchas cosas», le contesté. «¿Cuáles?» Un largo silencio. «Pues por ejemplo», dije, «le fascinó una actriz que, en una representación de Maria Stuart de Schiller, interpretaba pésimamente su papel, con muchas carencias. Eso le encantó. Él opinaba que carecer de algo también tiene fragancia y energía.»
Morante volvió a quedarse ausente. Al poco rato, probé a ver si esta vez me escuchaba. «En una de sus novelas, en Jakob von Gunten», le dije, «explicaba que la casa señorial de su familia carecía de jardín, y que, sin embargo, eso no era ni mucho menos horrible, pues todo lo que se veía más allá de la casa era un jardín bellísimo, impecable y dulce. Las carencias sólo tenían encanto para él, ya ve.» De nuevo ninguna reacción de Morante. «¿No le ha interesado lo que le he dicho o simplemente se ha ausentado?», me arriesgué a decirle. «De lo que me ha contado, sólo recuerdo la palabra teatro», me respondió en un tono que me pareció deliberadamente autista.
No tardé en cambiar de conversación, pues comprendí que era lo mejor, andaba en un callejón sin salida y Morante daba la impresión de ausentarse cuando le convenía. De modo que cambié de tema. Y al poco rato ya estábamos enfrascados en una charla sobre el San Carlo, el gran teatro de Nápoles, donde en dos sesiones únicas iba a representarse la ópera Fausto de Charles Gounod. Hablamos sobre todo de cómo en la ciudad se alternaban maravillosamente la pasión y la razón. Y me pareció que, al hablar de Nápoles, estábamos en el fondo hablando también del propio Morante, que parecía todo un especialista en saber alternar cierta cordura con una vertiente demente, fingida o real.
Cuando llegamos a las escaleras de la entrada de la residencia, sonaban las campanas de una iglesia vecina, que imaginé vacía. «Voy a revelarle algo», me dijo de repente cuando dejaron de tañer las campanas y el ruido monótono de la lluvia volvió a asentarse entre nosotros, «hace unos meses vino aquí un hombre como usted, de ojos verdes y pelo tan negro como el suyo. Dijo ser doctor y dio un nombre que no recuerdo, pero que nunca pensé que fuera su verdadero nombre. Me recomendó que no hiciera caso de los avances de la ciencia y que pensara de nuevo en la existencia de la conciencia, me dijo eso y también que, al fin y al cabo, todo se resume en tratar de entender la propia vida, el camino sinuoso que ha tenido la vida de uno, atender a la pregunta de cómo se pudo llegar a esta situación, tratar de explicarte por qué siempre estamos en medio de una carretera y en la mitad de un diálogo, tratar de explicarte por qué te tocó vivir la vida que has vivido y por qué ahora la vives en una residencia, con tu angustia de hombre perdido en el tiempo, pero siempre atado a tu propio nombre, despidiéndote hoy de un amigo nuevo, bajo la lluvia.»