Tras la jornada de las iglesias vacías y la grappa desesperada del Café San Gennaro, me desperté al día siguiente nervioso y muy sudoroso, sin duda por haber soñado que, a causa de mi personal manera de explorar la realidad (avanzando en el vacío), no corría la menor brizna de aire en mi frío cuarto de hotel de Nápoles, que se había convertido en el oscuro y caliente fondo del río Hudson a su paso por Nueva York, donde, con un comportamiento indigno de un hijo, abofeteaba a mis padres cuando estaban ya bien muertos y ahogados. Desperté viendo todavía sus bocas desgarradas y desfiguradas por la amargura que les había producido el salvaje y acuático bofetón filial. Y sin duda fue un alivio despertar y ver que todo aquello nada tenía que ver conmigo, ni siquiera mis padres eran mis padres, yo era el doctor Pasavento, especialista en psiquiatría y escritor oculto.
Tenía la nítida impresión de que no había yo mejorado nada, pero al menos era otro. Me afeité con la vieja máquina ya medio oxidada y pensé que pronto tendría que comprarme una nueva y que, además, ante la amenaza de lluvia, tenía que comprar un paraguas plegable. El doctor Pasavento debía ir siempre impecablemente rasurado y no mojarse bajo la lluvia como un vulgar desheredado. ¿Cómo pensaba ocupar aquel nuevo día? ¿Sobre qué pensaba escribir, allí en Nápoles, después de haberme contado ya la historia de mi desaparición, una historia importante porque contenía el relato del momento central de mi vida, allá en la estación de Santa Justa en Sevilla? ¿Era atractiva la idea de recurrir a mi maletín y ponerme a leer un libro detrás de otro? ¿O era más interesante hacer de nuevo una incursión en la calle, entrar otra vez en contacto con el gentío, el estrépito de los gritos napolitanos, el vital tumulto de esa ciudad? ¿O pensaba regresar a la cama y esperar al mediodía para almorzar, una vez más, en el anodino restaurante del hotel? ¿Cuántas veces había ya comido y cenado en ese monótono restaurante del Troisi? ¿De verdad que contemplaba, de nuevo, la idea de la caminata sin rumbo por toda la ciudad? ¿Por qué no? Lo que en realidad hacemos cuando caminamos por una ciudad es pensar. ¿Y acaso no me convenía pensar, dedicarme a inventar o, mejor dicho, a perfeccionar mi pasado?
Me acordé de los días en los que en mis películas favoritas siempre aparecían escritores, y me vino a la memoria una en la que un escritor que no tenía dinero encontraba el lugar ideal para escribir, la sala de mecanografía del sótano de la biblioteca de la Universidad de Austin. Allí, en ordenadas hileras, había una docena de viejas Remington o Underwood que se alquilaban a diez centavos la media hora. El escritor insertaba la moneda, el reloj soltaba su tictac enloquecido, y el escritor se ponía a escribir como un salvaje para terminar su cuento antes de que se agotara el tiempo.
Ahora a mí, en cambio, me sobraba el tiempo, todo el tiempo. Decidí echar a suertes qué hacía. Y ganó la opción de salir a la calle de donde venía, caminar de nuevo entre la gente de Nápoles y tratar de conocer un poco más al género humano. ¿Conocerlo? Por Dios, pensé. Y sonreí con aire de desprecio. De desprecio hacia el género humano. Pero poco después ya me había unido al gentío que llenaba las calles y las plazas de Nápoles y, según me había parecido, dejaba vacías las iglesias. Terminé sentado en un café de la Piazza Bellini, mirando allí a todo el mundo que pasaba, y parecía que estuviera tratando de ampliar mis conocimientos precisamente sobre el género humano. Entonces fue cuando ocurrió algo que, de alguna forma, ya había previsto que me podía pasar y que acabó ocurriéndome. Descubrí entre la multitud a alguien a quien conocía de los años en que había vivido en esa ciudad. Vi pasar, con un buen ritmo en sus pasos, a Leonor, la reconocí enseguida. Estaba algo cambiada, pero era ella. Habían transcurrido quince años desde que la había visto por última vez, pero no me cabía la menor duda de que era ella, aquella ardorosa jovencita de Valladolid que trabajaba en la recepción del Instituto Cervantes de Nápoles cuando yo estaba allí de profesor. Habíamos tenido un romance, y ella (que en el fondo le tenía miedo a mi mujer y temía que ésta descubriera nuestro asunto) me había dejado por Morante, otro profesor del centro, cincuentón y sabio, hombre encantador, aunque de memoria y salud mental inestables. Al dejar Nápoles, había perdido yo todo contacto con aquella chica de ojos y entendimiento siempre nublados, aunque de misteriosas intuiciones, a veces geniales. Había oído decir que se había casado con un farmacéutico de Positano y se había quedado a vivir en Nápoles, pero no sabía nada más de Leonor, ni me había detenido nunca a preguntármelo, todo lo contrario precisamente de lo que me sucedía con el profesor Morante, cuyo destino siempre me había intrigado.
Me acordé al instante de que, cuando Leonor comenzó a salir con Ricardo Morante, todos en el trabajo decidieron llamarla Leonisa, al principio yo no sabía por qué. «Ricardo y Leonisa», decían pensando en los protagonistas de un cuento de Cervantes. Yo preferí seguir llamándola Leonor. No la veía como Leonisa y, además, me parecía un nombre horrible. Ahora no la veía ni como Leonisa ni como Leonor, la veía como una sombra del pasado cruzando con buen ritmo la Piazza Bellini. ¿Seguiría trabajando en el Instituto? Había pasado demasiado tiempo para que eso fuera probable. Seguramente trabajaba en la farmacia de su marido o bien cuidaba de los hijos, seguro que había tenido muchos hijos. Seguía siendo guapa, pero no vestía con la gracia de antes. La ropa, además, parecía de escasa calidad. Me dije que tal vez su marido, el farmacéutico, no tenía demasiados recursos económicos. Conocía yo muchos casos de personas que al casarse empeoraban en todo. Pero que pensara eso no debía relacionarse con ningún tipo de revancha. Aunque me hubiera dejado, no tenía nada en contra de Leonor. Después de todo, me había dejado de una forma dulce, de una forma muy diferente de la forma en que, muchos años después, me dejaría la indeseable de mi mujer.
Siempre le perdoné a Leonor que se fuera con el viejo Morante ¿Y qué habría sido, por cierto, de ese hombre ejemplar, que ilustraba por sí solo esa creencia de algunos de que la inteligencia es una categoría moral? ¿Qué habría sido del inestable Morante? Yo me llevaba bien con él, era un hombre que parecía haber leído todos los libros, profesor dentro y fuera del Instituto, un hombre de una personalidad muy interesante, pero desgraciadamente maltratada por las repentinas pérdidas de memoria y los profundos baches psíquicos. Yo siempre le había admirado. Morante era un hombre que, a pesar de los años transcurridos, había permanecido en mi recuerdo.
Leonor cruzó la plaza con tanto garbo que todo duró unos escasos segundos en los que fui incapaz de reaccionar en un sentido u otro. Me quedé preguntándome qué habría sucedido si, por ejemplo, la hubiera parado y nos hubiéramos ido los dos a visitar el Instituto Cervantes. Seguramente, no me habría encontrado con nadie de mi época en el Instituto o bien los que quedaran allí me habrían visto como un fantasma. En fin, viví como un alivio no haber interrumpido sus pasos por la plaza. Pero estaba todavía viviendo esa sensación cuando de pronto ella, en dirección contraria a la de minutos antes, volvió a pasar por la Piazza Bellini, y en esta ocasión se le ocurrió mirar hacia la terraza de mi café, y yo vi que había sido cazado, que había sido visto.
Se quedó ella de pronto mirando incrédula en dirección hacia donde yo estaba, se acercó lentamente y me llamó por mi nombre de antes, me llamó Andrés. «Eres tú, ¿no?», preguntó con gran naturalidad, como si hiciera sólo unas horas que nos hubiéramos visto por última vez. «No», le contesté. «¡Oh, vamos!», dijo, y sonrió. Como en su momento había aprendido yo a leer en su sonrisa, vi que su entendimiento seguía tan nublado como en los buenos tiempos. «Soy yo, pero no lo soy», le dije, y volvió a sonreír, parecía contenta de verme, y yo, en el fondo, me sentía discretamente alegre de hablar con alguien después de cuatro días de vivir mi vida de desaparecido.
Se sentó sin que la hubiera invitado a hacerlo, y me preguntó qué hacía en Nápoles. Tuve la impresión de que iba peor vestida de lo que creía. Estaba pensándome la respuesta cuando dijo: «¿Estás aquí de turista? No, ya sé. Te han invitado al Cervantes, ¿no es eso?» Hizo una pausa, y luego añadió: «¿Has venido con tu mujer?» No sabía qué decirle. Me pareció que ya le había dicho demasiado diciéndole que era yo. «Habrás visto que allí no queda nadie de nuestra época», continuó ella, «y seguramente te habrás sentido muy raro. Pero habrá sido bonito regresar ahí como escritor. Ahora eres alguien a quien hay que tratar con admiración. ¿No es así? ¿Son tan buenas tus novelas?»
«No soy nadie», le dije tajante, y ella sonrió creyendo que simplemente bromeaba. Me di cuenta en el acto de que me iba a resultar muy difícil llegar algún día a ser Nadie (así, con mayúscula) y que, de lograrlo, el trayecto, en cualquier caso, iba a ser largo. No era Andrés, pero tampoco era nadie, era el doctor Pasavento. «Cambié la literatura por la medicina», le dije sin mover un solo músculo de mi cara. Entonces ella volvió a preguntar si estaba en Nápoles con mi mujer. «La verdad es que os mentí a todos en aquellos días, os mentí al decir que estaba casado», le dije.
Aún no me explico bien por qué se me ocurrió semejante falsedad. Ella se me quedó mirando bastante extrañada, sin comprender nada. Me di cuenta de que tenía que decirle algo más. «Al volver a Barcelona, nos separamos. Nora, nuestra hija, se quedó con ella. En realidad, lo que menos podía soportar de mi mujer era que se empeñara en decir a todo el mundo que estábamos casados.» «¡Oh, vamos!», dijo Leonor, «¿no te estarás riendo de mí como siempre?» Puse una cara de gran afectación. «Con ella, antes de viajar a Nápoles, hablaba poquísimo. Después, vinimos aquí, dijimos a todos que estábamos casados, y yo creo que hasta nos lo creímos, porque empezamos a no hablarnos casi nunca, como un matrimonio de verdad.»
Vi que Leonor no estaba nada convencida de que estuviera hablando en serio. «Lo peor de todo», proseguí impasible, «era que a ella le gustaba leer como a mí, pero no se compraba libros. Yo llevaba a casa a diario novelas de la biblioteca del Instituto y ella escogía todo lo que a mí no me interesaba, no por respeto hacia mí sino por llevarme la contraria.» Vi que Leonor cada vez estaba más convencida de que yo, como antaño, jugaba a inventar historias. Cambié de registro. Abordé algo que desgraciadamente era verdad, la muerte de mi hija Nora. Le conté la historia de la heroína, le hablé de la dureza de las drogas, y todo eso sí que lo creyó, vio muy claro que era verdad. Pero no quise detenerme ni un segundo más allá de lo imprescindible en la historia. Miré a Leonor con más detenimiento que unos minutos antes y descubrí que en realidad ella no iba nada mal vestida. Es más, llevaba una pulsera que parecía de oro y que no había sabido ver en mis miradas superficiales de los primeros instantes.
«No creas», le dije, «que llegó a molestarme que me dejaras por el profesor. ¿Y sabes por qué? Era un hombre al que yo admiraba. Una persona diferente. Y un sabio, a pesar de sus problemas mentales. ¿Qué ha sido de él?» Por algún motivo que se me escapaba, vi que mi pregunta la había turbado. ¿Qué sucedía? ¿Morante había muerto y ella no se atrevía a decírmelo? Hizo como que no me había oído y desvió la conversación hacia el frío de Nápoles y el trascendental asunto de las maravillosas estufas que en invierno ponían en las terrazas de los cafés de aquella ciudad. Sólo un rato después, cuando ya habíamos sobradamente comprobado que no teníamos mucho que ver los dos y que era mejor que volviéramos a estar quince años más sin vernos, volví a la carga, dejé que reapareciera mi interés acerca del paradero del profesor Morante, saber si vivía, qué había sido de su inteligente mente y frágil vida. Me contó entonces Leonor, con la cabeza baja y los ojos inesperadamente lagrimosos, que el profesor estaba recluido en la residencia de Campo di Reca, que dependía del Centro de Salud Mental de la ciudad, y que ahí se iba a quedar el resto de su vida, pues había entrado en una crisis más profunda que aquellas de las que yo mismo había sido testigo, aquellas crisis de otro tiempo, más bien pasajeras.
En ese momento, una muchacha esbelta y pálida —vestida de verde almendra— se nos acercó y nos ofreció, con la más seductora de las sonrisas, unas magnolias. No creo conveniente esconderlo, y menos aún cuando probablemente a quien escondería eso sería a mí mismo: me recordó a mi hija Nora. Tuve un sobresalto. Mi manía de ver muertos andando sueltos por Nápoles había llegado demasiado lejos. Leonor ni la vio, o no quiso verla, era demasiado bella la muchacha del vestido verde. «Ahora el profesor lleva una larga temporada ya en Campo di Reca, y yo…», dijo Leonor en voz baja, con un tono de angustia que me desconcertó en un primer momento. Parecía imposible que se decidiera a continuar hablando. «¿Y tú qué?», pregunté algo inquieto. Hubo un largo silencio, hasta que dijo: «Sigo siendo su Leonisa, aunque la verdad es que él no me reconoce, me llama Leonisa pero no sabe quién soy, dice no acordarse para nada de mí.»
Leonor sufría por este motivo. Era medianamente feliz con su marido (que no era farmacéutico, como yo creía, ni de Positano, era un veneciano experto en informática y tenían mucho dinero y, en efecto, la pulsera era de oro), pero a Morante le querría siempre mucho más, era el hombre más fascinante que había conocido nunca. Le consideraba «valioso patrimonio suyo», la más bella historia de amor que ella había tenido. Era triste todo aquello. En realidad, el profesor Morante no reconocía a nadie que perteneciera a su pasado, aunque no podía decirse ni muchísimo menos que tuviera la enfermedad de Alzheimer —su autoconciencia era muy alta precisamente—, sino que sufría las pérdidas de memoria y los trastornos mentales de siempre, aunque en esta ocasión su último desvarío se había alargado más de lo acostumbrado y parecía haberse convertido en definitivo.
Seguramente, Morante ya iba a quedarse el resto de su vida en la residencia. Después de todo, era lo mejor que podía hacer. Estaba ya jubilado y no tenía dinero. Posiblemente, él era consciente de esto y, para poder quedarse el resto de sus días en la residencia, forzaba de vez en cuando la impresión de que estaba muy loco cuando sólo lo estaba un poco. Pero era horrible cuando la llamaba casi cariñosamente por su nombre y a continuación, casi enseguida, delataba que no sabía quién era ella, aunque la hubiera estado llamando Leonisa. «¿Tú no eres Leonisa Vataprum-Prum-Prag?», decía de pronto el profesor, defraudando en parte las expectativas que había tenido ella de ser por fin reconocida, defraudándolas sólo en parte porque aquel Vataprum-Prum-Prag sonaba generalmente muy forzado. Leonisa sospechaba que el profesor sabía muy bien quién era ella.
Le pedí que me contara más cosas sobre Morante y me explicó que el profesor vivía en un no muy confortable cuarto de la residencia. Había mejores habitaciones y él lo sabía, pero no se quejaba, decía que esperaría a ser más antiguo en el centro. «Mi futuro es una habitación más grande y soleada», solía decir. Por las mañanas, ayudaba a las enfermeras en la limpieza de su pequeño cuarto y en la de los cuartos de otros, y por la tarde, durante la jornada normal de trabajo, se movía por la cocina, donde separaba con otros enfermos las lentejas de los garbanzos o bien clasificaba bolsas de papel, o hacía cualquier otra cosa que pudiera ser útil para el centro. A Leonor las enfermeras de la residencia le habían contado que le gustaba trabajar con gran concentración y que se ponía a gruñir si le molestaban. Había recibido alguna otra visita en la residencia, pero también había dicho no acordarse de quienes con tan buena voluntad se habían acercado a verle. En su tiempo libre, que era mucho, leía amarillentas revistas o viejos libros, pero también libros nuevos que llegaban a la biblioteca de la residencia de Campo di Reca. Y tenía una pasión medio oculta pero que en realidad todo el mundo en la residencia conocía. Se dedicaba a escribir, en la pequeña biblioteca del centro, compulsivos textos en breves cuartillas, que luego archivaba en una carpeta roja. Pero había días en que no escribía, no leía, no separaba los garbanzos de las lentejas, no ayudaba a hacer las camas, entraba en un tenebroso malestar mental y lo mejor para él entonces era dar largos paseos por los alrededores de aquella residencia, que, al igual que el Centro de Salud Mental de la ciudad, se hallaba en el pueblo de Torre del Greco, a doce kilómetros de Nápoles, el pueblo donde, por cierto, había pasado en otro tiempo largas temporadas el gran poeta Leopardi. Salía el profesor Morante a pasear, generalmente solo. Y regresaba con aires de una fatiga y desolación descomunales. En cualquier caso, en la residencia consideraban que los paseos eran la mejor solución cuando una sombra negra cruzaba por su vulnerable cerebro. En más de una ocasión se había perdido en alguna de esas caminatas, pero había acabado volviendo a la residencia a los pocos días. Muchos creían que, aparte de no tener dónde caerse muerto, el profesor volvía en busca de la carpeta donde se suponía que tenía archivadas todas aquellas cuartillas.
Era imposible no pensar en ciertos parecidos entre el profesor y Robert Walser. Estaba diciéndome esto cuando caí en la cuenta de que, en mi calidad de doctor Pasavento, especialista en psiquiatría, podía ir a visitar a Morante. Si él no se acordaba para nada de mí, sería en el fondo perfecto, me permitiría no sólo ensayar ser otro, sino ser de verdad otro, al menos a sus ojos. El profesor Morante podía otorgarme la legitimidad que como doctor Pasavento andaba yo necesitando. Decidí despedirme de Leonor, le di dos besos y le deseé suerte, mucha suerte en la vida, y antes de irme obtuve de ella toda la información necesaria para llamar a la residencia. Llamaría sin decirle a ella que llamaba. Le dije que dejaba aquel mismo día Nápoles y que me faltaba algo todavía por contarle. Le expliqué que me había casado en California, en segundas nupcias, con una rubia platino sensacional que tumbaba a todo el mundo a su paso, una mujer encantadora a la que yo llamaba cariñosamente la Bomba. «Mi gran amor», añadí. Y Leonor sonrió, una vez más incrédula, y yo volví a despedirme, dos nuevos besos y otra vez la manifestación de mis deseos más sinceros de que tuviera mucha suerte en la vida, adiós y hasta siempre, bonita.
A los pocos minutos llamaba yo a la residencia. «Les habla Pasavento, el doctor Pasavento.» Tras unas palabras con una enfermera, me pasaron al doctor Bellivetti, médico-jefe del centro, y fui casi enseguida animado por éste (no sin antes advertirme que seguramente el enfermo no me reconocería) a acercarme a visitar a «mi antiguo amigo», el profesor Morante.