1

Sólo sé que he pasado once días en Nápoles y que ayer, como si iniciara una fuga sin fin, me marché de esa ciudad. Me marché súbitamente, aunque nadie lo notó, me fui sin ser visto. Y ahora estoy en este hotel de la rue Vaneau de París, tan familiar en los últimos tiempos para mí. Me pareció que en mi caso, a la hora de esconderme, era uno de los lugares más seguros del mundo, ya que a nadie se le ocurriría, por ser un sitio demasiado evidente (pienso que es conocida la atracción que la calle de ese hotel ejerce sobre mí), buscarme en él. Aunque, desde que llegué, me he preguntado si no será todo lo contrario, si no será que vine a esconderme a este Hotel de Suède con la esperanza de que pronto me encuentren. ¿No estaré en realidad deseando ser hallado?

Ayer, poco después de registrarme en el breve —casi inverosímilmente breve— mostrador de recepción, fui al pequeño cuarto que han habilitado para las conexiones de los huéspedes a Internet y entré en mi correo electrónico y, tal como suponía, había mensajes de mi editorial barcelonesa, de algunos amigos y conocidos y también de algunos desconocidos que, en algunos casos concretos, se extrañan de que no les responda, pero ahí, en esa extrañeza, termina todo, absolutamente todo. Tras dos o tres mensajes breves y alguna broma deslucida, casi ninguno de ellos vuelve a insistir, es como si el correo los hubiera engullido a ellos mismos, haciéndoles también desaparecer.

Nadie se pregunta, por ejemplo, por qué no me presenté en La Cartuja de Sevilla. Creo que he desaparecido y nadie lo ha advertido. A nadie le importo. Creía que me buscarían como en su momento buscaron a Agatha Christie. Pero está claro que yo no soy la escritora inglesa. A mí nadie me busca. Tal vez me creen de vacaciones de Navidad. Pero no sé, sospecho que nadie se pregunta dónde estoy porque nadie piensa en mí y menos aún piensa que haya podido desaparecer. La verdad es que la vida sigue igual. Pero sin mí. Cada vez me parece más claro que haber intentado remedar la gesta de Agatha Christie (esos once días en que la buscaron hasta por fin encontrarla) ha acabado por hundirme del todo, porque ha dejado a la vista lo más esencial y patético de la verdad de mi vida: no tengo el afecto (afecto profundo, que es el único que para mí cuenta) de nadie, soy el ser más prescindible, el más superfluo de la tierra.

Nadie me busca y yo, como venganza, no busco a nadie. Puede, eso sí, que aquí en París, donde apenas conozco a una decena de personas, tropiece un día con alguna de ellas, con alguien de mi editorial francesa, por ejemplo (no he tenido mejor idea que esconderme en un hotel que, por motivos de trabajo, personas de la editorial de Christian Bourgois suelen frecuentar), y se vaya al traste toda mi maniobra de ocultación. Ayer, sin ir más lejos, recién llegado a esta ciudad, descubrí que existía la posibilidad de que alguno de los que trabajan en mi editorial francesa, tal vez el propio Christian Bourgois, pasara por este hotel más pronto de lo que había pensado. Y es que salí a dar un breve paseo por París y vi que en el escaparate de la librería Compagnie estaba anunciada para mañana una sesión de firmas con Antonio Lobo Antunes. Eso quería decir que el escritor portugués, que publica también en Christian Bourgois-éditeur, podía estar hospedándose en el Hotel de Suède y, por lo tanto, en cualquier momento podía cruzarme yo con él y con alguien de la editorial. En previsión de indeseados tropiezos, no salí el resto del día de mi cuarto, aunque, eso sí, desde mi ventana controlé constantemente la entrada del hotel y a las cuatro de la tarde pude ver cómo llegaba en taxi Lobo Antunes. Iba solo y yo sé que a mí no me conoce, de modo que me dije que hasta podía cruzarme con él en el hall sin que se produjera peligro alguno para mi situación de desaparecido.

En el fondo, le encuentro cierto placer a tener que estar siempre alerta por temor a ser descubierto. Así, aparte de escribir, tengo más ocupaciones. Hay que tener en cuenta que los días son muy largos ahora para mí y uno no los puede llenar única y enteramente con el placer de su escritura privada. Continúo —a pesar de ser ya otro— siendo escritor, pero sobre todo soy ahora un discreto doctor en psiquiatría, el doctor Pasavento. Retirado temporalmente de mi trabajo, me he aficionado a la escritura, que en todo caso ejerzo como una actividad estrictamente personal, muy privada.

Vuelvo mentalmente a Nápoles para recordar que, poco después de haberme narrado a mí mismo la historia de mi viaje en tren y posterior desaparición en Sevilla, se me ocurrió —no tenía mucho más que hacer— ponerme a leer Fuga sin fin, de Joseph Roth, que era una de las novelas que había transportado hasta allí en el maletín rojo que heredé de mi abuela. El libro de Roth lo había hallado, a mi paso por el piso de Barcelona, entre el montón de novelas que no hacía mucho que había comprado y que aún no había ni ojeado. Al ser el libro que precisamente llevaba en el bolsillo el pasajero del traje a rayas, no dudé en incluirlo entre los que transportaría en mi maletín a lo largo de mi viaje de ocultación. Pensé que no estaría de más saber qué leía el hombre que me había suplantado. Y, además, a mí siempre me gustó Roth.

El caso es que, ese día en Nápoles, me leí de un tirón el libro. Y lo que más me llamó la atención fue que contara la historia de un personaje que vivía su desaparición de una forma traumática, muy distinta de como la estaba viviendo yo. Para el protagonista de esa novela, ser un desaparecido era un verdadero drama. Para mí no tanto. Después de todo, había sido yo mismo quien había buscado ser un desaparecido. En la novela de Roth se contaba la historia de Tunda, un joven oficial austriaco que, después de haber sido hecho prisionero, vivía bajo una falsa identidad todo el proceso de la revolución rusa. Sin embargo, algo le impulsaba a buscar en su antigua patria su personalidad perdida. Sería ahí, en su propia nación, donde tendría que aceptar que se había convertido en lo que en términos burocráticos se llama un desaparecido: el trato que recibía, simpático y respetuoso, se asemejaba al que se da a los pequeños objetos extraídos de su antiguo contexto, entre otras cosas porque en Europa regía un nuevo orden político y moral y, al igual que le sucedía a él mismo, su antigua patria era a su vez una desaparecida.

La novela narraba el viaje errático de este desaparecido, un viaje que le llevaba, inevitablemente, al encuentro consigo mismo. Y acababa así: «En ese momento vi a mi amigo Franz Tunda, treinta y dos años, sano y despierto, un hombre joven y fuerte, con todo tipo de talentos. Estaba en la plaza frente a la Madeleine, en el centro de la capital del mundo, y no sabía qué hacer. No tenía profesión, ni amor, ni alegría, ni esperanza, ni ambición ni egoísmo siquiera. Nadie en el mundo era tan superfluo como él.»

Al terminar de leer el libro, tomé la decisión firme de dar un paseo, reaparecer en el mundo, aunque fuera tímidamente. Y muy poco después abandonaba, tras cuatro días de encierro, «el cuarto de los escritos o de los espíritus», y bajaba por las escaleras del Hotel Troisi. Salí a buen paso a Corso Vittorio Emanuele, en un estado de ánimo inesperadamente eufórico. Casi parecía uno de los animados chiquillos que, a mi llegada, cuatro días antes, había visto jugar frente a la puerta del hotel.

El mundo matinal que se extendía ante mis ojos me pareció tan bello como si lo viera por primera vez. Inicié una tímida exploración de los alrededores, sin acabar de decidirme a bajar andando hasta la ciudad. Miré el gran jardín del antaño esplendoroso Gran Hotel Britannique, el hotel que estaba al lado del mío. Ahora, el jardín estaba abandonado, se había convertido en un vergel notablemente salvaje. Algo lógico dentro del abandono en el que se hallaba sumido también el propio Britannique. Miré después morbosamente la alfombra roja de la entrada de ese hotel y la contrasté con la alfombra del mío, la del elegante Troisi, y comprobé satisfecho que no había comparación posible. Luego, como si me hubiera arrepentido, volví sobre mis pasos y a punto estuve de regresar a mi habitación, pero finalmente una fuerza oscura hizo que me quedara inmóvil ante el conserje en el momento en que le iba a pedir mi llave para regresar a mi cuarto. Para que no se notara que a última hora había cambiado de opinión, le pregunté si había correspondencia para mí. «No, doctor Pasavento», me contestó sin molestarse siquiera en mirar mi casillero. Actuó como si conociera de sobras la indiferencia del mundo hacia mí.

Volví a salir a la calle y, por comodidad, a punto estuve de ir a la parada de taxis, pero acabé comportándome como cuatro días antes en la estación de Sevilla, es decir que seguí andando y fui más allá de la parada. Pronto, por un atajo entre jardines, inicié el descenso hacia la ciudad de Nápoles y, mientras bajaba, me fijé en una mujer que llevaba una falda abierta hasta los muslos, me pareció descubrir que el lugar más erótico del cuerpo estaba allí donde la vestimenta se abría. De ahí a una reflexión bastante mentecata había sólo un paso y lo di, pensé que la intermitencia era lo más erótico que existe: la discontinuidad de la piel que centellea entre dos telas, por ejemplo. Y aún di otro paso más hacia el paraíso de las ideas majaderas cuando se me ocurrió pensar que ese centelleo era, en definitiva, una representación de la brevedad de la vida: la puesta en escena de una aparición-desaparición.

Me quedé tan ancho después de haber pensado semejantes sandeces (que delataban dramáticamente que no me había librado del todo de mi anterior personalidad) y seguí andando y poco a poco me fui adentrando en el centro de esa maravillosa ciudad, donde cada día, a todas horas, pueden verse riadas y riadas de gente caminando. No he visto nunca tantas multitudes como en Nápoles, sobre todo en Via Toledo y Corso Garibaldi, las arterias principales de la ciudad. Uno tiene la impresión en esas calles de estar constatando aquello que decía mi colega, el doctor Louis Ferdinand Céline: «Oleadas incesantes de seres inútiles vienen desde el fondo de los tiempos a morir sin cesar ante nosotros y, sin embargo, seguimos ahí, esperando cosas…»

Seguí andando y llegué al Duomo, un lugar que no había pisado nunca en los años en que viví en esa ciudad. No podía decirse que en esa ocasión, tal como me había ocurrido en Sevilla, hubiera encontrado la catedral casi vacía, pero tampoco estaba muy llena. Y había algo muy raro en ella. No se veía al mítico San Gennaro por ninguna parte. Pregunté a la chica que vendía postales en la entrada si era que había desaparecido el santo, y me dijo, casi bajando la voz, que el santo estaba detrás del altar, guardado en una caja fuerte.

Me impresionó que el santo estuviera casi en paradero desconocido, viviendo una aventura tan cercana a la mía. En cuanto a la catedral, casi vacía de feligreses, volvió a recordarme la alegoría en la que había pensado en la catedral de Sevilla. Después, vinieron a mi mente los interiores de iglesias vacíos del pintor holandés Saenredam, un artista no muy conocido, pero en el fondo tan interesante, desde el punto de vista literario, como el famoso Vermeer. Los cuadros de Saenredam forman ya parte de la historia de la subjetividad que va desde Montaigne a Blanchot, y hoy en día pueden verse, no como una copia de la realidad, sino como representación del mito naciente, en el siglo XVII, de la «desaparición del sujeto».

Estuve después en la iglesia de Gesù Nuovo y allí no había nadie, tan sólo una especie de tenso y rancio silencio fermentado desde sabe Dios cuándo. Me quedé un rato sentado en un banco, dedicado a mi habitual distracción de evocar goles importantes de la historia del fútbol, en este caso los de Maradona, el futbolista que en Nápoles había encontrado su perdición. Después, salí del templo y caminé hasta la iglesia de Santa Marta, donde tampoco puede decirse que hubiera muchos feligreses. En San Domenico Maggiore lo mismo. Muy pocas personas en los desolados interiores. Todos los templos de la religiosa Nápoles estaban casi vacíos. Parecía un milagro al revés. En San Domenico me pregunté qué será de las iglesias del mundo el día en que dejen de usarse del todo. ¿Superstición y fe han de morir? ¿Cómo caminan los muertos? Eso me pregunté y ahora sigo preguntándomelo y creo que puedo contestar a la pregunta del caminar de los muertos porque vi a más de uno por las calles de Nápoles. Para empezar, a mí mismo. Comencé a andar sin poder detenerme y, de vez en cuando, veía mi perfil en alguna vitrina y veía un muerto andante.

¿Qué otra figura esperaba ser? Como una lánguida Agatha Christie a la que nadie busca, anduve muchas horas sin rumbo por Nápoles dando involuntariamente círculos alrededor de mí mismo. Y hubo un momento en que, supongo que a causa de mi excesivo cansancio, creí ver a mi padre muerto andando por la calle. Eso me hizo caminar aún más deprisa, al borde del vértigo. Creí ver a mi padre, sí. Iba con un paraguas y un sombrero de fieltro en la cabeza, andando a buen ritmo un poco por delante de mí. Pero en el momento en que intenté adelantarle, torció hacia una callejuela del Quartieri Spagnoli, y cuando llegué a la esquina ya no se le podía ver por ningún lado. Lo que sí había en la esquina era un vendedor de alfileres dorados. Los ofrecía en un susurro, aterrado más que amedentrado, como si hablara desde lo profundo de un abismo. «¡Alfileres de oro! ¡Los mejores de Nápoles! ¡Alfileres!» El hombre era un muerto en vida, con un sombrero negro, unos huesos muy delgados, los ojos y la cara palidísimos.

Me senté en el elegante Café Gambrinus y pedí una copa, y por un momento pensé que, a causa de mi aspecto de hombre trastornado por una larga caminata, no iban a querer servirme. Pero pronto deduje que había clientes del Gambrinus más enloquecidos que yo, lo deduje cuando vi el trato exquisito que recibía por parte de un camarero, al que pareció agradarle mi presencia a causa —se me ocurrió imaginar— de mi locura mínima, de mi pequeña locura si se comparaba con la de tanto cliente demente o ebrio que había por allí. Tomé la copa y miré a las mujeres que había en el local, elegí la más sexy y me lo pasé bien imaginando que hacía grandes cosas en la cama con ella. Pero cuando la mujer se levantó y se fue, se marchó de una manera que parecía que se hubiera cansado de mí. No podía evitar, desde hacía un tiempo, cierta falta de seguridad con las mujeres y no sabía cómo encontrar una salida a ese problema. Era víctima de mi excesiva memoria y no podía desprenderme del recuerdo, a veces obsesivo, de mi mujer dejándome, hacía menos de un año, por otro hombre, marchándose feliz a Malibú, California. Era idiota sufrir por eso, porque, a fin de cuentas, yo a ella la detestaba y en su momento debería haberme alegrado de que me hubiera dejado. Y, sin embargo, cuando eso sucedió, no puede decirse que me agradara demasiado lo ocurrido, tal vez porque me cogió por sorpresa, no me lo esperaba, siempre había pensado que sería al revés, que sería yo el que la dejaría. El hecho es que su desaparición me había ligeramente golpeado.

En un intento de solución a todo esto, en un intento de eludir el modesto descalabro, pasé a pensar en el doctor Pasavento como si ese hombre no fuera yo mismo, sino un personaje que me hubiera inventado. Sería ese doctor un hombre nuevo, con la misma conciencia de ser único que tenía yo antes, cuando me llamaba Andrés Pasavento, aunque en este caso con escasa, por no decir nula, biografía. ¿Debía pensar en una para él? De cualquier modo, sabía algo muy concreto, conocía su presente: el doctor Pasavento era un hombre que, recién aparecido en el mundo, se sentía ya desaparecido o separado de éste.

Mantenerse apartado sería la divisa tácita de todos los instantes, a partir de entonces, del doctor Pasavento. Instantes que se moverían en torno a la soledad de ese cuarto de hotel napolitano en el que prevalecía una luz de plomo que acogía con respeto al hombre sin biografía en el que se había convertido. En lo esencial, se había transformado en un ser fuera de todo, al que yo sólo le quedaba perseguir un trabajo implacable y sin fin. Pero cuál, qué trabajo. ¿A qué debía dedicarse ahora que se había evaporado? Aparte de su actividad de escritor (tras haber narrado su desaparición, no sabía sobre qué, en calidad de autor oculto, seguiría escribiendo), quizás debiera empezar a pensar en construirse mentalmente una biografía. Y es que sin duda no podía ser por mucho tiempo un individuo sin infancia ni juventud. Si continuaba así, podía convenirse en un ser muy vulnerable y acabar volviendo a ser el que había sido. Debía, como mínimo, buscarse unos padres diferentes, más sensatos y alegres, no unos tristes suicidas, unos muertos trágicos en el río Hudson. Y, por qué no, debía buscarse una mujer que no le hubiera dejado. Pensar, por ejemplo, en una espectacular rubia platino con la que, en venganza contra su mujer, se habría fugado —él también— a Malibú, California.

Me di ánimos a mí mismo sin conseguir nada. Y, en fin, decidí que ya había visto demasiado al doctor Pasavento desde fuera y que sería mejor dar media vuelta y regresar al hotel, pues necesitaba volver a ver el jardín abandonado, el mar, el abismo, sentirme de nuevo separado del mundo al tiempo que volvía a tener un contacto con los temas sobre los que siempre había reflexionado: la soledad, la locura, el silencio, la libertad. Y también la impostura, la idea de viajar y perder países, la muerte, la desaparición, el abismo. Y la bella infelicidad.

Sí, los mismos temas míos de los últimos tiempos. ¿Por qué no? Debía ir cambiando de vida y de obra, pero sin grandes sobresaltos, hacerlo con la lentitud que exigía un cambio de aquellas características.

Y de pronto, tras un breve vuelo mental, no sé cómo fue que se me ocurrió que, por ocupar tantas horas libres que como fantasma de mí mismo tenía yo durante todo el día, podía dedicarme a escribir un breve ensayo sobre el futuro de la obra de Kafka. Era uno de mis autores favoritos y no había que perder de vista que él había abarcado como nadie el tema de la desaparición, lo había hecho, por ejemplo, en su novela América (título que arbitrariamente le había puesto Max Brod), novela que en realidad debería haberse llamado El desaparecido, o, para decirlo tal vez con mayor literalidad, El que se da por desaparecido.

Relacionaría la sorprendente ausencia de Dios en la religiosa Nápoles con el porvenir de la literatura de Kafka. Eso me dije, pero luego, ya recién regresado a mi cuarto de hotel, renuncié radicalmente a escribir ensayos sobre el futuro de alguien que no fuera yo mismo (precisamente yo, que no tenía futuro). Di vueltas a mi habitación, sin saber qué hacer. De pronto, me vino a la memoria la misteriosa desaparición del genial físico Ettore Majorana en vísperas de la Segunda Guerra Mundial. Majorana había formulado antes que Heinsenberg, su gran amigo, la teoría del núcleo del átomo constituido por protones y neutrones. Consciente de que había inventado la bomba atómica, dejó Nápoles tras haber escrito dos cartas anunciando su intención de suicidarse. Sacó pasaporte y todo su dinero y se embarcó para Palermo. Pero, apenas llegado a Sicilia, envió un telegrama anunciando su regreso. Nunca más se le vio. Se perdió entre Palermo y Nápoles. No se sabe si fue secuestrado, prefirió desaparecer (una huida del mundo), o se ocultó en un convento como indica el testimonio de un religioso.

Tras recordar a Ettore Majorana, sentí de nuevo la llamada de la calle de la que acababa justo de regresar. No tenía nada sobre lo que escribir, ni ganas de leer. Parecía un Majorana recién llegado a Palermo con ganas de regresar a las calles de Nápoles. Aunque acabara de entrar en el cuarto, decidí volver a salir. Bajé de nuevo por las escaleras, pasé por delante del conserje tratando de simular que tenía yo cara de físico nuclear sumido en sus preocupaciones, como si desde el exterior me hubiera reclamado una llamada telefónica muy importante y tuviera que volver a salir. Saludé ceremoniosamente al conserje, alcancé Corso Vittorio Emanuele y volví a ir más allá de la parada de taxis y de nuevo tomé los atajos entre los jardines y fui descendiendo hacia el centro de Nápoles y estuve andando de nuevo sin rumbo por sus calles durante largo rato, y empecé a parecerme a esos vagabundos que se patean varias veces al día toda una ciudad entera y van describiendo, con sus errantes pasos, círculos concéntricos alrededor de sí mismos.

¿Pensaba caminar el resto de mi vida? Tampoco era tan mala idea, aunque no parecía excesivamente cuerda. Andando por las estrechas calles del Quartieri Spagnoli, ya con la luz del atardecer, me dediqué a mirar con detenimiento los escaparates de las tiendas, donde podían verse todo tipo de figuritas del pesebre navideño, mezcladas con representaciones en miniatura del actor napolitano Totó. Cuando quince años antes yo había vivido en esa ciudad, las figuritas del genial cómico se mezclaban con las del futbolista Maradona. Pero ahora éste parecía haberse difuminado del panorama general de Nápoles. Era, junto a San Gennaro y Ettore Majorana, un desaparecido más de esa ciudad que parecía haberse quedado, de pronto, sin sus dioses de antaño.

Tampoco era tan mala idea caminar y ver cosas y de vez en cuando sentarse en los cafés, donde cabía esperar que camareros amables me tratarían, el resto de mi vida, como a una persona razonable. Comencé a sentirme amigo de vagabundear y recorrer leguas y leguas durante días enteros, aunque estaba seguro de que a la hora de la verdad no sería capaz de convertirme en esa clase de andarín. En cualquier caso, ese día callejeé mucho, hasta que el cansancio me impidió seguir. Entonces entré en el Café San Gennaro, lleno de iconos del santo y completamente vacío, sin clientes. Me asustó la ausencia absoluta de parroquianos, pero también me aterraba la idea de dar media vuelta y marcharme, de modo que me senté al fondo de la gran sala y lamenté no llevar un periódico o un libro, algo en lo que refugiarme. Soporté durante unos segundos las miradas de extrañeza de los dos camareros viejos, muy viejos. ¿Por qué eran o parecían tan viejos aquellos camareros? ¿Por cortesía, es decir, por hacerme creer a mí que era menos viejo de lo que era? ¿Eran acaso unos camareros muy educados? Pedí solemnemente una grappa. Me hicieron repetir la petición, como si no me hubieran oído o bien quisieran reírse de mi afectación. Mientras esperaba a que me trajeran la grappa, pensé en la intensidad de la ausencia, desde hacía medio año, del escritor Roberto Bolaño, que, tres semanas antes de morir, a finales de junio, se había reunido con escritores latinoamericanos en el Monasterio de La Cartuja de Sevilla.