Podía contar, aquella tarde en la isla de La Cartuja de Sevilla, que un día de hacía años, en el transbordador que nos llevaba de regreso a Nápoles, tras una breve visita a Capri, recibí una lección literaria por parte de Bernardo Atxaga. El escritor todavía inmaduro que era yo tenía muchos problemas para terminar su primer libro, y uno de ellos era que necesitaba hablar de un fantasma que se le aparecía y le revelaba unos importantes secretos acerca de la verdadera naturaleza de la vida. Pero no sabía cómo hacer verosímil la aparición repentina de un fantasma. Le trasladé mi problema a Atxaga, que me escuchó con paciencia. En un momento determinado, viendo que me alargaba demasiado en la exposición de aquel problema técnico, me interrumpió. «Pero es que es muy sencillo, basta con escribir que se te ha aparecido un fantasma.» Y me contó cómo en un libro que precisamente transcurría en Capri y que en su momento le había gustado mucho, La historia de San Michele, se le aparecía al doctor Munthe, en lo más alto de la isla, una figura alta, envuelta en una gran capa roja, que le señalaba la inmensidad de lo que podía verse desde allí y, con una voz muy cadenciosa, le decía que todo sería suyo si estaba dispuesto a pagar el precio. «¿Quién eres, fantasma de lo invisible?», preguntaba el narrador, el doctor Munthe. «Soy el espíritu inmortal de este lugar. Para mí no tiene significación el tiempo. Hace dos mil años, estaba yo donde ahora estamos, al lado de otro hombre traído aquí por su destino, como a ti te ha traído el tuyo. No pedía, como no pides tú, la felicidad, sólo el olvido y la paz, que pensaba que podía hallar en esta isla solitaria.»
¿Cuál era el precio que le pedía el espíritu inmortal? La renuncia a la ambición de formarse un nombre en su profesión, el sacrificio de su porvenir. «¿Y qué seré entonces?» «Un derrotado de la vida», le respondía el fantasma.
Aquella misma noche, en mi pequeño apartamento de Nápoles, imaginé que yo era un feliz derrotado de la vida, una curiosa variedad de un escritor superior que vivía en Barcelona y del que yo era simplemente la sombra. Y también imaginé que, un día, me encontraba con ese escritor superior y que a su pregunta de por qué me bastaba con ser la sombra de otro, le pedía que no le diera tantas vueltas al asunto y que pensara que, a fin de cuentas, cada uno es la sombra de todos y todos la sombra del espíritu inmortal.