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Mucho más allá ya de Puertollano, me dije que la verdad más rigurosa nos indica que todo ha de borrarse, todo se borrará. Es cierto que escribimos, pero eso está conectado con la exigencia infinita del borrarse. Recordé unas frases que escribió Borges en su juventud: «Ignoro si la música sabe desesperar de la música y si el mármol del mármol, pero la literatura es un arte que sabe profetizar aquel tiempo en que habrá enmudecido, y encarnizarse con la propia virtud y enamorarse de la propia disolución y cortejar su fin.»

En los auriculares, Not dark yet, de Bob Dylan. Una cierta felicidad. Miré el paisaje que podía verse por la ventanilla y me acordé de cuando yo era joven y miraba melancólicamente por las ventanillas de tren, pero lo hacía impregnándolo todo de melancolía, tal vez porque había leído muchos libros en los que se decía que en los trenes la gente leía o bien miraba el paisaje, que siempre, siempre, era melancólico, como ellos. Y pensé después en ciertos escritores para los que escribir es avanzar, avanzar en el mundo de las huellas, hacia el borrarse de las huellas y de todas las huellas, pues éstas se oponen a la totalidad, es decir, a la huella original, que ya no está. Y pensé también en todos aquellos escritores que se enamoran de la propia disolución de la literatura y cortejan su fin. ¿Podía hablar de cosas por el estilo esa tarde en La Cartuja de Sevilla? ¿Podía hablar, por ejemplo, de los escritores que eligieron la tercera persona del singular para hablar de sí mismos porque entendieron que era ésta la forma más adecuada de borrarse y hacerle la vida imposible a cualquier retórica egotista?

¿Podía hablar de todo eso aquella tarde en Sevilla? Como no supe muy bien qué contestarme, hundí de nuevo mi mirada en el periódico y allí encontré la noticia de que, tras estudiar cráneos fósiles de las antiguas especies humanas, un científico español y dos italianos habían llegado a la conclusión de que la forma del cerebro humano actual se debía a un salto evolutivo. ¿No había yo leído eso antes en algún otro lugar? En realidad, ¿no lo había leído ya cien mil veces? Decidí volver a las noticias de fútbol. Me distraía siempre leerlas, aunque ya las hubiera leído antes. Las deportivas eran el único tipo de noticias que podía analizar una y otra vez sin cansarme. Y es que me ayudaban a descansar, a reposar del resto de las noticias, todas ellas siempre tan aparentemente trascendentes. Leí no sé cuántas veces la información sobre la retirada del fútbol, tras veinte años como profesional, del búlgaro Hristo Stoichkov. Y también la noticia de la entrega de un importante —y al mismo tiempo perfectamente irrelevante— premio mundial al jugador Zinedine Zidane.

Hasta que opté por ir también yo al vagón-cafetería. Fui allí a fumar un cigarrillo y me encontré a Vladan hablando, al fondo de todo, con un hombre de aspecto inequívocamente árabe. Me mantuve lo más lejos posible de ellos, en la entrada del bar, a una prudente distancia. Se les veía enzarzados en una discusión, aunque parecían reprimir gestualmente la furia de sus respectivos enfados. Me quedé allí fumando y fijándome en uno de los clientes del bar, un tipo que, acodado a la barra, tenía la mirada absorta en unos botellines de whisky vacíos. Parecía estar completamente borracho. Llevaba un traje a rayas, un traje casi de película de gángsteres. De un bolsillo de la americana sobresalía un ejemplar de Fuga sin fin, el libro de Joseph Roth. Si bien, a primera vista, el tipo del traje a rayas parecía un borracho que leía literatura centroeuropea, también podía tratarse de un detective privado que espiaba a Vladan y al árabe, aunque esta posibilidad parecía mucho más remota. Tal vez se trataba tan sólo de un hombre borracho y ensimismado. Y era, por otra parte, asombroso —aunque quizás sólo yo era capaz de ver esto— su parecido físico con el futbolista Kopa, una antigua gloria del Real Madrid de los años sesenta. En fin, me fumé el cigarrillo y regresé a mi asiento en el tren. Poco después, volvió también Vladan al suyo. Se sentó de golpe, como dejándose caer con todo su peso, le noté nervioso. «¿Pasaba algo con su amigo?», pregunté, como si le conociera ya de toda la vida. «No, nada. Pero ¿por qué dice que era mi amigo?», contestó inmediatamente. «No, por nada», dije yo. De pronto, él inició una especie de monserga: «Las bodas, que son el más imbécil de los espectáculos. Ese tipo, según me ha dicho, no se cansa nunca de su novia y ahora para colmo se casa. Yo, que nunca me fatigo, he estado a punto de hacerlo de tanto oírle decir bobadas de que se casa. Lo mío es enfado. Aunque él lo tiene muy mal, porque yo puedo estar siglos enfadado sin cansarme.»

No sé cuánto rato estuvo él hablándome confusamente del tipo que se casaba. Quise interrumpirle para preguntarle si se había fijado en el extraño tipo del traje a rayas de la cafetería. Finalmente, no le pregunté nada. Vladan sólo dejó de hablar cuando el tren se detuvo en Córdoba. Cuando se bajó o, mejor dicho, cuando desapareció en el tren, pues no le vi descender, yo decidí que, por la tarde en Sevilla, podía hacer, en tercera persona (para así liberarme de mi egotismo y desaparecer de alguna forma detrás de esa tercera persona del singular), alguna referencia a mi extraño encuentro con el pasajero serbio y añadir luego sobre la marcha alguna teoría, más bien literaria, sobre las extrañas amistades que hacía la gente en los ferrocarriles. Podía empezar diciendo, por ejemplo: «En un viaje en tren que él hizo a Sevilla, cruzó unas palabras con un vecino de asiento de nacionalidad serbia, que era amante de las guerras tradicionales y que se bajó en Córdoba después de haberle hablado, de forma muy rara, sobre Siria, el país donde había pasado el final de su infancia y toda su adolescencia…»

Por ahí empezaría mi discurso de La Cartuja y ya se vería después por dónde acababa. Pero de pronto observé que sustituir el yo por un él era en realidad simplemente un absurdo simulacro de la desaparición del yo ¿O acaso no me acordaba de lo que le pasó a Roland Barthes cuando, tras escribir su autobiografía en tercera persona, acabó, tres años después, confesando su deseo, irrefrenable y para él absolutamente necesario, de volver a decir yo? «Es lo íntimo lo que quiere hablar en mí», escribió entonces Barthes, como si se hubiera arrepentido de la veleidad de la tercera persona.

De pronto, tuve la impresión de que para llevar a cabo cualquier proyecto de futuro era también imprescindible para mí volver a decir yo y saber vivir mentalmente en la punta extrema del mundo, y allí pasear y ensayar pensamientos y cuentos nuevos, plantarme en el abismo y tratar de ir más allá y, por tanto, desaparecer, pero no hacerlo de una forma tan facilona, sólo porque uno empleara el pronombre él sino desapareciendo de verdad, esfumándome por completo.

Pero ¿cómo pensaba hacer para desaparecer? ¿Lo había logrado alguien realmente alguna vez? Al contrario de lo que había pensado en el castillo de Montaigne, ahora me parecía que era muy difícil desaparecer por completo. Y pensé en Arthur Gravan, desaparecido en México sin dejar rastro, y me dije que, en cualquier caso, era seguro que el alma de Gravan seguía por ahí en algún lugar. Ahora me parecía que desaparecer del todo era tarea para titanes que aún no habían nacido. No tenía muy claro que pudiera librarme absolutamente del todo de mí. «Oh, terminar del todo. Acabar aquí sería maravilloso. Pero ¿es deseable? Sí, lo es. Es deseable acabar. Sería maravilloso, quienquiera que yo sea, acabar donde estoy ahora, ahora mismo, acabar, sería maravilloso. Ay, que todo termine aquí», decía más o menos (he añadido frases por mi cuenta) Samuel Beckett en un cuento cuyo título ahora no recuerdo, no llevo el libro en el maletín con el que me he desplazado hasta aquí, hasta esta ciudad. Pero ¿era realmente para mí posible acabar aquí, desaparecer por completo? El hecho mismo de haber nacido me impedía desaparecer del todo, pues ya había sido violado mi reposo eterno anterior a mi nacimiento. ¿Era posible desaparecer para poder así regresar al otro lado de la existencia, allí donde se sospecha, pero sólo se sospecha, que no hay nada?

Recordé a Antonin Artaud: «Yo siento el apetito del no ser, de nunca haber caído en este reducto de imbecilidades.» En todas estas cosas pensaba mientras el tren hacia Sevilla avanzaba, y yo, que andaba mirando distraídamente hacia fuera, creí distinguir de pronto a lo lejos, en medio de una nube de polvo, las ruinas de Medina Azahara. Las ruinas siempre remiten a algo que no ha desaparecido del todo. En este sentido, yo era una ruina. Ansiaba la desaparición, pero sabía que podía acabar desapareciendo sólo a medias, convertido únicamente en una ruina. Miré de nuevo hacia la nube de polvo. Me dije que no entendemos nada de las ruinas hasta el día en que nosotros mismos nos convertimos en ellas. En cuanto al tren de alta velocidad, parecía una metáfora de España, pues avanzaba con fuerza, eso era innegable, pero lo hacía como si lo estuvieran empujando hacia delante a causa de su renuncia precisamente a avanzar.