El AVE se detuvo en la estación de Puertollano y, absorto como iba yo en Robert Walser y su tren de ventanillas rojas, miré con extrañeza el mundo y todo lo que me rodeaba. Un joven muy trajeado, con aspecto de ejecutivo incipiente, fue la única persona que vi descender de mi vagón. ¿En qué consistiría la vida de ese joven? Me era ya imposible saberlo. Pero en cambio podía averiguar qué vida llevaba el pasajero que había entrado en el vagón y se había sentado a mi lado, en el asiento que hasta entonces había ido desocupado y que yo había tenido la esperanza de que no llegara a ocuparse en todo el viaje.
Tenía unos treinta años de edad, muy alto y desgarbado, su cabeza era grande e imponente, con un mechón de pelo negro duro sobre la frente, una expresión desafiante que no era deliberada, que tal vez —imaginé— le había sido impuesta por la infancia. Podía ser español, pero casi seguro que no lo era, más bien parecía de un país de la Europa Central. No sé muy bien por qué me dio por imaginar que su madre era húngara y su padre de Puertollano. O al revés. Durante unos instantes, dando por hecho que era de origen húngaro, estuve imaginando que sus concepciones del mundo estaban fundadas en las nociones de utopía, catástrofe y vacío metafísico, conceptos fundamentales para comprender la Europa Central.
Después, me dije que ya era suficiente, que estaba imaginando demasiado y mejor sería hacerle hablar y salir de toda duda. «¿Cómo es Puertollano?», le pregunté. «Pues mire», dijo con acento muy extranjero y como si no le hubiera extrañado que le preguntara algo y que encima le preguntara eso, «no se pueden soportar algunas malas noches y creo que lo domina todo un cansancio incontrolable cuando nadie debería estar cansado, pero lo están todos en Puertollano, todo el mundo ahí se mueve cansado sin que eso influya en mi trabajo, yo mejoro con esa fatiga.»
Dijo esto muy lentamente. De hecho fue casi interminable su respuesta. Me dije que sus frases no estaban bien articuladas simplemente porque era extranjero y que en realidad no había dicho cosas tan incomprensibles, seguramente tan sólo se había limitado a decir (con muchos rodeos, eso sí) que él mejoraba con la fatiga, sólo eso. Ahora bien, ¿dónde se ha visto que alguien mejore estando cansado? Si uno lo pensaba bien, se veía que en realidad sí era algo raro lo que había dicho.
«Yo mejoro con esa fatiga», había dicho. Me dije que no entender del todo la única frase que había entendido podía abrirme la puerta de apasionantes espacios desconocidos. «¿Así que se siente bien cuando se cansa?», le pregunté. Casi no aguardó a que terminara la pregunta y comenzó a decirme (con el mismo estilo lentísimo de antes) que de niño, allá en su poblado cercano a Belgrado, «disfrutaba del cansancio común en compañía de todos los del pueblo, los unos sentados en el único banco del lugar donde trillábamos la mies, los otros en la lanza del carro, y otros, más lejos ya, en la hierba, y todo era muy bonito, una nube de cansancio impalpable nos unía a todos, hasta que se anunciaba el siguiente cargamento de gavillas, en aquellos días yo aún me cansaba sin más, como se cansa la gente que se cansa, no como ahora que me canso y noto que me siento mejor que antes de cansarme, mejoro en la fatiga».
Ahora el fatigado era yo. No pensaba preguntarle ya nada más, aunque el personaje me intrigaba y en el fondo quería saber más cosas de él. Pero era tan raro y tan lento cuando hablaba que no parecía prudente preguntarle algo más. Me acordé de que, a lo largo de mi vida, siempre había encontrado personas muy peculiares en los trenes. Lo extraño era precisamente lo contrario, que no encontrara compañías raras en mis viajes en ese medio de locomoción.
Poco después, sin que le preguntara nada, volvió a hablarme y así fue como me enteré de que se llamaba Vladan y era serbio. Los últimos días de su infancia y, sobre todo, los de su adolescencia los había pasado en Siria, adonde su padre se había trasladado para trabajar de chófer de embajada. Después, a los veinte años, había vuelto a Belgrado, donde había participado en la guerra, había adorado los viriles combates hombre a hombre. Ahora estaba viajando por España. En Puertollano había trabajado hasta encontrar el placer de la fatiga. Córdoba era su siguiente escala. Sentía nostalgia de los buenos tiempos bélicos. Luchar por Serbia había sido una causa romántica extraordinaria en un mundo en el que las guerras, como sucedía en aquellos momentos con la de Irak, habían pasado a ser diferentes de las de antes, pues ahora no tenían sentido.
Mientras Vladan me decía todo esto, retuve sin descanso la palabra Siria, país que en los últimos tiempos se me había vuelto casi hasta familiar. La palabra Siria parecía estar emitiendo señales que me indicaban que por la tarde en La Cartuja lo que debía hacer era hablar de la rue Vaneau y de la embajada siria en Francia y de los jardines de Matignon y de cómo la historia de mi relación con esa calle había proseguido inesperadamente ese mismo día, en el tren que me había llevado hasta allí, hasta Sevilla.
Después, hice un esfuerzo y dejé de pensar en el factor sirio para dedicarme más al aspecto antipático de lo que Vladan me había dicho, toda esa idea espantosa de que en otro tiempo las guerras tenían sentido. «No quisiera fatigarle», le dije sabiendo que quien iba a quedar exhausto iba a ser yo, «aunque sé que le gusta cansarse. Pero permítame una pregunta, y luego quiero volver a leer mi periódico. ¿Usted cree que, en el mundo actual, vamos camino de la pérdida de todo sentido?» No contestó. Me miró como si el raro fuera yo. Sólo al cabo de un rato rompió el silencio para invitarme a ir a tomar algo al vagón-cafetería. Le agradecí la invitación, pero le expliqué que prefería continuar donde estaba.
Se marchó y pude volver a mi periódico y leer por fin las noticias de fútbol (en el fondo, lo único que realmente me interesaba de aquel diario) y pude volver también a mis auriculares. Cambié de emisora y reapareció la música de flamenco y entré directamente en una canción que interpretaban Bebo Valdés y el Cigala. Aun así, no pude evitarlo, siguieron resonando agrios en mí los ecos de las palabras de Vladan sobre el bello espectáculo heroico de algunas batallas del pasado. Traté de olvidarme de aquello concentrándome en las noticias futbolísticas del periódico, maravillosamente puntuadas por el piano del cubano Valdés. Pero de pronto, cuando terminó Se me olvidó que te olvidé, que era la canción que había estado escuchando, el breve silencio que siguió me arrojó de nuevo en brazos de las palabras de Vladan sobre el heroísmo y el sentido de las palabras antiguas. ¿El sentido? Acabé recordando que Barthes hablaba de la utopía de un mundo que estaría exento de sentido (como uno está exento del servicio militar), de un mundo en el que se podría vivir con la ausencia de todo signo.
¿Qué tenía yo que decir a eso? ¿Tenían sentido el heroísmo, las palabras de Vladan, las batallas antiguas, el estado de Siria? Preguntándome todo eso, acabé dedicado a pensar en la utopía de la abolición del sentido e imaginé a alguien no trataría de darle sentido al absurdo ni a la vida ni al mundo, alguien que a su vez imaginaría un sentido que llegaría después y para el que habría que atravesar un largo camino de iniciación, nada menos que el sentido en su totalidad, para poder extenuarlo, eximirlo. Miré hacia atrás y vi que habíamos dejado ya muy lejos Puertollano, pero que no obstante Puertollano, la antigua Portus Planus de los romanos, seguía teniendo sentido.