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Una hoja cae, sin ruido alguno, y toca la línea del horizonte, allá en la alameda del fin del mundo. Todo sucede en un único instante, en mi imaginación. Luego, sigo viéndomelas con palabras y con un mar en el que me pierdo. Y después, mirando por la ventana, me llega el recuerdo del momento en el que, durante aquel viaje a Sevilla, se me ocurrió que por la tarde, en La Cartuja, podía hablar del genial creador de La vida y las opiniones del caballero Tristram Shandy. En lugar de la rue Vaneau o de improvisar una historia sin red sobre la marcha, hablarles de Laurence Sterne, que había casi inventado con su libro la novela-ensayo, un género literario que mucha gente creía que era una innovación fundamental de nuestros días cuando en realidad la novela-ensayo, con su peculiar tratamiento de las relaciones entre realidad y ficción, ya existía desde que Sterne, buen lector de Cervantes y de Montaigne, la había reinventado.

Precisamente, el libro de Sterne es uno de los pocos que, como si hubiera viajado a la insoportable y tópica isla desierta, me he traído conmigo, en un maletín rojo, a este lugar frente a un mar y un abismo desde el que escribo todo esto. Me encanta de ese libro su levísimo contenido narrativo (el narrador-protagonista no nace hasta muy avanzada la novela, pues antes está siendo concebido, lo que hace que podamos leer Tristram Shandy como la gestación de una novela), sus constantes y gloriosas digresiones y los comentarios eruditos que puntúan todo el texto, la innovadora puesta en página, con tipografías diferentes, asteriscos, guiones, hojas en negro, en blanco, imitando el mármol. Me encanta su gran exhibición de ironía cervantina, sus asombrosas complicidades con el lector, la utilización del flujo de conciencia cuya invención luego otros se atribuirían, su inteligente tono humorístico: la historia, por ejemplo, del engendramiento de Tristram es, como la novela entera, una historia de coitus interruptus, basta recordar la frase absurda de la futura madre de Tristram cuando está con su marido en plena faena en el lecho conyugal, la noche de bodas: «Perdona, querido, ¿no te has olvidado de darle cuerda al reloj?»

Tal vez el gran invento de Sterne fue la novela construida, casi en su totalidad, con digresiones, ejemplo que seguiría después Diderot. La divagación o digresión, quiérase o no, es una estrategia perfecta para aplazar la conclusión, una multiplicación del tiempo en el interior de la obra, una fuga perpetua. ¿Una fuga de qué? De la muerte, dice Carlo Levi en su prólogo a la traducción italiana de Tristram Shandy: «El reloj es el primer símbolo de Shandy, bajo su influjo es engendrado y comienzan sus desgracias, que son una sola cosa con ese signo del tiempo. La muerte está escondida en los relojes (…) Tristram Shandy no quiere nacer porque no quiere morir.»

Todos los medios, todas las armas, son buenos para salvarse de la muerte y del tiempo. Si la línea recta es la más breve entre dos puntos fatales e inevitables, las digresiones la alargarán. Y si esas digresiones, nos señala Levi, se vuelven tan complejas, enredadas, tortuosas, tan rápidas que hacen perder las propias huellas, «tal vez la muerte no nos encuentre, el tiempo se extravíe y podamos permanecer ocultos en los mudables escondrijos».

No puedo olvidarme de que en otros días el cometa shandy pasaba cada día por mi mundo. Me fascinaba Sterne, con esa novela que apenas parecía una novela sino un ensayo sobre la vida, un ensayo tramado con un tenue hilo de narración, lleno de monólogos donde los recuerdos reales ocupaban muchas veces el lugar de los sucesos fingidos, imaginados o inventados. Y donde la risa estaba siempre a punto de estallar y de pronto se resolvía en lágrimas. Triste y chiflado yo era. Mi vida estaba llena de saltos, de idas y venidas imprevistas, como la línea del pensamiento sinuoso de Sterne. Me acuerdo muy bien de que entonces la muerte todavía estaba escondida en los relojes. Ahora quien está escondido soy yo. Me acuerdo, me acuerdo muy bien de todo aquello. La vida era shandy.